A Lidia, que también es muy poco, habla Ricardo Reis de los sucesos del país vecino, ella le cuenta que los españoles del hotel celebraron el acontecimiento con una gran fiesta, ni la trágica muerte del general les hizo perder el ánimo, y ahora todas las noches hay botellas abiertas de champán francés, el gerente Salvador anda feliz a más no poder, Pimenta habla castellano como de nacimiento, Ramón y Felipe no caben en sí de gozo desde que supieron que el general Franco es gallego, de El Ferrol, y a alguien, el otro día, se le ocurrió incluso la idea de izar una bandera española en el mástil del hotel en señal de alianza hispano-portuguesa, están sólo a la espera de que el platillo de la balanza descienda un poquito más, Y tú, preguntó Ricardo Reis, qué piensas tú de España, de lo que allá pasa, Yo no sé nada, no soy tan leída, usted sí lo sabrá, digo yo, con tantos estudios que hizo para llegar a la posición que tiene, creo que cuanto más alto se sube, más lejos se ve, Así en cada lago la luna toda brilla, porque alta vive, Usted doctor, dice las cosas de una manera tan bonita, Aquello, en España, era un caos, un desorden, era preciso que viniese alguien a poner coto a tanto desvarío, y sólo podía ser el ejército, como ocurrió aquí, es así en todas partes, Ésas son cosas de las que yo no sé nada, mi hermano dice, Mira, a tu hermano ni es preciso oírle hablar para saber qué dice, Realmente, son dos personas muy distintas usted y mi hermano, Y qué dice él, Dice que los militares no pueden ganar porque van a tener a todo el pueblo en contra, Mira, Lidia, el pueblo nunca está de un lado solo, además, a ver si me explicas qué es el pueblo, El pueblo es esto que soy yo, una criada de servir que tiene un hermano revolucionario y se acuesta con un señor doctor contrario a las revoluciones, Quién te ha enseñado a decir esas cosas, Cuando abro la boca para hablar, las palabras ya están formadas, yo sólo las dejo salir, Normalmente pensamos antes de hablar, o vamos pensando mientras hablamos, todos lo hacemos así, Pues será que yo no pienso, será como tener un hijo, crece sin que una se dé cuenta, y cuando llega el momento, nace, Te encuentras bien, Si no fuera por las faltas, ni creería que estoy en estado, Y sigues con esa idea tuya de dejarlo venir al mundo, Al niño, Sí, al niño, Sigo, y no voy a cambiar, Piénsalo bien, Es posible que ni piense, diciendo esto, Lidia soltó una carcajada alegre, quedó Ricardo Reis sin saber qué respuesta dar, la atrajo hacia sí, le dio un beso en la frente, después en un lado de la boca, luego en el cuello, la cama no estaba lejos, se acostaron en ella la criada y el doctor, del hermano marinero no se volvió a hablar, España está en el fin del mundo.
Les beaux esprits se rencontrent, dicen los franceses, gente la más aguda de todas. Había hablado Ricardo Reis de la necesidad de defender el orden, y ahora declara el general Francisco Franco, en entrevista al diario O Século, portugués, Queremos orden en la nación, y éste fue el lema para que el periódico pusiera por título, La obra de redención del ejército español, demostrándose así que son cada vez en mayor número, si no innúmeros, los beaux esprits, dentro de pocos días hará el periódico la insinuante pregunta, Cuándo se organizará la Primera Internacional del Orden contra la Tercera Internacional del Desorden, los beaux esprits están ya reunidos para dar respuesta. No se puede decir que no esté en sus comienzos, los marroquíes continúan desembarcando, se constituye una junta de gobierno en Burgos, y dicen todos que dentro de unas horas se iniciará el choque final entre el ejército y las fuerzas de Madrid. Y no debemos atribuir significado especial al hecho de que la población de Badajoz se haya armado para resistir el inminente asalto, o atribuyámosle sólo significado bastante como para poder admitirlo a la discusión sobre lo que es y lo que no es el pueblo. Dejando de lado las ignorancias de Lidia y las evasivas de Ricardo Reis, allí se han armado hombres, mujeres y niños, se armaron con escopetas, espadas, garrotes, hoces, revólveres, puñales, cayados, echaron mano de lo que había, quizá porque el pueblo se arma así, y visto el caso, sabremos de una vez qué es el pueblo y dónde el pueblo está, lo demás, y ustedes perdonen, no pasa de ser un debate filosófico y desigual.
La ola crece y avanza. En Portugal afluyen las inscripciones para la Mocidade Portuguesa, son jóvenes patriotas que no quisieron esperar por la obligatoriedad que ha de venir, ellos, con su propia mano tan llena de esperanza, en letra escolar, bajo la mirada benévola de sus progenitores, firman la carta, y con seguro pie la llevan al correo, o, trémulos de emoción cívica, la entregan al conserje del Ministerio de Educación Nacional, sólo por religioso respeto no proclaman, Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre, pero cualquiera puede ver que es grande su sed de martirio. Ricardo Reis recorre las listas, trata de dibujar rostros, figuras, gestos, modos de andar que den sentido y forma a la vaguedad de esas curiosas palabras que son nombres, las más vacías palabras si no les metemos dentro un ser humano. De aquí a unos años, veinte, treinta, cincuenta, qué pensarán los hombres maduros, los viejos, si allá llegan, de este entusiasmo de mocedad, cuando leyeron y oyeron, como un místico clarín, a los jóvenes alemanes que decían, No somos nada, y acudieron sublimes, Nosotros tampoco, nosotros tampoco somos nada. Dirán esto, Pecados de juventud, Errores de mi gran inocencia, No tuve quien me aconsejara, Bien me arrepentí después, Fue mi padre quien me mandó, Yo creía sinceramente, Era tan bonito el uniforme, Hoy volvería a hacer lo mismo, Era una manera de avanzar en la vida, Quedaban mejor vistos los primeros, Es tan fácil engañarse cuando uno es joven, Es tan fácil que lo engañen, estas y otras justificaciones semejantes las están dando ahora, pero uno de ellos se levanta, alza la mano pidiendo la palabra, y Ricardo Reis se la da por la curiosidad acuciante que siente de oír a un hombre hablar de los otros hombres que fue, una edad juzgando a otra edad, y éste fue el discurso, De cada uno de nosotros se considerarán las razones para el paso que dimos, por ingenuidad o por malicia, por voluntad propia o por imposición de terceros, será la sentencia, es la costumbre, de acuerdo con el tiempo y el juez pero, condenados o absueltos, deberá pesar en esta balanza la vida toda que vivimos, el bien o el mal que hayamos hecho, el acierto o el error, el perdón y la culpa y, ponderándolo todo, si eso es posible, sea el primer juez nuestra conciencia, en el caso no vulgar de que seamos limpios de corazón, pero tal vez tengamos que declarar, una vez más, aunque con diferente intención, Nosotros no somos nada, porque en aquel tiempo cierto hombre, amado y respetado por algunos de nosotros, y digo ya su nombre para ahorraros el esfuerzo de adivinación, ese hombre que se llamó Miguel de Unamuno y era entonces rector de la Universidad de Salamanca, no un muchachuelo de nuestra edad, catorce, quince años, sino un anciano venerable, septuagenario, de larga existencia y larga obra, autor de libros tan celebrados como Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, En torno al casticismo, La dignidad humana, y tantos otros que me dispensarán de mencionar, ese hombre, faro de inteligencia, tras los primeros días de guerra, dio su adhesión a la junta Gubernativa de Burgos, exclamando Salvemos la civilización occidental, aquí me tenéis, hombres de España, estos hombres de España eran los militares revoltosos y los moros de Marruecos, y dio cinco mil pesetas de su bolsillo para lo que ya entonces era llamado ejército nacionalista español, no recuerdo los precios de la época y no sé cuántos cartuchos de fusil se podían comprar con cinco mil pesetas, y cometió la crueldad moral de recomendar al presidente Azaña que se suicidase, y pocas semanas después hizo otras no menos sonoras declaraciones, Mi mayor admiración, mi mayor respeto para la mujer española, que consiguió evitar que las hordas comunistas y socialistas se apoderaran hace ya tiempo de España, y, en un arrebatado transporte, clamó, Santas mujeres, pero nosotros, portugueses, tampoco estábamos faltos de santas mujeres, dos ejemplos bastan, la Marilia de Conspiración, la ingenua de la Revolución de Mayo, si esto es santidad, agradézcanlo las mujeres españolas a Unamuno, y nuestras portuguesas, a Tomé Vieira y a Lopes Ribeiro, un día me gustaría bajar a los infiernos para contar con la aritmética cuántas santas mujeres hay allí, pero de Miguel de Unamuno, a quien admirábamos, nadie se atreve a hablar, es como una herida vergonzosa que se oculta, de él sólo se guardarán, para edificación de la posteridad, aquellas sus palabras casi últimas con que respondió al general Millán Astray, el que gritó en la misma ciudad de Salamanca, Viva la muerte, el doctor Ricardo Reis no llegó a saber qué palabras fueron ésas, paciencia, la vida no puede llegar a todo, la suya no llegó a tanto, pero el caso es que, por haber sido dichas, algunos reconsideramos la decisión tomada, en verdad diré que valió la pena que Miguel de Unamuno hubiera vivido el tiempo suficiente para vislumbrar su error, sólo para vislumbrarlo, porque no lo enmendó por completo, o porque vivió muy poco tiempo después de él, o para proteger la tranquilidad de sus postreros días con humana cobardía, todo es posible, entonces, en el fin ya de este largo discurso, lo que pido para nosotros es que esperéis nuestra última palabra, o la penúltima, si en ese día es suficiente nuestra lucidez y de aquí a allá no habéis perdido la vuestra, he dicho. Algunos de los asistentes aplaudieron vigorosamente su propia esperanza de salvación, pero otros protestaron indignados contra la malévola deformación de que acababa de ser víctima el pensamiento nacionalista de Miguel de Unamuno, sólo porque, ya con los pies en la sepultura, por un berrinche senil, por un capricho de viejo caquectico, contestó al grito magnífico del gran patriota y gran militar general Millán Astray que, por su pasado y presente, sólo lecciones podía dar y ninguna recibir. Ricardo Reis no sabe qué respuesta es esa que Miguel de Unamuno dará al general, por cortedad no lo pregunta, o teme quizá entrar en los arcanos del futuro, en el destino, más vale saber pasar silenciosamente y sin desasosiegos grandes, esto escribió un día, esto es lo que en todos cumple. Se retiraron los viejos, van aún discutiendo las primeras, segundas y terceras palabras de Unamuno, tal como las juzguen quieren ser ellos juzgados, sabido es que si el acusado escoge la ley, siempre saldrá absuelto.