Ricardo Reis relee las noticias que ya conoce, la proclama del rector de Salamanca, Salvemos la civilización occidental, aquí me tenéis, hombres de España, las cinco mil pesetas de su bolsillo para el ejército de Franco, la vergonzosa intimidación a Azaña para que se suicidase, hasta esta fecha en que estamos no ha hablado de las santas mujeres, pero ni siquiera habría que esperar para saber qué va a decir, vimos cómo el otro día un simple director portugués de cine fue de la misma opinión, de este lado de los Pirineos todas las mujeres son santas, el mal está en los hombres que tan bien piensan de ellas. Ricardo Reis recorre demoradamente las páginas, se distrae con las novedades corrientes, las que tanto pueden venir de aquí como de más allá, de este tiempo como del otro, del presente como del futuro y del pasado, por ejemplo, los matrimonios y bautizos, las partidas y llegadas, lo peor es que, habiendo incluso una vida mundana, no hay un mundo sólo, si pudiéramos elegir las noticias que queremos leer cualquiera de nosotros sería John D. Rockefeller. Pasa los ojos por las páginas de los anuncios por palabras, Alquileres, ofertas, Alquileres, demandas, por este lado está servido, no precisa casa, y mira, aquí nos informamos de la fecha en que saldrá del puerto de Lisboa el vapor Highland Brigade, va a Pernambuco, Río de Janeiro, Santos, mensajero perseverante, qué noticias nos traerá de Vigo, parece que toda Galicia se ha puesto al lado del general Franco, no es extraño, al fin y al cabo es de la tierra, el sentimiento puede mucho. Así se entrometió un mundo en otro mundo, así perdió su sosiego el lector, y ahora, pasando impaciente la página, reencuentra el escudo de Aquiles, que hace tanto tiempo no veía. Es aquella misma y ya conocida gloria de imágenes y decires, mandala prodigioso, visión incomparable de un universo explícito, caleidoscopio que suspendió sus movimientos y se ofrece a la contemplación, es posible, al fin, contar las arrugas del rostro de Dios, llamado por nombre más común Freire Grabador, éste es el retrato, éste el monóculo implacable, ésta la corbata con que nos da garrote vil, hasta diciendo el médico que es de enfermedad de lo que vamos a morir, o de un tiro, como en España, aquí abajo se muestran sus obras, de las que nos hemos habituado a decir que cuentan o cantan la infinita sabiduría del Creador, cuyo nombre jamás se vio maculado en su honrada vida, y fue premiado con tres medallas de oro, distinción suprema concedida por otro Dios más alto, que no manda poner anuncios en el Diário de Notícias, y será por eso, digamos quizá, el verdadero Dios. En tiempos pensó Ricardo Reis que este anuncio era como un laberinto, pero ahora lo ve como un círculo de donde ya no es posible salir, limitado y vacío, laberinto realmente, pero de la misma forma que lo es un desierto sin caminos. Dibuja en Freire Grabador una barbita, faz de monóculo luneta, pero ni por estas artes de máscara consigue parecerse a aquel Don Miguel de Unamuno, que se perdió también en un laberinto, y de donde, de creer al caballero portugués que se levantó en la asamblea y pronunció el discurso, sólo consiguió salir en vísperas de la muerte, y en todo caso puede dudarse de si, en esa su casi extrema palabra, puso su ser entero, todo él, o si entre el día en que la pronunció y el día en que se fue de este mundo, magnífico rector, recayó en la complacencia y en la complicidad primeras, disimulando el arrebato, callando la súbita rebeldía. El sí y el no de Miguel de Unamuno conturban a Ricardo Reis, perplejo y dividido entre lo que sabe de estos días que son vida común suya y de él, vinculadas una y otra por noticias del periódico, y la oscura profecía de quien, conociendo el futuro, no lo desveló por completo, se arrepiente de no haber preguntado al orador portugués qué palabras decisivas dijo Miguel de Unamuno al general, y cuándo, entonces comprendió que había callado porque le había sido claramente anunciado que ya no estaría en este mundo el día del arrepentimiento, El señor doctor no llegó a saber qué palabras fueron ésas, paciencia, la vida no llega para todo, la suya no llegó a tanto. Lo que Ricardo Reis puede ver es que la rueda del destino ya empezó a dar esa vuelta, Millán Astray, que estaba en Buenos Aires, salió para España, pasó por Río de Janeiro, no varían mucho, como puede comprobarse, las rutas de los hombres, y viene atravesando el Atlántico, arde en fiebre guerrera, dentro de unos días desembarcará en Lisboa, el barco es el Almanzora, y luego seguirá a Sevilla, y de allí a Tetuán, donde sustituirá a Franco. Millán Astray se acerca a Salamanca y a Miguel de Unamuno, gritará Viva la Muerte, y luego. Oscuridad. El orador portugués pidió otra vez permiso para hablar, se mueven sus labios, los ilumina el negro sol del futuro, pero las palabras no se oyen, ahora ni siquiera podemos adivinar lo que está diciendo.
Sobre estas cuestiones desea Ricardo Reis hablar con Fernando Pessoa, pero Fernando Pessoa no aparece. El tiempo se arrastra como una ola lenta y viscosa, una masa de vidrio líquido en cuya superficie hay miríadas de cabrilleos que ocupan los ojos y distraen el sentido, mientras en la profundidad se trasluce el núcleo rubro e inquietante, motor del movimiento. Se suceden estos días y estas noches, bajo el calor que alternadamente desciende del cielo y sube de la tierra. Los viejos sólo aparecen por el Alto de Santa Catarina al anochecer, no aguantan la solanera que cerca la escasa sombra de las palmeras, es excesiva para sus ojos cansados la reverberación del río, y sofocante la tremolina del aire para sus cortos huelgos. Lisboa abre los grifos, no corre ni un hilillo de agua, es una población de gallináceas de pico ansioso y alas derrumbadas. Y se dice, en la modorra de la calma, que la guerra civil española se acerca a su fin, pronóstico que parece seguro si recordamos que las tropas de Queipo de Llano están ya a las puertas de Badajoz, con las fuerzas del Tercio, que es la Legión Extranjera suya, ansiosas por entrar en combate, ay de quien se oponga a estos soldados, tan vivo en ellos el gusto de matar. Don Miguel de Unamuno sale de su casa hacia la universidad, aprovecha el resquicio de sombra a lo largo de las casas, este sol leonés tuesta las piedras de Salamanca, pero el digno viejo siente en su rostro severo las vaharadas de la belicosa gesta, en su alma contenta corresponde a los cumplidos de los coterráneos, a los saludos de brazo extendido y posición de firmes de los militares del cuartel general o en tránsito, cada uno reencarnación del Cid Campeador, que ya dijo en su tiempo, Salvemos a la civilización occidental. Ricardo Reis salió temprano de casa, antes de que apretara el sol, aprovecha los resquicios de sombra mientras no aparece el taxi que lo lleve, jadeando, Callada de Estrela arriba, hasta Prazeres, nombre de tantas promesas y que todo nos quita, dejándonos el silencio, es menos seguro el reposo, y ya no precisa el visitante pedir información, no ha olvidado el lugar ni el número, cuatro mil trescientos setenta y uno, no es número de puerta, por eso no vale la pena llamar y preguntar, Hay alguien, si la presencia de los vivos, por sí sola, no logra mover el secreto de los muertos, las palabras, ésas, de nada sirven. Se acercó Ricardo Reis a los hierros, puso la mano sobre la piedra caliente, son azares de la topografía, el sol aún no está en lo alto pero golpea en este lugar desde que nació. De una alameda próxima viene un son de escoba barredora, una viuda cruza por el fondo de la calle, ni el rostro blanquea bajo sus crespones. No se ve nada más. Ricardo Reis baja hasta la curva, allí se detiene a mirar el río, la boca del mar, nombre más que los otros justo porque es en estos lugares donde el océano viene a saciar su inextinguible sed, labios sorbedores que se aplican a las fuentes acuáticas de la tierra, son imágenes, metáforas, comparaciones que no hallarán lugar en la rigidez de una oda, pero que se le ocurren a uno en las horas matinales, cuando lo que en nosotros piensa está sólo sintiendo.