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Y Ricardo Reis va encaminando sus pasos hacia el hotel. Ahora mismo recuerda la habitación donde durmió su primera noche de hijo pródigo, bajo un techo paterno, lo recordó como si fuera su propia casa, pero no la de Río de Janeiro, no ninguna de las otras que habitó, en Porto, donde sabemos que nació, o aquí en esta ciudad de Lisboa, donde vivía antes de embarcarse para el exilio brasileño, ninguna de ésas, y pese a todo habían sido casas verdaderas, extraña señal esa de estar un hombre recordando un cuarto de hotel como si fuera su casa, y sentir esa inquietud, ese desasosiego, llevo tanto tiempo fuera, desde por la mañana temprano, voy para allá, voy para allá. Dominó la tentación de llamar un taxi, dejó pasar un tranvía que lo dejaría casi en la puerta, consiguió al fin reprimir aquella ansiedad absurda, obligarse a ser sólo una persona cualquiera que vuelve a casa, aunque sea un hotel, sin prisas y también sin inútiles demoras, aunque no tenga a nadie a su espera. Luego, por la noche, verá probablemente a la muchacha de la mano paralizada, en el comedor, es una posibilidad, como también lo son el hombre gordo, el flaco de luto, los chiquillos pálidos y sus pletóricos progenitores, quién sabe si otros huéspedes, gentes misteriosas que llegaron de lo desconocido y de la bruma, y pensando en ellos sintió un calorcillo en el corazón, un íntimo consuelo, amaos los unos a los otros, así se dijo un día, y ya era tiempo de empezar. El viento soplaba con fuerza, encañado, en la Rua do Arsenal, pero no llovía, sólo caían sobre las aceras unos goterones de los aleros. Quizá mejore el tiempo a partir de hoy, esta invernia no puede durar siempre, hace dos meses que anda el cielo deshaciéndose en agua, fue lo que dijo ayer el taxista, y lo dijo con el aire de quien ya no cree en días mejores.

Zumbó levemente el timbre de la puerta, y era como si le estuvieran dando la bienvenida el paje italiano, el empinado tramo de escaleras, Pimenta, allá arriba, al acecho, esperando ahora, deferente y minucioso, un poco doblado el espinazo, o será consecuencia de las cargas, Buenas tardes, señor doctor, asomó también al descansillo el gerente Salvador, diciendo lo mismo pero con dicción más cuidada, y a ambos respondió Ricardo Reis, no había allí gerente, mozo y doctor, sino sólo tres personas que se sonríen unas a otras, contentas por haberse vuelto a encontrar después de tanto tiempo, desde esta mañana, imagínese, y qué añoranza, Dios mío. Cuando Ricardo Reis entró en el cuarto y vio todo perfectamente ordenado, tensa la colcha de la cama, brillante el lavabo, sin una sombra el espejo, salvo la lepra de vejez, suspiró satisfecho. Se descalzó, se cambió de ropa, se puso unas zapatillas ligeras, entreabrió una de las ventanas, gestos de quien vuelve a casa y se encuentra satisfecho en ella, después se sentó en la butaca, a descansar. Fue como si hubiera caído en sí, es decir, dentro de sí, en una caída rápida y violenta, Y ahora, preguntó, Y ahora, Ricardo, o quienquiera que seas, dirían los otros. Bruscamente se dio cuenta de que la verdadera finalidad de su viaje era este preciso instante que estaba viviendo, que el tiempo transcurrido desde que había puesto el pie en el muelle de Alcántara, lo había gastado, por así decir, en maniobras de atraque y fondeo, en sondar la marea, lanzar los cabos, que eso fue la busca de hotel, la lectura de los primeros periódicos, y luego la de los otros, la ida al cementerio, la comida en la Baixa, la bajada por la Rua dos Douradores, y aquella repentina nostalgia del cuarto del hotel, el impulso de afecto indiscriminado, general y universal, los saludos de Salvador y de Pimenta, la colcha impecable, y, en fin, la ventana abierta de par en par, la empujó el viento y así está, ondean como alas los visillos, y ahora. Vuelve a caer la lluvia, suena sobre los tejados como un rumor de arena cernida, adormecedor, hipnótico, quizá en su gran diluvio Dios misericordioso adormecía así a los hombres para que les fuera la muerte dulce, el agua entrando suavemente por las narices y por la boca, inundando sin ahogos los pulmones, arroyuelos que van llenando los alvéolos, uno tras otro, todo el hueco del cuerpo, cuarenta días y cuarenta noches de sueño y lluvia, los cuerpos descendiendo hasta el fondo, lentamente, llenos de agua, al fin más pesados que ella, así fue como ocurrió todo, también Ofelia se deja ir en la corriente, cantando, pero Ofelia tendrá que morir antes de que acabe el cuarto acto de la tragedia, cada uno tiene su manera personal de dormir y morirse, o al menos eso me parece, pero el diluvio continúa. Llueve sobre nosotros el tiempo, el tiempo nos ahoga. En el suelo encerado se juntaron arrastrándose las gotas que entraban por la ventana abierta y las que salpicaban el alféizar, hay huéspedes descuidados para quienes el trabajo humilde es despreciable, creen tal vez que las abejas, aparte de fabricar cera, van a extenderla sobre las tablas y luego sacar brillo, pero éste no es trabajo de insectos, si no existieran las criadas, obreras también ellas, estos suelos resplandecientes pronto estarían mortecinos, pegajosos, no tardaría en aparecer el gerente armado de reprensión y castigo, porque, siendo gerente, ésta es su labor, y en este hotel fuimos colocados para honrar y glorificar a su amo y señor, o a quien es su delegado, Salvador, como sabemos que se llama y ya dio muestras de serlo. Ricardo Reis corrió a cerrar la ventana, con los papeles empapó el agua del suelo y la exprimió, o la mayor parte, y al no tener recursos para enmendar por completo el pequeño desastre, tocó la campanilla. Era la primera vez, pensó, como quien se pide disculpas a sí mismo.

Oyó pasos en el corredor, sonaron discretamente unos nudillos en la puerta, entre, palabra que fue ruego, no orden, y cuando la camarera abrió, casi sin mirarla, dijo La ventana estaba abierta, no vi que la lluvia entraba, está el suelo mojado, y se calló repentinamente al darse cuenta de que le estaba saliendo una tirada de octosílabos a él Ricardo Reis, autor de odas sáficas o alcaicas, ahora se nos convierte en poeta popular, por poco no remata una cuarteta, rompiéndole así el pie, por necesidad de la métrica, a la gramática, Le agradecería limpiara, pero lo entendió sin más poesía la camarera, que salió y volvió con la bayeta y el balde y, de rodillas, serpenteando el cuerpo con el movimiento de los brazos, restituyó en lo posible la sequedad que a las maderas enceradas conviene, mañana pondrá un poco de cera, Quiere algo más, doctor, No, gracias, y ambos se miraron de frente, la lluvia golpeaba fortísima en los cristales, se aceleró el ritmo, ahora sonaba como un redoble de tambor, los dormidos se despertaban sobresaltados, Cómo se llama, y ella respondió Lidia, señor doctor, y añadió, Para servirle, señor doctor, podría haberlo dicho de otra manera y más alto, por ejemplo, Aquí estoy, autorizada para esto por recomendación del gerente, Mira Lidia, a ver si atiendes al huésped de la doscientos uno, al doctor Reis, y ella lo estaba ya atendiendo, pero él no respondió, sólo pareció repetir el nombre, Lidia, en un susurro, quién sabe si para no olvidarlo cuando precisara llamarla de nuevo, hay gente así, que repite las palabras que oye, las personas, realmente, son papagayos unas de otras, no hay otro sistema de aprendizaje, acaso esta reflexión le vino sin proponérsela, porque no la hizo Lidia, que es el otro interlocutor, dejémosla salir entonces, si ya tiene nombre, y que se lleve el balde y la bayeta, veamos cómo quedó Ricardo Reis sonriendo irónicamente, que es una disposición de labios que no engaña, que cuando quien inventó la ironía inventó la ironía, tuvo también que inventar la sonrisa que manifestara su intención, logro mucho más difícil, Lidia, dice, y sonríe. Sonriendo va al cajón a buscar sus poemas, sus odas sáficas, lee algunos versos al azar, pasando las hojas, Y así, Lidia, junto al hogar, como estando, Tal sea, Lidia, el cuadro, No deseemos, Lidia, en esta hora, Cuando, Lidia, llegue nuestro otoño, Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río, Lidia, la vida más vil antes que la muerte, ya no queda vestigio de ironía en la sonrisa si el nombre de sonrisa lo justifican aún dos labios abiertos sobre los dientes, cuando por dentro de la piel se alteró el juego de los músculos, rictus ahora o doloroso visaje se diría en estilo plúmbeo. Tampoco esto va a durar. Como la imagen de sí mismo reflejada en un trémulo espejo de agua, el rostro de Ricardo Reis, suspenso sobre la página, recompone las líneas conocidas, dentro de poco podrá reconocerse, Soy yo, sin ninguna ironía, sin disgusto alguno, alegre por no sentir siquiera alegría, menos ser lo que es y estar donde está, así hace quien no más desea o sabe que más no puede tener, por eso sólo quiere lo que ya era suyo, todo en definitiva. La penumbra del cuarto se ha ido espesando, alguna nube negra estará atravesando el cielo un oscurísimo nimbo como serían los convocados para el diluvio, los muebles caen en súbito sueño. Ricardo Reis hace un ademán, tantea el aire ceniciento, después, distinguiendo apenas las palabras que va trazando en el papel, escribe, A los dioses pido sólo que me concedan el no pedirles nada, y habiendo escrito esto ya no supo qué más decir, a veces es así, creemos en la importancia de lo que dijimos o escribimos hasta cierto punto, sólo porque no fue posible acallar los sonidos o apagar los rasgos, pero nos entra por el cuerpo la tentación de la mudez, la fascinación de la inmovilidad, estar como están los dioses, callados y quietos, sólo asistiendo. Va a sentarse en el sofá, se recuesta, cierra los ojos, nota que podría dormir, no quiere otra cosa, y ya adormecidamente se levanta, abre el armario, retira una manta y se tapa con ella, ahora sí, duerme, sueña que está en una mañana de sol y va paseando por la Rua do Ouvidor, en Río de Janeiro, ligero de ropa por ser mucho el calor, empieza a oír disparos lejanos, explosiones de bombas, pero no se despierta, no es la primera vez que sueña este sueño, ni siquiera oye que alguien llama a la puerta y que una voz, de mujer persuasiva, pregunta, Ha llamado usted, señor.