Ricardo Reis se entera por los periódicos de que el Afonso de Albuquerque ha salido para Alicante a recoger refugiados, y en su fuero íntimo siente cierta tristeza porque, hallándose tan vinculado a los viajes de este barco, modo de decir que deberá entenderse teniendo en cuenta sus relaciones sentimentales, no le ha dicho Lidia que su hermano el marinero se había hecho a la mar en misión humanitaria. Además, Lidia no ha aparecido, se amontona la ropa sucia, cae blandamente el polvo sobre los muebles y los objetos de la casa, poco a poco las cosas van perdiendo su contorno como si estuvieran cansadas de existir, será también efecto de unos ojos que se han cansado de verlas. Ricardo Reis nunca se ha sentido tan solo. Duerme casi todo el día, sobre la cama sin hacer, en el sofá del despacho, llegó incluso a quedarse dormido en el retrete, sólo le ha pasado una vez, pero despertó sobresaltado pensando que podría haberse muerto allí, descompuesto de ropas, un muerto que no se respeta no merece haber vivido. Escribió una carta a Marcenda, pero la rompió. Era una larga misiva, de muchas páginas, que ponía en pie toda una arqueología de recuerdos, desde la primera noche en el hotel, y fue escrita con fluidez, a vuelapluma, memorial de una vivísima memoria pero, al llegar a este día en que está, no supo Ricardo Reis qué más decir, pedir no debo, dar no tengo, entonces reunió todas las hojas, las concertó unas con otras, enderezó los cantos doblados de algunas y las fue luego rompiendo metódicamente hasta convertirlas en minúsculos pedacitos en los que sería difícil leer una palabra entera. No echó los pedazos a la basura, le pareció que debía evitar esa degradación final, por eso salió de casa a altas horas de la noche, dormía toda la calle, y fue a lanzar por encima de la verja del jardín su lluvia de papelillos, carnaval triste, la brisa de la madrugada los llevó por lo alto de los tejados, otro viento más fuerte los arrastrará lejos, pero no llegarán a Coimbra. Dos días después copió su poema en una hoja de papel, Añorando ya este verano que veo, sabiendo que esta primera verdad entre tanto se había convertido en mentira, porque no siente la menor añoranza, sólo un sueño sin fin, hoy escribiría otros versos si fuera capaz de escribir, añorante estaba, añorante del tiempo en que sentía añoranza. Puso en el sobre la dirección, Marcenda Sampaio, lista de Correos, Coimbra, cuando pasen los meses y no aparezca la destinataria, la destruirán, y si el susodicho funcionario escrupuloso e indiscreto lleva la carta al despacho del doctor Sampaio, como llegó a temer, quizá no venga de ello mal alguno, al llegar a casa, el padre le dirá a la hija, Parece que tienes un admirador desconocido, y Marcenda leerá los versos, sonriendo, ni le pasa por la cabeza que sean de Ricardo Reis, nunca le ha dicho él que era poeta, hay semejanzas en la caligrafía, pero es simple coincidencia, nada más.
No vuelvo más por aquí, había dicho Lidia, y es ella quien en este momento llama a la puerta. Tiene en el bolso la llave de la casa, pero no la usa, es mujer de principios, dijo que no volvería y ahora no quiere meter la llave en la cerradura como si la casa fuera suya, nunca lo fue, y hoy, menos, si es que la palabra admite reducción, admitámosla nosotros, que de las palabras no conocemos su último destino. Ricardo Reis abrió, disfrazó su sorpresa, y como Lidia se mostraba vacilante, si entrar en el dormitorio, si ir a la cocina, decidió pasar al despacho, que lo siguiera ella si quería. Lidia tiene los ojos rojos e hinchados, quizá tras dura lucha con su naciente amor de madre ha acabado por decidirse a abortar, por la expresión de su cara no parece que la causa del disgusto haya sido la caída de Irún y el ataque a San Sebastián. Ella dice, Perdone, señor doctor, no pude venir, pero, casi sin transición, corrigió, No fue por eso, pensé que ya no me necesitaba, volvió a enmendar, Estaba cansada de esta vida y, dicho esto quedó a la espera, por primera vez miró de frente a Ricardo Reis, lo encontró envejecido, estará enfermo, Te necesitaba, dijo él, y calló, había dicho todo lo que había que decir. Lidia dio dos pasos hacia la puerta, irá al dormitorio a hacer la cama, irá a la cocina a lavar los platos, irá al barreño a poner la ropa en jabón, pero no ha venido para esto, aunque todo esto tenga que hacerlo, más tarde. Ricardo Reis se da cuenta de que hay otras razones, pregunta, Por qué no te sientas, y luego, Dime qué te pasa, entonces Lidia empieza a llorar mansamente, Es por el niño, pregunta él, y ella con la cabeza dice que no, en medio de las lágrimas le lanza incluso una mirada de reprensión, al fin se desahoga, Es por mi hermano. Ricardo Reis recuerda que el Afonso de Albuquerque ha vuelto de Alicante, puerto que está aún en poder del gobierno español, suma dos y dos y comprueba que son cuatro, Tu hermano ha desertado, se quedó en España, Mi hermano ha venido con el barco, Entonces, Va a ser una desgracia, una desgracia, Pero, mujer, no sé de qué me hablas, explícate, Es que, se interrumpió para secarse los ojos y sonarse, Es que los barcos van a hacerse a la mar, a salir, Quién te lo ha dicho, Fue Daniel, en secreto, pero no puedo guardar este peso sólo para mí, tenía que desahogarme con alguien de confianza, pensé en usted, en quién iba a pensar si no, no tengo a nadie, mi madre no cuenta, ni pensar. Ricardo Reis se asusta al no reconocer en sí ningún sentimiento, tal vez esto es lo que llaman el destino, saber lo que va a ocurrir, saber que no hay nada que pueda evitarlo, y quedarnos quietos, mirando, como puros observadores del espectáculo del mundo, al tiempo que imaginamos que ésta será también nuestra última mirada, porque con el mundo acabaremos nosotros, Estás segura, preguntó, pero lo dijo sólo porque es costumbre dar a nuestra cobardía ante el destino esa última oportunidad de volver atrás, de arrepentirse. Ella con un gesto dijo que sí, llorosa, esperando las preguntas apropiadas, ésas que sólo pueden recibir respuestas directas, si es posible sí o no, pero se trata de una proeza que está por encima de la capacidad humana. Vista su falta, sírvanos ésta, por ejemplo, Y qué intentan, no van a salir al mar creyendo que con eso van a echar abajo al gobierno, Piensan ir a Angra do Heroísmo a liberar a los presos políticos, tomar la isla y esperar que haya levantamientos aquí, Y si no los hay, Si no los hay, seguirán para España, para unirse al gobierno de allá, Eso es una locura rematada, no conseguirán salir de la barra, Es lo que le he dicho a mi hermano, pero no escuchan a nadie, Para cuándo va a ser eso, No lo sé, no me lo ha dicho, uno de estos días, Y los barcos, qué barcos son, El Afonso de Albuquerque, el Dão y el Bartolomeu Días, Es una locura, repite Ricardo Reis, pero no piensa ya en la conspiración que con tanta simplicidad le ha sido descubierta. Recuerda, sí, el día de su llegada a Lisboa, los contratorpederos en la dársena, las banderas mojadas como trapos colgando, la obra muerta pintada de muerte-ceniza, El Dão es ése, le había dicho el maletero, y ahora el Dão va a hacerse a la mar, en rebeldía, Ricardo Reis respiró hondo, como si él mismo fuera en la proa del barco, recibiendo en plena cara el viento salado, la amarga espuma. Volvió a decir, Es una locura, pero su propia voz desmiente las palabras, hay en ella un tono que parece de esperanza, fue ilusión nuestra, sería absurdo, no siendo esperanza suya, En fin, quizá termine todo bien, a lo mejor acaban olvidándose del proyecto o, con suerte, tal vez consigan llegar a Angra, vamos a ver qué pasa, y tú no llores más, las lágrimas no sirven de nada, a lo mejor cambian de idea, No cambian, no, no los conoce usted, tan seguro como que me llamo Lidia. El decir su propio nombre la llamó al cumplimiento de sus deberes, Hoy no le puedo arreglar la casa, tengo que ir al Hotel a toda prisa, vine sólo para desahogarme, quizá ni me han echado en falta, No te puedo ayudar en nada, Ellos sí que van a necesitar ayuda, con tanto río que navegar antes de pasar la barra, lo que más le pido, por el alma de su madre, es que no le diga nada a nadie, guárdeme este secreto que yo no fui capaz de guardar, Descuida, mi boca no se abrirá. No se abrió su boca, pero se abrieron sus labios lo suficiente para un beso de consuelo, y Lidia gimió, pero de pena, aunque no sería imposible hallar en este gemido otro son profundo, nosotros, los humanos, somos así, lo sentimos todo al mismo tiempo. Lidia bajó la escalera, contra su costumbre, Ricardo Reis la acompañó hasta el descansillo, ella miró hacia arriba, él le hizo un gesto de despedida, sonrieron los dos, hay momentos perfectos en la vida, éste fue uno, como una página que estaba escrita y que aparece blanca otra vez.
Al otro día, cuando Ricardo Reis salió a comer, se detuvo en el jardín para mirar los barcos de guerra, más allá, frente al Terreiro do Paco. Entendía poco de barcos en general, sólo sabía que los avisos son mayores que los contratorpederos, pero a distancia todos le parecían iguales, y esto le exasperaba, aceptaba no ser capaz de identificar el Afonso de Albuquerque, y el Bartolomeu Dias, en el que nunca había reparado, pero al Dão lo conocía desde su llegada a Portugal, el maletero le había dicho, Es ése, fueron palabras perdidas, lanzadas al viento. Lidia debe de haberlo soñado, o se divirtió el hermano a su costa, con una increíble historia de conspiración y revuelta hacerse los barcos al mar, tres de los que allí están en sus boyas, tan por igual sosegados bajo la brisa, y las fragatas aguas arriba, y los transbordadores de Cacilhas en su incesante vaivén, y las gaviotas, y el cielo azul, descubierto, y el sol, que tanto refulge allá donde está como sobre el río expectante, en definitiva va a ser verdad lo que el marinero Daniel contó a su hermana, un poeta es capaz de sentir la inquietud que hay en estas aguas, Cuándo saldrán, Uno de estos días, respondió Lidia, una tenaz angustia oprime la garganta de Ricardo Reis, se enturbian sus ojos de lágrimas, también fue así como empezó el gran llanto de Adamastor. Va a retirarse cuando oye voces excitadas, Más allá, más allá, son los viejos, y otras personas preguntan, Dónde, qué, y unos chiquillos que saltaban se paran y gritan, Mira el globo, mira el globo, se secó Ricardo Reis los ojos con el dorso de la mano y vio que aparecía en la Otra Orilla un enorme dirigible, sería el Graf Zeppelin, o el Hindemburg, con correo para América del Sur. En el timón, la cruz gamada, con sus colores, blanco, rojo y negro, podría ser una de aquellas cometas que lanzan los niños al aire, emblema que perdió su sentido inicial, amenaza que vuela en vez de estrella que se alza, extrañas relaciones son éstas entre los hombres y los signos, recordemos a San Francisco de Asís atado por la sangre a la cruz de Cristo, recordemos la cruz del mismo Cristo en los brazos de los empleados de banca camino del mitin, asombra el que uno no se pierda en esta confusión de sentidos, o quizá perdido está y en esa perdición se reconoce todos los días. El Hindemburg, con los motores rugiendo en las alturas, sobrevoló el río por la banda del castillo y luego desapareció tras las casas, poco a poco se fue apagando el sonido, el dirigible deja el correo en Portela de Sacavém, quién sabe si el Highland Brigade le llevará luego las cartas, muy bien puede ser, que las andanzas del mundo sólo nos parecen múltiples porque no reparamos en la repetición de los caminos. Volvieron los viejos a sentarse, los chiquillos volvieron a su juego, las corrientes del aire están quietas y calladas, no sabe ahora Ricardo Reis más de lo que sabía, los barcos están ahí bajo el calor de la tarde que comienza, frente a la marea, debe de ser la hora del rancho para la marinería, hoy como todos los días, aunque quizá sea éste el último. En el restaurante, Ricardo Reis llenó el vaso de vino, hizo lo mismo luego con el del invisible invitado y, cuando por primera vez lo llevó a los labios, hizo un gesto como de brindis, no estamos dentro de su cabeza para saber por quién o por qué brinda, hagamos como los camareros de la casa, ya ni hacen caso, que este cliente, aún así, es de los que menos llaman la atención.