Saltus silbó.
—¡Imagino que no! Él se toma todo eso muy en serio, amigo. Él cree en las profecías.
—Yo no. Yo soy escéptico, pero estoy dispuesto a aceptar que otros crean en ellas si así lo desean. No dije nada en el libro que pudiera minar sus creencias; ofrecí mis propias opiniones. Pero mostré que el primer papiro del Apocalipsis fue escrito en la escuela de Qumran, y que quedó enterrado en una cueva un centenar de años o más antes de que el libro que conocemos fuese escrito, o copiado, e incluido en la Biblia. Ofrecí pruebas indiscutibles de que el libro en la Biblia Cristiana era no sólo una copia posterior, sino que había sido alterado a partir del original. Las dos versiones no encajan; se aprecian las costuras. Quienquiera que fuese el que escribió la segunda versión, eliminó varios pasajes de la primera e insertó nuevos capítulos más en consonancia con su época. En pocas palabras, la modernizó y la hizo más aceptable para sus sacerdotes, para su rey, para su pueblo. Su único fallo fue que era un pobre adaptador, o un mal costurero, y sus costuras son visibles. Hizo un pobre trabajo de reescritura.
—Y el viejo William empezó a echar humo —dijo Saltus—. Lo culpa a usted de todo.
—Casi todo el mundo lo ha hecho. Un crítico de un periódico de Saint Louis puso en duda mi patriotismo; otro en Minneapolis sugirió que yo era el Anticristo y un instrumento de los comunistas. Un periódico en Roma me atravesó con el peor estoque de todos: imprimió la frase Traduttore Traditore encabezando la crítica…, el traductor es un traidor. —Pese a sus esfuerzos, no pudo evitar que asomara un rastro de amargura—. En mis próximas vacaciones voy a dedicarme a algo más seguro. Me dedicaré a excavar en una ciudad de diez mil años de antigüedad en el Negev, o iré a redescubrir la Atlántida.
Caminaron en silencio durante un espacio de tiempo. Un coche pasó por su lado a toda velocidad, en dirección a la repleta cantina.
Chaney preguntó:
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, comandante?
—Adelante, amigo, dispare.
—¿Cómo ha conseguido su grado tan joven?
Saltus se echó a reír.
—¿No ha estado usted nunca en el ejército?
—No.
—Échele la culpa a nuestra maldita guerra. Los ingeniosos la llaman nuestra Guerra de los Treinta Años. Los ascensos son rápidos en tiempo de guerra porque hombres y barcos se pierden a un ritmo acelerado, y llegan más rápido a los hombres en primera línea que a los hombres en la playa. Yo siempre he estado en primera línea. Cuando la guerra del Vietnam superó los primeros cinco años, empecé a subir; cuando pasó los diez años sin ablandarse, ascendí más aprisa. Y cuando rebasó los quince años, tras esa falsa paz, esa tregua, fui hacia arriba como un cohete. —Miró a Chaney con una expresión grave—. Perdimos un montón de hombres y un montón de barcos en esas aguas cuando los chinos empezaron a dispararnos.
Chaney asintió.
—He oído los rumores, las historias. Los periódicos israelíes se llenaban con los problemas israelíes, pero de tanto en tanto había un poco de espacio para las noticias del exterior.
—Algún día oirá la verdad; será un shock para usted. Washington no ha publicado las cifras, pero cuando lo haga será como una patada en la barriga. Un montón de cosas quedan sin revelar en las guerras no declaradas. Algunas de esas cosas se abren camino hasta la superficie tras un cierto tiempo, pero otras nunca llegan a surgir. —Otra mirada de soslayo, midiendo a Chaney—. ¿Recuerda usted cuando los chinos lanzaron aquel misil contra la ciudad portuaria que ocupábamos? ¿Aquel puerto por debajo de Saigón?
—Nadie puede olvidar aquello.
—Bien, amigo, les respondimos adecuadamente, y los chinos perdieron dos centros ferroviarios aquella misma mañana, Keiyang y Yungning. Dos agujeros en el suelo, y bastantes kilómetros cuadrados de cultivos radiactivos. Su misil contenía una bomba tipo A de poco rendimiento, era todo lo que podían conseguir por aquel entonces, pero nosotros les golpeamos con dos Harry. Por favor, guarde eso bajo su sombrero hasta que lo lea en los periódicos…, si es que lo lee alguna vez.
Chaney digirió la información con una cierta alarma.
—¿Qué es lo que hicieron ellos para responder a eso?
—Nada… todavía. Pero lo harán, amigo, ¡lo harán! Tan pronto como piensen que estamos dormidos, nos tirarán algo encima. Y duro.
Chaney tuvo que asentir.
—Supongo que se ha visto usted más de una vez en una situación comprometida allá en el mar de la China.
—Más de una vez —dijo Saltus—. La última vez torpedearon dos buenos barcos junto a mí, y los submarinos chinos fueron los responsables en las dos ocasiones. Esos bastardos saben realmente disparar, señor. Son buenos.
—¿Un capitán de corbeta es equivalente a qué?
—A un mayor, aunque tenga el título de comandante. El viejo William y yo somos iguales bajo nuestra piel. Pero no se sienta impresionado por ello. De no ser por esta guerra, yo seguiría siendo un simple teniente recién nombrado.
El deseo de seguir la conversación fue languideciendo, y caminaron en un silencio pensativo hasta la cantina. Chaney recordó con desagrado su contribución a un informe para el Pentágono relativo a la potencia ofensiva de los chinos en el futuro. Saltus parecía confirmar parte de lo que señalaba el informe.
Chaney pasó delante en la cola del autoservicio, pero se detuvo un momento al final, con la bandeja en equilibrio para evitar que se derramara el café. Observó la gran sala.
—Eh…, ¡ahí está Katrina!
—¿Dónde?
—Ahí delante, junto a aquella ventana del fondo.
—No creo conveniente quedarnos aquí esperando su invitación.
—Siga adelante entonces. ¡Yo lo sigo!
Chaney descubrió que había derramado su café cuando llegó a la mesa. Había intentado avanzar demasiado rápidamente, pero pese a todo había perdido.
Arthur Saltus había llegado primero. Se sentó rápidamente en la silla más cercana a la joven, y transfirió los platos de su desayuno de la bandeja a la mesa. Saltus clavó sus codos en la mesa, miró de cerca a Katrina, luego se volvió a medias hacia Chaney.
—¿No está encantadora esta mañana? ¿Qué diría su amigo Bartlett de ello?
Chaney notó la imperceptible arruga de desaprobación que se formaba sobre los ojos de la mujer.
—El fruncir de su ceño sustituye en ella a las sonrisas de las demás doncellas.
—¡Bravo! ¡Bravo! —Saltus palmeó su aprobación, y sostuvo descaradamente las miradas de los ocupantes de las demás mesas que se habían vuelto para observarlo—. Bastante entremetidos, esos patanes —dijo con voz lo suficientemente alta.
Kathryn van Hise luchó por mantener su compostura.
—Buenos días, caballeros. ¿Dónde está el mayor?
—Roncando —respondió Arthur Saltus—. Nos deslizamos fuera sin hacer ruido para tener la oportunidad de desayunar a solas con usted.
—Y esas otras doscientas personas. —Chaney agitó una mano hacia la multitud que llenaba el salón—. Nada más romántico.
—Esas personas no son románticas —desaprobó Saltus—. Les falta el color y el encanto del Viejo Mundo. —Miró lúgubremente la sala—. Oiga, amigo, podríamos practicar con ellos. Echémosles una ojeada, descubramos cuántos de ellos son republicanos que comen huevos fritos. —Hizo restallar sus dedos—.Mejor aún… ¡Descubramos cuántos estómagos republicanos han sido arruinados comiendo esos huevos fritos del ejército!
Katrina emitió un rápido sonido de advertencia.
—Vaya con cuidado con su conversación en lugares públicos. Algunos temas quedan restringidos a nuestra sala de conferencias.