Cuando el sol estuvo tranquilo de nuevo, el hombre que era dos hombres trabajó para volver a llenar el pozo (cisterna) y barrió los cielos limpiándolos de inmundicias. Los dragones huyeron de sus fétidos nidos, y la plaga huyó con ellos a otra parte del mundo. El hombre volvió su vista al Templo y había allí una gran y cegadora luz amarilla que llenaba los cielos desde un borde del mundo hasta el otro borde; y aquélla era una señal y la promesa, hecha por los santos profetas al trabajador, de que el mundo había sido hecho de nuevo y estaba en paz consigo mismo. Las flores brotaron y las viñas dieron fruto. El sol estaba tranquilo.
El hombre que era dos hombres descansó en su lugar en la tierra (¿tumba?) y se sintió satisfecho.
Brian Chaney se arrancó de su ensoñación para mirar a sus compañeros en torno a la mesa.
Arthur Saltus estaba leyendo las páginas fotocopiadas de una forma inconexa, su interés vagamente prendido por la narrativa. El mayor Moresby garabateaba en un bloc de notas —su único apoyo a una memoria retentiva—, y había vuelto al principio de la traducción para leerla una segunda vez. Chaney sospechó que empezaba a sentirse interesado. Kathryn van Hise estaba al otro lado de la mesa frente a él, sentada, inmóvil, con los dedos entrelazados sobre la mesa. La joven lo había estado observando con disimulo mientras él dejaba vagar sus pensamientos, pero había desviado la mirada cuando él la miró directamente.
Chaney se preguntó qué pensaba realmente ella de todo aquello. Aparte las opiniones de su superior, aparte la posición adoptada oficialmente por la Oficina, ¿qué pensaba realmente ella? Durante el desayuno había mostrado un cierto embarazo —que podía haber sido alarma— ante la perspectiva de filmar el objetivo alterno, fumar la Crucifixión, pero excepto eso no había descubierto ningún indicio de sus creencias o actitudes personales con respecto a la investigación del futuro. Había revelado orgullo y triunfo ante los éxitos de los ingenieros, y era fanáticamente leal a su patrón… Pero ¿qué pensaba realmente? ¿Tenía alguna reserva mental?
No llegaba a comprender en absoluto el interés de Seabrooke en aquel segundo papiro.
Cualquier erudito lo reconocía como midrash; no había habido controversia alguna sobre ese segundo papiro, y si hubiera sido publicado solo no hubiera obtenido la menor celebridad. Pensó en Gilbert Seabrooke como en una especie de lunático por introducirlo en la sala de conferencias. No había nada allí que pudiera alimentar la investigación. No había nada en el Eschatos relativo al futuro sondeo de los albores del próximo siglo; la historia estaba firmemente enraizada en el siglo i a. C. y ni siquiera rozaba nada más allá del año 70 d. C. Realmente no escrutaba nada más allá de su propio siglo. No proclamaba ni pretendía ser una genuina profecía, como lo hacía por ejemplo el Libro de Daniel, cuyo escriba pretendía estar vivo quinientos años antes de su propio nacimiento, aunque se traicionaba a sí mismo con sus evidentes lagunas históricas. Gilbert Seabrooke leía líneas imaginarias entre las líneas, aferrándose a rayos de luz amarilla y a los excrementos de dragón.
Uno de los tres teléfonos sonó.
Kathryn van Hise saltó de su silla para responder, y los tres hombres se volvieron para observarla.
La conversación fue corta. La mujer escuchó atentamente, dijo «Sí, señor» tres o cuatro veces y aseguró al que llamaba que los estudios se estaban realizando a un ritmo satisfactorio. Dijo «Sí, señor» una última vez y colgó el aparato. Moresby, expectante, se había alzado a medias en la silla.
—¡Vamos, adelante, Katrina! —la apremió Saltus.
—Los ingenieros han concluido sus pruebas, y el vehículo se halla en este momento en estado operativo. Los ensayos sobre el terreno empezarán muy pronto, caballeros. El señor Seabrooke ha sugerido que nos tomemos el resto del día libre para celebrarlo. Se reunirá con nosotros en la piscina esta tarde.
Arthur Saltus lanzó un aullido de alegría, y en un momento estaba en la puerta.
Brian Chaney arrojó su copia del papiro Eschatos a la papelera y se preparó para seguirlo.
Miró a la mujer y dijo:
—El último es un egipcio errante.
6
Brian Chaney emergió tras una zambullida poco profunda y se acercó al borde de la piscina; se sujetó por un instante al embaldosado reborde e intentó limpiarse los ojos del agua clorada. El sol era caliente, y el aire más cálido que el agua. Dos de sus compañeros jugueteaban en el agua tras él mientras un tercero —el mayor— permanecía sentado en la sombra y miraba solemnemente un tablero de ajedrez, aguardando a que alguien acudiera y lo desafiara a una partida. Las piezas estaban colocadas en su sitio. El área de esparcimiento estaba ocupada por algunas otras personas además de ellos, pero nadie parecía interesado en el ajedrez.
Chaney miró por encima de su hombro a la pareja que jugueteaba en el agua, y sintió una ligera punzada de celos. Salió de la piscina y tomó una toalla.
Gilbert Seabrooke dijo:
—Buenas tardes, Chaney.
El Director de Operaciones estaba sentado bajo un parasol de colores chillones, sorbiendo una bebida y observando a los bañistas. Era su primera aparición.
Chaney se colocó la toalla sobre los hombros y avanzó por el caliente enlosado.
—Buenas tardes. Usted es el teléfono rojo.
Se estrecharon la mano.
Seabrooke sonrió brevemente.
—No; ésa es nuestra línea con la Casa Blanca. Por favor, no se le ocurra tomarlo y llamar al Presidente. —Un gesto vago de su mano insinuó una invitación hacia la otra silla debajo del parasol—. ¿Algún refresco?
—Todavía no, gracias. —Estudió al hombre con abierta curiosidad—. ¿Alguien ha ido contando historias?
Su mirada se posó brevemente en la mujer en el agua.
La suave respuesta de Seabrooke intentó arrojar a un lado la punzante observación.
—Recibo informes diarios, por supuesto; intento estar al tanto de cualquier actividad de esta estación. Y empiezo a sentirme cansado de la gente que interpreta mal mis motivos y acciones. —De nuevo la más pequeña de las sonrisitas—. He hecho de ello una práctica que me permite explorar todos los caminos posibles para alcanzar cualquier objetivo que esté a la vista. Por favor, no se sienta abrumado por mi interés en sus actividades marginales.
—No tienen relación con esta actividad.
—Quizá no y quizá sí. Pero me niego a ignorarlas, porque soy un hombre metódico.
—Y persistente —dijo Chaney.
Gilbert Seabrooke era alto, delgado, distinguido, y se parecía a ese tipo tan conocido del Departamento de Estado… o quizá de la Corte Suprema. Mantenía cuidadosamente cultivada su imagen de hombre de estado. Su pelo era gris plateado con la raya exactamente en medio, con los extremos cepillados hacia atrás en un ángulo conservador; sus ojos parecían grises, aunque tras una inspección más detenida se comprobaba que eran de un helado azul verdoso; los labios eran firmes, no acostumbrados a reír, mientras que la mandíbula era fuerte y acusada, sin el menor asomo de papada bajo ella. Mantenía su cuerpo rígidamente erecto como un militar, y su pipa surgía enhiesta entre sus labios como desafiando al mundo. Era el Establishment.
Chaney conocía vagamente su historia política.
Seabrooke había sido gobernador de uno de los Dakota —su memoria se negaba a revelarle cuál—, y fue derrotado por la mínima en su intento de un tercer mandato. El hombre se trasladó a Washington inmediatamente después de su derrota y obtuvo un puesto en Agricultura; su partido cuidaba a sus seguidores. Años más tarde se trasladó a otro puesto en Comercio, y tras varios años fue a parar a un alto cargo en la Oficina de Pesas y Medidas. Hoy estaba sentado junto a la piscina, dirigiéndolo todo en la estación.