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—¿Cómo va la batalla? —preguntó Chaney.

—¿.Qué batalla?

—La que libra con el subcomité del Senado. Sospecho que están contando los dólares y los minutos.

Los finos labios se estremecieron, permitiendo casi una sonrisa.

—La vigilancia constante da como resultado unas finanzas sanas, Chaney. Pero estoy teniendo algunas pequeñas dificultades con esa gente. La ciencia tiende a asustar a aquellos que no se exponen con frecuencia a ella, mientras que los que practican la ciencia son a menudo la gente menos comprendida del mundo. El proyecto podría ser muy distinto si hubiera entrado en juego una dosis mayor de imaginación. Si nuestros investigadores estuvieran directamente conectados con las hostilidades en Asia, si participaran en la obtención de resultados militares prácticos, podríamos nadar en dinero. —Hizo un gesto de descontento—. Pero debemos luchar por cada dólar. Los militares y sus guerras exigen prioridad.

—Pero hay una conexión —dijo Chaney.

—He dicho que podría ser muy distinto si hubiera entrado en juego una dosis mayor de imaginación —le recordó Seabrooke secamente—. En este momento hay una lamentable falta de imaginación; a menudo la mentes militares no reconocen un uso práctico hasta que se les mete dicho uso debajo de la nariz. Usted puede ver una aplicación y yo creer que veo una, pero nadie del Pentágono ni del Congreso la reconocerá como tal durante otra docena de años. Debemos extraerles el dinero centavo a centavo, y confiar en la buena voluntad del Presidente para seguir existiendo.

—La mecedora de Ben Franklin tardó mucho tiempo en imponerse —dijo Chaney.

Pero él veía una aplicación militar, y esperaba que los militares jamás la descubrieran.

Seabrooke observó a la mujer en el agua, siguiendo su esbelta forma mientras se alejaba de Arthur Saltus.

—Tengo entendido que tuvo usted algunas dificultades para decidirse.

Chaney sabía lo que quena decir.

—No soy un hombre excesivamente valeroso, señor Seabrooke. Poseo mi ración de coraje y osadía cuando estoy en un entorno familiar, pero no soy un hombre auténticamente valiente. Dudo que pueda hacer lo que cualquiera de esos otros dos hombres hacen cada día, cumpliendo con su deber. —Un breve ramalazo de miedo al futuro se retorció como un gusano en su mente—. No soy del tipo héroe… Creo que la discreción es la mejor parte del valor; prefiero correr cuando aún puedo hacerlo.

—Pero usted no corrió cuando estaba bajo el fuego en Israel.

—No lo hice, pero durante todo el tiempo estuve asustado como una rata.

Seabrooke cambió de tema.

—¿Cree usted que Israel será derrotado? ¿Cree que aquello va a terminar en un Apocalipsis?

Llanamente:

—No.

—¿No considera usted significativo… ?

—No. Esa región ha sido un campo de batalla durante algo así como cinco mil años…, desde que los primeros ejércitos egipcios que se dirigían hacia el norte se encontraron con los primeros ejércitos súmenos que iban hacia el sur. Los agoreros iban con ellos, pero no caiga en esa trampa.

—Pero esos antiguos profetas bíblicos son más bien siniestros, francamente inquietantes.

—Esos antiguos profetas vivían en tiempos difíciles y en países difíciles; casi siempre vivían bajo la bota de un invasor. Debían lealtad a un gobierno y a una religión que estaban en conflicto con todas las naciones que los rodeaban; invitaban al castigo si reclamaban independencia. —Repitió la advertencia—: No caiga en esa trampa. No intente tomar a esos profetas fuera de su época para introducirlos en el siglo veinte. Son obsoletos.

—Supongo que tiene usted razón.

—Puedo predecir la caída de los Estados Unidos, de cualquier gobierno del continente norteamericano. ¿Va a darme usted una medalla por eso?

Seabrooke estaba sorprendido.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que todo esto será polvo dentro de diez mil años. Nómbreme cualquier gobierno, cualquier nación que haya permanecido desde el nacimiento de la civilización…, digamos desde hace cinco o seis mil años.

Lentamente:

—Sí. Entiendo su punto de vista.

—Nada permanece. Los Estados Unidos tampoco permanecerán. Si somos afortunados podremos durar al menos tanto como Jericó.

—Conozco el nombre, por supuesto.

Chaney lo dudó.

—Jericó es la más antigua ciudad del mundo, una ciudad la mitad de vieja que el tiempo. Fue construida en el período natufiano, pero fue arrasada o quemada y luego reconstruida tantas veces que sólo un arqueólogo puede decir el número. Sin embargo la ciudad está aún ahí, y ha permanecido constantemente habitada durante al menos seis mil años. Los Estados Unidos deberían tener tanta suerte como ella. Deberíamos durar.

—¡Espero fervientemente que así sea! —declaró Seabrooke.

—Entonces deje a un lado esa estupidez del Eschatos y preocúpese acerca de algo valioso —lo animó Chaney—. Preocúpese acerca de nuestro violento desplazamiento hacia la extrema derecha; acerca de esa caza al hippie; acerca de un Presidente que no puede controlar ni a su propio partido, y mucho menos al país.

Seabrooke no hizo ningún comentario.

Brian Chaney había girado en su silla y estaba observando de nuevo a Kathryn van Hise jugueteando en el agua. Su bronceada piel, sólo parcialmente cubierta por un monokini, era el blanco de varios ojos. Aquellas copas de plástico transparente que algunas mujeres llevaban ahora en vez de sujetador eran tan sólo una de las muchas pequeñas sorpresas que había descubierto a su regreso a los Estados Unidos. La moda israelí era mucho más conservadora, y medio había olvidado las tendencias norteamericanas tras tres años de ausencia. Chaney contempló el mojado cuerpo de la mujer y sintió algo más que una punzada de celos; no estaba completamente seguro de que aquellas copas fueran decentes. La decantación general hacia la derecha ultraconservadora iba a provocar tarde o temprano una reacción en lo relativo a la moda femenina, y entonces suponía que las piernas iban a verse cubiertas hasta los tobillos y las blusas y las copas transparentes se convertirían en piezas de museo.

Seguramente habría también otras reacciones en los próximos años que iban a desmentir algunas de sus previsiones; el fallo de no anticipar una Administración débil estaba ya empezando a hacer cuestionables algunas de las partes del informe de la Indic. Su recomendación de un matrimonio a prueba renovable a su término sería probablemente ignorada. El propio programa podía ser revocado antes incluso de ponerse en práctica si los aullidos asustaban al Congreso. La vociferante minoría podía convertirse fácilmente en mayoría.

Para romper una incómoda pausa de pesado silencio, preguntó casualmente:

—¿El VDT es operativo?

—Oh, sí. Ha sido operativo desde primera hora de esta mañana. Los años de planificación, construcción y pruebas ya han pasado. Estamos preparados para seguir adelante.

—¿Qué es lo que les ha tomado tanto tiempo?

Seabrooke se volvió pesadamente para mirarlo. Sus ojos azulverdosos eran duros.

—Chaney, nueve hombres han muerto ya a causa de este vehículo. ¿Le hubiera gustado ser el décimo?

Un shock.

—No.

—No. Ni a usted ni a nadie. Los ingenieros han tenido que efectuar prueba tras prueba para conseguir eliminar hasta la última duda. Si hubiera quedado alguna duda, el proyecto habría sido cancelado y el vehículo desmantelado. Habríamos quemado los planos, los estudios, las notas, todo. Habríamos borrado completamente hasta la última huella del vehículo. Ya conoce usted la regla: dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.