Chaney dijo secamente:
—Ha elegido usted una curiosa tripulación.
—¿Por qué lo cree así?
—No hay ningún ingeniero en el lote, ningún científico bien preparado. Moresby y yo nos queremos como una cobra y una mangosta. Creo que yo soy la mangosta. ¿Desea intentarlo de nuevo?
—Sé lo que estoy haciendo, Chaney. Los ingenieros y los físicos vendrán luego, cuando los sondeos exijan ingenieros y físicos. ¿Cuándo fue a la Luna el primer geólogo? ¿El primer selenógrafo? Esta investigación exige hombres de su clase, y de la de Moresby, y de la de Saltus. Usted y Moresby fueron elegidos debido a que cada uno de ustedes es insuperable en su campo, y debido a que son oponentes naturales. Me gusta pensar que ustedes dos están delicadamente equilibrados, con Saltus constituyendo el peso neutral. Y se lo digo de nuevo, sé lo que estoy haciendo.
—Moresby piensa que soy una especie de chiflado.
—Sí. ¿Y qué piensa usted de él?
Con una risa repentina:
—Él es una especie de chiflado.
Seabrooke se permitió una helada sonrisa.
—Discúlpeme, pero en cierto modo hay algo de verdad en cada una de las dos suposiciones. El mayor también tiene un hobby que le resulta embarazoso.
Chaney gruñó fuertemente.
—¡Esos malditos profetas! —Miró a su alrededor, buscando al mayor—. ¿Por qué no colecciona soldaditos de plomo, o es el mejor jugador de ajedrez de todo el mundo?
—¿Por qué no escribe usted libros de cocina?
Chaney bajó la vista hasta su pecho.
—¿Ha visto lo limpiamente que ha entrado la hoja entre las costillas? ¿Observa lo enhiesto que surge el mango? Ha sido un trabajo de especialista.
—A usted le gusta leer el pasado —dijo Seabrooke—, mientras que el mayor prefiere leer el futuro. Admitiré que la de usted es la vocación más valiosa.
—Otro futurólogo. Colecciona usted futurólogos.
—Él siente una fe fuera de lo normal en la predicción. Empieza con algo tan simple como leer cada día su horóscopo en los periódicos y actuar de acuerdo con él. Tras su llegada aquí admitió ante Kathryn que la misión no lo había sorprendido, porque un cierto horóscopo le había advertido que se preparara para un cambio momentáneo en sus asuntos cotidianos.
—Eso es tan viejo como el tiempo —dijo Chaney—; los antiguos egipcios, los sumerios, los acadios, todos estaban locos con la astrología. Es la religión más duradera.
—Supongo que estará usted familiarizado con los libritos conocidos como almanaques agrícolas.
Un asentimiento.
—Los conozco.
—Moresby los compra regularmente, no sólo para saber cómo pueden afectarle sus menores profecías, sino también para anticipar el tiempo con un año de adelanto. Admitiré que he observado eso último, y que el mayor posee un notable record en coordinar las operaciones militares con las condiciones climatológicas, cuando se halla estacionado en los Estados Unidos, por supuesto. Uno podría suponer que la meteorología trabaja para él. Y en algunos de sus anteriores destinos militares es bien conocido por haber plantado un jardín siguiendo estrictamente las instrucciones dadas en esos almanaques, fases de la Luna y todo lo demás.
Chaney escéptico:
—¿Crecieron las espinacas?
Los firmes labios se curvaron y juguetearon con una sonrisa, luego se controlaron.
—Finalmente, está su biblioteca. Moresby posee una pequeña colección de libros, quizá cuarenta o cincuenta en total, que lleva consigo de destino en destino. Libros de gente como Nostradamus, Shipton, Blavatsky, Forman, y esa mujer, Cromwell, en Washington. Tiene un ejemplar dedicado de alguien llamado Guinness; conoció al autor en una conferencia o algo así. Investigué eso desde el punto de vista de seguridad, pero ese Guinness demostró ser inofensivo. Recientemente ha añadido el volumen de usted a la colección.
—Malgastó su dinero —dijo Chaney.
—¿Cree que yo también malgasté el mío?
—Si buscaba usted visiones proféticas sí. Si estaba interesado en una curiosidad bíblica no. El futuro tal vez nos reserve grandes debates acerca de esos papiros del Apocalipsis; una docena o así de agoreros se han sentido tremendamente turbados.
Seabrooke lo miró fijamente.
—Pero ¿comprende cómo estoy utilizando a Moresby?
—Sí. Exactamente del mismo modo que me está utilizando a mí.
—Así es. Me gusta pensar que he reunido el mejor equipo posible para la empresa más importante del siglo veinte. No hay pautas reales y sólidas para conducirnos al futuro, sólo estudios especulativos y literatura seudoespeculativa. Estamos utilizando ambas cosas, y haciendo uso de hombres dignos de confianza que se hallan activamente implicados en ellas. Uno de ustedes, o los dos, tendrá los pies sólidamente plantados en el suelo cuando salga a veintidós años de aquí. ¿Qué más podemos hacer, Chaney?
—Ha cogido usted al lobo por las orejas. Tendría que mirar a su alrededor en busca de una forma de poder soltarlo, una vía de escape.
Un momento de pensativo silencio.
—Un lobo por las orejas. Sí, eso es lo que he hecho. Pero, Chaney, no siento deseos de soltarlo; me siento fascinado por esa cosa. No la soltaré. Este paso es comparable al primer cohete lanzado al espacio, el primer vuelo orbital, el primer hombre en la Luna. ¡No puedo soltarlo aunque lo deseara!
Chaney se sintió impresionado por la vehemencia, el apasionado entusiasmo.
—Entonces ¿por qué no va usted mismo al futuro?
—Lo intenté —dijo Seabrooke suavemente—. Me presenté voluntario, pero fui echado a un lado. —Su voz traicionaba su dolor—. Fui eliminado en el primer examen físico debido a un murmullo en el corazón. Esto es comparable al vuelo espacial, Chaney. Los viejos, los tarados, los débiles nunca conocerán el VDT. Hemos sido excluidos.
La mirada del hombre vagó hasta posarse en Katrina, y Chaney se unió a su observación. Su reducido traje de baño empezaba a secarse bajo el sol de junio, desmoldeando algunos de los más interesantes pliegues y contornos que hasta entonces había realzado. Junto a ella, piel contra piel, Arthur Saltus monopolizaba su atención.
Chaney sintió que había sido excluido.
Tras un rato hizo una pregunta que había estado rondando en el fondo desuniente.
—Katrina dijo que tenía usted un par de alternativas en la cabeza, si este sondeo del futuro no funcionaba. ¿Qué alternativas?
Y aguardó a ver si la mujer había informado al Director de su conversación en la mesa del desayuno.
—¿Puedo hacerle una confidencia, Chaney?
—Por supuesto.
—Conozco al Presidente bastante mejor que usted.
—Lo admito.
—Sé lo que no aceptará nunca.
Chaney tuvo una premonición.
—¿No aceptará sus alternativas? ¿Ninguna de ellas?
—¿Aceptarlas? Se sentirá ultrajado por ellas. Las ondas de choque se sentirán desde Washington hasta aquí. —Seabrooke golpeó la mesa, y su vaso vacío botó—. Yo deseaba visitar el futuro, ver el futuro, oler el futuro, pero fui rechazado el primer día por los médicos; mi barco se había hundido antes de que yo subiera a bordo, y eso me dolió más de lo que puedo expresar. El único otro camino que me quedaba, Chaney, era ver ese futuro a través de los ojos de ustedes…, sus cámaras, sus cintas, sus observaciones y reacciones. Puedo vivir en él a través de usted y de Moresby y de Saltus, ¡y estoy dispuesto a hacerlo! Es lo único que me queda.