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»Para ello he preparado dos alternativas que someteré al Presidente. Me he asegurado de que cada uno de los sonidos alternativos sea inaceptable para él, de modo que me diga que prosiga con el plan original. ¡Deseo el futuro!

—Pero ¿por qué se sentirá ultrajado? —preguntó Chaney.

—El Presidente es un hombre religioso; practica su fe. Nunca permitirá un sondeo a la escena de la Crucifixión con película y cintas.

—No, no lo hará. —Chaney consideró las posibilidades—. Pero debido a las consecuencias políticas, no a las religiosas. Le tiene miedo a la gente, y les tiene miedo a los políticos.

—Si eso es cierto, la segunda alternativa lo estremecerá más aún.

Cautelosamente:

—¿Dónde… o qué?

—La segunda alternativa es Dallas en noviembre de mil novecientos sesenta y tres. Propongo fumar el asesinato de Kennedy de una forma jamás hecha antes. Propongo situar una cámara en el sexto piso del almacén de libros, dominando el trayecto; una segunda cámara en el bosquecillo encima de la loma, para dejar resuelta una controversia; una tercera cámara, usted, en la acera junto al coche de Kennedy, en el punto exacto desde donde pueda filmar los disparos tanto si son efectuados desde la ventana como desde los árboles. Así conseguiremos un registro exacto del crimen, Chaney.

7

El VDT fue una amarga decepción.

Brian Chaney conoció el desánimo, la desilusión. Quizá había esperado demasiado, quizá había confiado en una rutilante máquina brillando con cromados, esmaltes y vidrio, recién salida de la línea de montaje; o quizá había esperado un monstruo mecánico de película, un prominente leviatán del que brotasen cables como retorcidos tentáculos y cuyo enorme peso amenazase con hundir el suelo. Quizá se había dejado arrastrar por su imaginación.

El vehículo no era ninguna de esas cosas. Era como una especie de lata rechoncha y fea con el número 2 pintado en blanco a un lado. Carecía en absoluto de romanticismo. Era estrictamente funcional.

El VDT parecía simplemente un bidón de aceite de mayor tamaño que lo normal, construido a mano con retales de aluminio y trozos de plástico viejo recuperados de un chatarrero para esa única operación. Chaney pensó en un Ford modelo T que había visto en un museo, y en un destartalado biplano que había visto en otro, dos reliquias que no parecían capaces de moverse ni un centímetro. El VDT era un artilugio de plástico y aluminio que descansaba en un tanque de cemento lleno de poliagua, ocupando todo el aparato un pequeño espacio en una habitación subterránea casi completamente vacía. La máquina no parecía capaz de moverse ni un minuto.

El tambor tenía unos dos metros de largo y su diámetro era apenas el suficiente para albergar a un hombre gordo echado; el hombre en su interior debía viajar a través del tiempo tendido de espaldas; permanecía recostado sobre una especie de litera de mallas sujetando dos barras de apoyo cerca de sus hombros con las manos, mientras sus pies descansaban sobre otra barra de apoyo en el fondo del tambor. Una pequeña compuerta en el extremo superior permitía entrar y salir. La parte superior del tambor mostraba como una incisión —parecía haber sido hecha posteriormente—, y en la abertura había sido montada una burbuja de plástico que permitía observar el reloj y el calendario. Una cámara y un cubo metálico sellado ocupaban parte de la burbuja. Varios cables eléctricos, todos ellos más gruesos que un dedo pulgar hinchado, salían del fondo del vehículo y serpenteaban por el suelo del subterráneo para desaparecer en la pared que separaba la sala de operaciones del laboratorio. Junto al tanque de poliagua había una pequeña escalerilla.

Todo el conjunto parecía haber sido construido por un aficionado al bricolaje provisto de muy pocas herramientas.

—¿Y eso funciona? —preguntó Chaney.

—A la perfección —respondió Seabrooke.

Chaney pasó por encima de los cables y le dio la vuelta al vehículo, siguiendo la invitación de uno de los ingenieros. El reloj y el calendario estaban firmemente fijados a una pared cercana, cada uno de ellos protegido por una burbuja de plástico transparente. Sobre ellos —como perchados buitres preparados para el planeo— había dos pequeñas cámaras de televisión apuntando al fondo de la habitación subterránea. Un armario metálico, situado cerca de la puerta y bien anclado a la pared, estaba destinado a contener sus ropas. La instalación eléctrica de iluminación, empotrada en el alto techo, bañaba la habitación con una fría y brillante luz. La habitación en sí parecía fría y extrañamente seca para ser subterránea; se apreciaba un intenso olor que podía ser ozono, junto con un desagradable sabor a polvo.

Chaney apoyó su mano plana contra el casco de aluminio y lo notó frío. Sintió contra su pahua una débil descarga de electricidad estática.

Preguntó:

—¿Cómo lo controlan los monos?

—No lo hacen, por supuesto —respondió el ingeniero con irritación. (Quizá carecía de sentido del humor.)—. Este vehículo está diseñado para operar de dos formas distintas, señor Chaney. Todas las pruebas fueron controladas desde el laboratorio, como serán controlados ustedes en su viaje de ida. Nosotros los lanzaremos.

Chaney buscó un doble significado en aquellas últimas palabras.

—Cuando el vehículo está programado para control remoto, puede ser literalmente pateado hacia su objetivo, o de vuelta del mismo, accionando la barra donde se apoyan los pies. Nosotros los lanzamos hacia su objetivo, pero serán ustedes quienes ordenen el regreso una vez completada la misión. Nosotros accionaremos el retorno solamente en caso de emergencia.

—Supongo que allí nos estarán esperando.

—Allí los estarán esperando. Una vez alcanzado el objetivo, el vehículo se inmovilizará en un punto y permanecerá allí hasta ser desbloqueado, por ustedes o por nosotros. El vehículo no puede moverse a menos que sea propulsado por una corriente eléctrica, y esta corriente debe ser constante. Los generadores de taquiones proporcionan este empuje contra una pantalla deflectora que proporciona el impulso. El VDT opera en un vacío creado artificialmente que precede al vehículo en un milisegundo, creando en realidad su propio sendero temporal. ¿Soy lo suficientemente claro?

—No —dijo Chaney.

El ingeniero pareció apenado.

—Quizá debiera leer usted algún buen libro sobre los sistemas deflectores a taquiones.

—Quizá. ¿Dónde puedo conseguir uno?

—No puede. Aún no han sido escritos.

—Pero todo eso suena como el movimiento perpetuo.

—No lo es, créame. Ese bebé come energía.

—Supongo que necesitan ustedes ese reactor nuclear.

—Todo absolutamente; suministra energía sólo a este laboratorio.

Chaney mostró su sorpresa.

—¿No proporciona energía a la estación de afuera? ¿Cuánta se necesita para patear a esa cosa hacia el futuro?

—El vehículo requiere quinientos mil kilovatios por lanzamiento.

Chaney y Arthur Saltus silbaron al unísono. Chaney dijo:

—¿Está protegida esa central de energía? ¿Qué hay de los cables? ¿Y los transformadores? Los sistemas eléctricos son vulnerables a casi todo: tormentas de aguanieve, conductores borrachos derribando postes, interrupciones del suministro…, una cosa tras otra.

—Nuestro reactor está rodeado de cemento, señor Chaney. Las conducciones son subterráneas. El equipo está diseñado para proporcionar como mínimo veinte años de servicio ininterrumpido. —Hizo un gesto con la mano indicando un mayor juicio, un mayor conocimiento—. No necesitan preocuparse; nuestra planificación para el futuro es completa. Tendremos energía disponible para los próximos quinientos años, si es necesario. Habrá energía disponible para todos los lanzamientos y regresos.