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Brian Chaney se mostraba escéptico.

—¿Durarán los cables y transformadores quinientos años?

De nuevo el breve reflejo de irritación.

—No esperamos tanto. Todo el equipo será reemplazado cada veinte o veinticinco años, según una planificación prevista. Ésta es una operación completamente planificada.

Chaney pateó el tanque de cemento y se hizo daño en el dedo gordo del pie.

—Quizá el tanque tenga alguna fuga.

—La poliagua no admite fugas. Tiene la consistencia de la grasa fluida, y se halla en suspensión en tubos capilares. Este tanque contiene el noventa y nueve por ciento de las existencias mundiales. —Siguió el ejemplo de Chaney y pateó el tanque—. Ninguna posibilidad de fuga.

—¿Contra qué empuja el VDT? ¿Contra esta poliagua?

El ingeniero lo miró como si fuera idiota.

—Flota en la poliagua, señor Chaney. Ya le he dicho que el empuje se produce contra una pantalla: una pantalla de molibdeno proporciona el impulso para desplazar los estratos temporales.

—¡ Ah! —dijo Chaney—. Ahora comprendo.

—Yo no —dijo Arthur Saltus lúgubremente. Permanecía de pie junto al extremo superior del vehículo, con la nariz apretada contra la burbuja transparente—. ¿Qué guía a esta cosa? No veo ningún volante ni palanca.

El ingeniero dio la impresión de querer abandonar la habitación, de querer transferir el turno de instrucciones a algún subordinado.

—El vehículo es gobernado mediante un giroscopio a protones de mercurio, señor Saltus. —Señaló más allá de la nariz del comandante a un cubo metálico dentro de la burbuja, situado al lado de la cámara—. Ese instrumento. Tomamos esa técnica de la marina, de su programa de pilotaje interplanetario para naves de largo alcance.

Arthur Saltus pareció impresionado.

—Eso está muy bien, ¿eh?

—Mejor que bien. Los giroscopios que utilizan protones de mercurio no se ven afectados por el movimiento, choques, vibraciones o sacudidas. Esa unidad los llevará a ustedes a donde sea y los devolverá al punto de origen sesenta y un segundos exactos después de su partida. Confíen en ello.

—¿Cómo? —dijo Saltus.

Y el mayor Moresby lo secundó:

—Explíquelo, por favor. Estoy interesado en ello.

El ingeniero miró a Moresby como si fuera el único no ingeniero parcialmente inteligente en la habitación.

—Células sensitivas en la unidad nos transmitirán una señal continua señalando su sendero temporal, señor Moresby. Indicarán cualquier desviación de la trayectoria prevista; si el vehículo oscila lo sabremos inmediatamente. Nuestra computadora lo interpretará y lo corregirá de inmediato. La computadora enviará hacia adelante la señal correctiva adecuada al sistema deflector de taquiones y devolverá el vehículo a su correcto sendero temporal, todo ello en menos de un segundo. Ustedes, por supuesto, no serán conscientes ni de la desviación ni de la corrección.

Saltus:

—¿Garantizan ustedes que llegaremos a nuestro destino previsto?

—Con cuatro minutos de margen de error por año recorrido, señor Saltus. Este sistema no permite un error superior a más menos cuatro minutos por año. A eso lo llamamos dar en el blanco. Los soviéticos no podrían hacer nada mejor.

Chaney se sobresaltó.

—¿Ellos también tienen uno?

—No —intervino Gilbert Seabrooke—. Era una forma de hablar. Todos nos sentimos orgullosos de nuestro trabajo.

El escalafón era algo fundamental. El mayor Moresby hizo la primera prueba, y luego el comandante Saltus.

Cuando llegó su turno, Chaney se desvistió y colocó sus ropas en el armario. La presencia del ingeniero no le importaba, pero los inquisitivos ojos de las dos cámaras de televisión sí. No podía saber quién estaba al otro lado de la pared, observándolo. Llevando tan sólo un sucinto traje de baño —una concesión de último momento al pudor— y de pie sobre sus pies desnudos en el piso de cemento, Chaney reprimió el impulso de reforzar su dolido ego frunciendo la nariz a las inquisitivas cámaras. Probablemente Gilbert Seabrooke no lo hubiera aprobado.

Siguiendo las instrucciones, se metió en el VDT.

Chaney se contorsionó por la abertura, se tendió sobre la elástica litera y no tardó en dar con la cabeza contra la cámara montada en la burbuja. Le dolió.

—¡Maldita sea!

El ingeniero dijo en tono reprobador.

—Por favor, sea más cuidadoso con la cámara, señor Chaney.

—Podrían haberla colocado fuera de aquí.

Una vez tendido en la endeble litera, descubrió que cuando sus pies se apoyaban en la barra accionadora no tenía espacio suficiente para girar la cabeza sin golpear o la cámara o el giroscopio, ni tampoco podía apoyar los codos. Hizo una mueca al ingeniero para protestar, pero el rostro del hombre había desaparecido de la abertura mientras la escotilla se cerraba con un chasquido. Chaney tuvo un momento de pánico pero consiguió eliminarlo; aquel tambor no era peor que una angosta tumba, y era mejor en un pequeño detalle: la burbuja transparente dejaba pasar la luz difundida desde el techo. Siguiendo aún las detalladas instrucciones, alzó las manos para asegurar la escotilla, y fue recompensado inmediatamente con una parpadeante luz verde sobre su cabeza. Pensó que aquello al menos era agradable.

Chaney contempló la luz durante un tiempo, pero no ocurrió nada.

Gritó:

—¡Adelante, muévanlo!

El sonido de su voz en aquel recinto cerrado lo sobresaltó.

Volviéndose a expensas de tensar peligrosamente los músculos de su cuello y darse otro golpe contra la cámara, miró a través de la burbuja sin ver a nadie en la habitación. Se suponía que tenía que estar vacía durante la partida. Supuso que sus compañeros estarían en el laboratorio al otro lado de la pared, observándolo a través de los monitores como él los había observado a ellos. Los sonidos habían sido aturdidores allí, causando un agudo dolor en sus tímpanos.

La mirada de Chaney volvió a la luz verde contra el casco encima de su cabeza, y descubrió que una luz roja brillaba ahora a su lado, parpadeando de la misma forma monótona que su hermana. Se quedó mirando las dos luces, preguntándose qué se suponía que debía hacer a continuación. Las instrucciones no habían ido más allá de ese punto.

Era consciente de que sus rodillas estaban ligeramente dobladas y de que le dolían las piernas; el interior de aquel trasto no había sido diseñado para un hombre que medía un metro noventa y tenía que compartir el espacio con una cámara y un giroscopio. Chaney bajó las rodillas y extendió las piernas todo lo que pudo sobre la litera, pero había olvidado la barra hasta que sus pies desnudos la empujaron. La luz roja se apagó.

Tras un momento alguien tamborileó en la burbuja de plástico, y Chaney se retorció para ver a Arthur Saltus haciéndole gestos de que saliera. Abrió la escotilla y se sentó. Cuando estuvo en una posición confortable, descubrió que podía apoyar su barbilla en el borde de la escotilla y mirar a su alrededor en la habitación.

Saltus permanecía de pie allí, sonriéndole.

—Y bien, amigo, ¿qué piensa usted de eso?

—Hay más espacio en un ataúd sirio —respondió Chaney—. Tengo moraduras por todas partes.

—Claro, claro, civil, se está apretado y todo lo demás, pero ¿qué piensa de ello?

—¿Que qué pienso de qué?

—Bueno, del… —Saltus se detuvo y abrió incrédulo la boca—. Civil, no irá a decirme que se ha quedado ahí como un idiota y no ha mirado ese reloj.