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Chaney preguntó:

—¿Por qué?

—Ha sido designada como puerta de operaciones. El resto del personal no está autorizado a usarla; sólo los expedicionarios.

Al otro lado de la puerta habría un aparcamiento. Encontrarían allí automóviles dispuestos en cualquier momento para su exclusivo uso; estarían preparados y con el depósito lleno en cualquier fecha objetivo. Se les aconsejaba fueran con cuidado de no conducir un coche de un nuevo modelo hasta tanto no se hubieran familiarizado concienzudamente con los controles y se sintieran seguros de poder manejarlo. A cada hombre se le proporcionarían los documentos necesarios, convenientemente fechados, para cruzar la verja de entrada, y llevaría una razonable suma de dinero, suficiente para hacer frente a los gastos previstos.

Saltus se había despertado. Le dio un codazo a Chaney.

—Puede usted volar a Florida en cincuenta horas, tomar un baño y estar de vuelta a tiempo. Es su oportunidad, civil.

—También puedo ir andando hasta Chicago en cincuenta horas —respondió Chaney.

Su misión sería observar, filmar, grabar, verificar; reunir todos los datos que fueran posibles en cada fecha seleccionada. Deberían también hacer todas las observaciones (y dejar un informe de ellas en el refugio) que pudieran beneficiar al hombre que viajara después a aquel objetivo. Deberían llevar de vuelta consigo todas las películas y cintas que hubieran grabado, pero los instrumentos deberían ser dejados en el refugio para que el siguiente expedicionario los usara. Un número determinado de pequeños discos metálicos de treinta y tres gramos de peso cada uno serían colocados en el vehículo antes de su partida; el número correspondiente de esos discos debería ser retirado antes del regreso para compensar el peso de las cintas y películas que trajeran de vuelta.

¿Había alguna pregunta?

Arthur Saltus miró al ingeniero con o jos soñolientos. El mayor Moresby dijo:

—Ninguna por el momento, gracias.

Chaney meneó la cabeza.

Kathryn van Hise llamó su atención.

—Señor Chaney, tiene usted otra cita con el médico dentro de media hora. Cuando haya terminado allí, diríjase por favor al campo de tiro; necesita iniciar sus prácticas con armas de fuego.

—No voy a ir por Chicago disparando a diestro y siniestro; ya tienen bastante de eso.

—Se trata de su propia protección, señor.

Chaney abrió la boca para seguir protestando, pero fue interrumpido. El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido producía dolor.

Miró a los ingenieros con una muda pregunta en los labios, y descubrió a los dos hombres mirándose con absoluta sorpresa. Salieron al mismo tiempo de la habitación, precipitadamente.

—¿Qué demonios ocurre ahora? —dijo Saltus.

—Alguien ha decidido dar un paseíto —respondió Chaney—. Será mejor que cuenten los monos; puede que falte alguno.

—No había prevista ninguna prueba —dijo Katrina.

—¿Puede esa máquina ponerse en marcha por sí misma?

—No, señor. Debe ser activada por control humano.

Chaney tuvo una sospecha y miró su reloj. La sospecha se convirtió en certeza, y a su pesar, fracasó en reprimir una risita.

—Ese era yo, terminando mi prueba. Pateé esa barra por accidente hace exactamente una hora.

—Mi prueba no hizo un ruido como ése —objetó Saltus—. La de William tampoco.

Chaney le mostró el reloj.

—Usted dijo que yo fui una hora hacia delante. Eso es ahora. ¿ Patearon ustedes mismos su vuelta?

—No…, aguardamos a que los ingenieros nos hicieron regresar.

—Pues yo pateé la barra. Me propulsé a mí mismo desde aquí, desde hace un minuto. —Miró a la puerta por la que los dos hombres habían salido corriendo—. Si esa computadora ha registrado una pérdida de energía, he sido yo. Espero que no me lo descuenten de mi paga.

Se hallaban al arre libre, bajo el cálido sol de una tarde de verano. El cielo de Illinois era oscuro y nuboso allá a lo lejos, por el oeste, presagiando una tormenta nocturna.

Arthur Saltus miró hacia las nubes tormentosas y dijo:

—Me pregunto si esos ingenieros no estarán divagando. ¿Cree realmente que saben de lo que están hablando? ¿Impulsos de energía y senderos temporales y un agua que no fluye?

Chaney se alzó de hombros.

—Quizá sólo el grosor de un cabello separe lo falso de lo cierto… Ellos tienen la ventaja.

Saltus lo miró intensamente.

—Está citando de nuevo a alguien, y me temo que ahora ha cambiado la cita.

—Una o dos palabras —admitió Chaney—. ¿Recuerda usted el resto? ¿Los otros tres versos del poema?

—No.

Chaney repitió el poema, y Saltus dijo:

—Sí.

—Bien, comandante. Esa máquina de ahí abajo es nuestro Alif; el VDT es un Alif. Con él podemos buscar la cueva del tesoro.

—Quizá.

—Sin quizá: podemos. Podemos buscar todas las cuevas del tesoro de la historia. Los arqueólogos y los historiadores se volverán locos de felicidad. —Siguió la mirada del hombre hacia el este, donde creía haber oído un lejano trueno—. Si no fuera un proyecto político no sería malgastado en Chicago. El Smithsonian Institute encontraría otro uso muy distinto para el vehículo.

—Ah…, veo cuál es su idea, civil. A usted no le gusta ir hacia adelante, sino hacia atrás. Conducir hasta el año Cero, o algo así, y observar a esos antiguos escribas garabateando sus papiros. Es usted de ideas fijas.

—No es cierto —negó Chaney—. Y no ha habido ningún año Cero. Pero tiene razón en una cosa: yo no iría hacia adelante. No con todas las cuevas del tesoro de la historia aguardando ser abiertas, exploradas, catalogadas. Yo no iría hacia adelante.

—¿Entonces dónde, amigo? ¿A qué punto del pasado?

Chaney dijo soñadoramente:

—Eridu, Larsa, Nippur, Kish, Kufah, Nínive, Uruk…

—Pero eso sólo son… viejas ciudades, creo.

—Viejas ciudades, antiguas aglomeraciones, muertas y perdidas hace mucho tiempo…, como lo será Chicago cuando llegue su turno. Ésas son las cuevas del tesoro, comandante. Desearía erguirme en los muros de la ciudad de Ur, y contemplar la crecida del Eufrates; desearía conocer cómo esa historia entró en el Génesis. Desearía situarme en las llanuras frente a Uruk y ver a Gilgamesh reedificar las murallas de la ciudad; desearía ver esa legendaria lucha con Enkidu.

»Pero más aún, desearía llegar a los bosques de Kadesh y ver a Muwatallis rechazar la marea egipcia. Creo que a ustedes dos también les gustaría ver eso. Muwatallis se veía superado en hombres y armas, le faltaba de todo menos valor e inteligencia; sorprendió al ejército de Ramsés dividido en cuatro secciones, y la derrota que les infligió cambió el curso de la historia occidental. Ocurrió hace tres mil años, pero si los hititas hubieran perdido…, si Ramsés hubiera vencido a Muwatallis…, hoy seríamos probablemente ciudadanos egipcios.

Saltus:

—No sé hablar su idioma.

—Lo hablaría, o algún dialecto local, si Ramsés hubiera vencido. —Hizo un gesto—. Pero eso es lo que yo haría si tuviera el Alif y la libertad de elegir.

Arthur Saltus se perdió en sus pensamientos, mirando hacia las lejanas nubes al este. Los truenos podían oírse claramente ahora.

Tras un tiempo, dijo:

—No puedo pensar en nada realmente valioso para mí, amigo. Nada que desee ver especialmente. Así que lo mejor es ir a Chicago.