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Chaney captó un rápido movimiento en la verja.

—El mayor nos ha encontrado.

El mayor Moresby se apresuraba hacia el área de esparcimiento, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la piscina, buscándolos. A medio camino en el patio los vio tras el parasol y se volvió bruscamente hacia ellos. Respiraba pesadamente y su rostro estaba enrojecido por la excitación.

—¡Arriba, en pie! —le ladró al comandante. Y a Chaney—: Vístase. Es urgente. Nos esperan en la sala de conferencias ahora. Tengo un coche esperando.

—Diga…, ¿qué ocurre?

Saltus se levantó de un salto de su silla.

—Nos vamos. Alguien ha tomado la gran decisión. ¡Maldita sea, Chaney, muévase!

—¿Las pruebas sobre el terreno? —preguntó Saltus—. ¿Las pruebas sobre el terreno? ¿Esta mañana? ¿Ahora?

—Esta mañana, ahora —asintió Moresby—. Gilbert Seabrooke trajo la decisión; me sacaron de la cama. ¡Vamos a ir, al fin! —Se volvió hacia Chaney—. ¿Quiere levantar el culo de esa maldita silla, civil? ¡Vamos, muévase! Estoy esperando, todo el mundo está esperando, el vehículo está conectado y esperando.

Chaney saltó de su silla, el corazón empujando contra su caja torácica.

Moresby:

—Katrina dice que utilicemos el coche. No va a malgastar usted tiempo yendo a pie, y además es una orden.

Los reflejos de Chaney eran más lentos, pero ya estaba corriendo hacia los vestuarios para cambiarse. Corrieron con él.

—No estoy andando.

—¿Adónde vamos? —preguntó Saltus, sin aliento—. Quiero decir, ¿a cuándo? ¿A cuándo en Joliet? ¿Lo sabe?

—Katrina me lo dijo. No le va a gustar, Art.

Arthur Saltus se detuvo bruscamente en la puerta, y Chaney chocó contra él.

—¿Por qué no va a gustarme?

—Porque es una cosa política, una cosa estúpidamente política, después de todo. Katrina dijo que la decisión llegó a primera hora de esta mañana directamente de la Casa Blanca, de él. Hubiéramos debido esperar algo así.

—¿Por qué no va a gustarme? —repitió despacio Saltus.

Moresby dijo desdeñosamente:

—Vamos a dos años de aquí, a una fecha muy concreta: el seis de noviembre de mil novecientos ochenta, un jueves. El Presidente desea saber si será reelegido.

Arthur Saltus se lo quedó mirando con la boca abierta por el asombro. Tras un momento de incredulidad, se volvió hacia Chaney.

—¿Cuál es esa palabra, amigo? ¿Esa palabra aramea?

Brian Chaney se la dijo.

Brian Chaney

Joliet, Illinois

6 de noviembre de 1980

Si abrimos una querella entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro.

Winston Churchill

9

Chaney no tuvo ningún presentimiento de nada equivocado.

La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Chaney sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros saliendo por la abertura. Estaba solo en la habitación, como era de esperar. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado hasta que sus pies tocaron la banqueta. El vehículo estaba helado. Chaney cerró la escotilla, luego echó una mirada curiosa a las cámaras monitoras. Esperaba que aquellos ingenieros del futuro aprobaran su obediencia al ritual.

Chaney miró su reloj: eran las 10.03. Era lo previsto. Había sido enviado hacía menos de un minuto, el tercero y último en efectuar el viaje. Buscó el calendario y el reloj en la pared para verificar la fecha y la hora: 6 nov 80. El reloj marcaba las 7.55. Un termómetro había sido añadido al grupo de instrumentos para señalar la temperatura exterior: cero grados.

Chaney vaciló, dudando de su próximo movimiento. La hora no era la correcta; hubieran debido ser las diez, más o menos ocho minutos. Tomó nota mental de decirles a los ingenieros lo que pensaba de su sistema de guía.

El primero de los ensayos sobre el terreno había sido lanzado unos pocos minutos después de las nueve, con el mayor Moresby reclamando su derecho. Treinta minutos más tarde Arthur Saltus seguía al mayor hacia el futuro, y treinta minutos después Chaney se metía por el agujero y era lanzado también. Se suponía que todas las llegadas al objetivo debían ser idénticas a los tiempos de partida, con una diferencia de ocho minutos en más o en menos. Chaney había esperado aparecer alrededor de las diez y descubrir a los otros aguardándolo. Estaba previsto que se reagruparan en el refugio antiatómico, se equiparan, y partieran hacia la ciudad que era su objetivo en automóviles separados, a fin de cubrir un área más amplia.

Katrina les había dado a cada uno instrucciones explícitas y luego les había deseado buena suerte.

Saltus había dicho:

—¿No va a venir abajo para decirnos adiós?

Ella había replicado:

—Esperaré en la sala de conferencias, señor.

El reloj en la pared saltó a las 7.56.

Chaney abandonó su irresolución. Dando la vuelta al vehículo, abrió el armario y tomó el traje colgado allí unos pocos minutos antes. Una pequeña sorpresa. Su traje había sido lavado y planchado, y colgaba metido en una bolsa de papel proporcionada por la lavandería. Junto a él había otras bolsas similares pertenecientes a Moresby y Saltus. Su nombre estaba escrito en la bolsa, y reconoció la letra de la mujer. Él era el primero: privilegio.

Chaney rasgó la bolsa y se vistió rápidamente, acusando el frío reinante en la habitación. La camisa blanca que encontró en el armario era nueva, y observó con un cierto interés el ondulado y adornado cuello. Estilo 1980. Volvió a dejar la bolsa en el armario como un mensaje burlón.

Abandonando la habitación del vehículo, Chaney recorrió el bien iluminado corredor hacia el refugio antiatómico, consciente de las cámaras que observaban cada uno de sus pasos. El subterráneo, todo el edificio, estaba sumido en el silencio; los ingenieros del laboratorio evitarían todo contacto con él, del mismo modo que él debía evitarlos. Pero ellos teman ventaja: podían examinar a un curioso espécimen procedente de dos años atrás en el pasado, mientras que él sólo podía especular sobre quiénes había al otro lado de la pared. La puerta del laboratorio estaba cerrada. Chaney abrió la del refugio, y las luces del techo se encendieron en una respuesta automática. La habitación estaba vacía de vida.

Otro reloj sobre un banco de trabajo señalaba las 8.01.

Chaney penetró en el refugio para detenerse, volverse, mirar, inspeccionar todo lo que se ofrecía a su vista. Excepto unos cuantos objetos en el banco de trabajo, la habitación era exactamente la misma que había visto por última vez hacía un día o dos. Era de esperar. Tres grabadoras habían sido retiradas de los estantes y colocadas sobre el banco, junto con una caja sin abrir de cintas vírgenes; dos cámaras fotográficas destinadas a ser llevadas en el hombro estaban también allí, junto a una fumadora para Arthur Saltus y película virgen para los tres instrumentos. Tres largos sobres habían sido colocados encima de las cámaras, y de nuevo reconoció la letra de Ka-trina.