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Chaney abrió el suyo rasgándolo, esperando encontrar una nota personal, pero era curiosamente fría e impersonal. El sobre contenía un pase para la verja de entrada y documentos de identificación, todo ello con la fecha del 6 de noviembre de 1980. Una pequeña fotografía de su rostro estaba pegada al documento de identificación. La breve nota advertía que no llevara armas fuera de la estación.

Dijo en voz alta:

—¡Saltus, me has echado fuera!

Aquella prueba sugería que la mujer había hecho su elección en el transcurso de aquellos dos años…, a menos que estuviera imaginando cosas.

Chaney se preparó para salir al exterior. Descubrió un abrigo grueso y un gorro en el almacén que le iban bien, luego se armó con cámara, grabadora, película de nailon y cinta. Tomó de una caja con dinero lo que le pareció una cantidad suficiente de. efectivo (había una nueva y brillante moneda de diez centavos y varios cuartos de dólar con la fecha de 1980; las figuras en las monedas no habían cambiado), y de un cajón escogió un polígrafo y un bloc de notas, y una linterna que funcionaba. Una última y cuidadosa mirada a la habitación no sugirió nada más que pudiera serle útil, y se sintió listo para partir.

El reloj señalaba las 8.14.

Chaney garabateó una rápida nota en el dorso de su arrugado sobre y la colocó contra la cámara fumadora: Llegado pronto para un baño. Los buscaré en la ciudad, rezagados. Los protones son pérfidos.

Se metió los papeles de identidad en el bolsillo y abandonó el refugio. El corredor estaba tan silencioso y vacío como antes. Chaney subió la escalera que conducía a la puerta de operaciones y se detuvo sin sorpresa para leer un aviso pintado en ella:

no lleven armas más allá de esta puerta. la ley federal prohíbe la posesión de armas de fuego a todos excepto a los representantes de la ley y al personal militar en servicio activo. desármense antes de salir.

Chaney introdujo dos llaves en las cerraduras gemelas y abrió. Un timbre sonó en algún lugar a sus espaldas. La puerta de operaciones giró fácilmente sobre sus goznes a cojinetes. Salió al exterior, al frío de 1980. Eran las 8.19 de una triste mañana de noviembre, y había una punzante promesa de nieve en el aire.

Reconoció uno de los tres automóviles estacionados en el aparcamiento al otro lado de la puerta: era el mismo coche que había conducido el mayor Moresby hacía poco —o dos años antes— cuando había llevado apresuradamente a Chaney y Saltus desde la piscina hasta el laboratorio. Las llaves estaban en el contacto. Yendo hacia la parte de atrás del vehículo, miró por un momento la placa de la matrícula roja y blanca para convencerse a sí mismo de que estaba donde se suponía que debía estar: Illinois 1980. Los otros dos automóviles estacionados al lado parecían más nuevos, pero al parecer el único cambio visible en su diseño consistía en un mayor número de adornos en sus parrillas delanteras y tapacubos. Demasiado descriptivo de los gustos del público y de las ansias de Detroit por satisfacerlos.

Chaney no entró inmediatamente en el coche.

Avanzando con cautela, medio temiendo un encuentro inesperado, dio la vuelta al edificio del laboratorio para inspeccionarlo. Nada parecía cambiado. La instalación era exactamente igual a como la recordaba: las calles y aceras bien cuidadas y limpias —era tarea diaria de los soldados de la estación—, el césped cuidadosamente cortado y preparado para la llegada del invierno, los árboles desnudos ahora de hojas. La pesada puerta delantera estaba cerrada, y el familiar signo negro y amarillo del refugio antiatómico colgaba sobre ella. No había ningún guardia apostado. Movido por un impulso, Chaney probó la puerta delantera, pero la encontró cerrada… Aquello ponía en duda la utilidad del refugio antiatómico que había debajo. Prosiguió su vuelta de inspección hasta desembocar de nuevo en el aparcamiento.

Algo había cambiado tras el aparcamiento.

Chaney observó el lugar durante un momento y luego captó la diferencia. Lo que hacía dos años no había sido más que una enorme extensión de césped era ahora un jardín de flores; las flores se habían marchitado con la proximidad del invierno y muchos de los muertos macizos y tallos habían sido limpiados y podados, pero en aquellos dos años transcurridos alguien —¿Katrina?— había hecho que fuera plantado un jardín en un lugar que hasta entonces había sido una vacía extensión de hierba.

Chaney dejó una señal para el mayor Moresby. Colocó una brillante moneda de un cuarto de dólar en el cemento junto a la cerrada puerta. Un momento más tarde accionaba la llave del contacto y conducía hacia la verja de entrada.

La garita estaba iluminada en su interior y ocupada por un oficial y dos soldados que llevaban el habitual uniforme de la Policía Militar. La verja en sí estaba cerrada, pero no con llave. Al otro lado la negra calzada de la carretera se perdía en la distancia, en dirección a la carretera principal y la distante ciudad. Una línea blanca había sido pintada —o repintada— en el centro.

—¿Sale usted de la estación, señor?

Chaney se volvió, sorprendido por la repentina pregunta. El oficial había salido de la garita.

—Voy a la ciudad—dijo.

Sí, señor. ¿Puedo ver su pase y su identificación?

Chaney le tendió sus papeles. El oficial los leyó dos veces y estudió la fotografía pegada al documento de identidad.

—¿Lleva usted armas, señor? ¿Hay algún arma en el coche?

—No a ambas preguntas.

—Muy bien, señor. Recuerde que Joliet tiene toque de queda a las seis; debe estar usted fuera de los límites de la ciudad antes de esa hora o arreglar las cosas para pasar allí la noche.

—A las seis —repitió Chaney—. Lo recordaré. ¿Es igual en Chicago?

—Sí, señor. —El oficial se lo quedó mirando—. Pero no puede entrar usted en Chicago por el sur desde que alzaron el muro. Señor, ¿piensa ir a Chicago? Dispondré una escolta armada.

—No, no tengo intención de ir. Sólo era curiosidad.

—Muy bien, señor. —Hizo un gesto a un soldado, y la puerta fue abierta—. A las seis, señor.

Chaney avanzó. Su mente no estaba en la carretera.

La advertencia indicaba que una parte del informe de la Indic se había visto corroborado por la realidad: las grandes ciudades habían tomado severas medidas para controlar los crecientes desórdenes, y era probable que la mayoría de ellas hubieran impuesto estrictos toques de queda desde el anochecer hasta el amanecer. Un viajero que no hubiera salido de la ciudad antes del anochecer debía buscar rápidamente un hotel y desaparecer de las calles. Pero la referencia al muro de Chicago lo desconcertaba. Eso no había sido previsto, no había sido recomendado. ¿Un muro para separar qué de qué? Chicago había tenido problemas desde las migraciones procedentes del sur en los años cincuenta, pero… ¿un muro?

La sinuosa carretera privada lo condujo hasta la general. Se detuvo ante la señal de stop y aguardó a un hueco en el tráfico de la carretera 66. Al otro lado de la calzada, un policía en un coche patrulla estacionado observó sus placas de matrícula y luego alzó la vista para inspeccionar su rostro. Chaney lo saludó y se metió entre el tráfico. El coche de policía no abandonó su posición para seguirlo.

Un segundo coche patrulla estaba estacionado en las cercanías de la ciudad, y Chaney observó con sorpresa que dos hombres en el asiento de atrás parecían ser guardias nacionales uniformados. Los rifles calados con bayonetas eran visibles. Su rostro y sus placas recibieron el mismo escrutinio, y luego su atención se trasladó al coche que iba tras él.

Dijo en voz alta (pero para sí mismo):

—Honestamente, amigos, no seré yo quien desate la revolución.

La ciudad parecía casi normal.