Chaney encontró un aparcamiento municipal cerca del centro de la ciudad y tuvo que buscar un espacio libre, de los que no había muchos. Le pareció escandaloso que costara veinticinco centavos cada hora de aparcamiento, y gruñendo metió dos de los cuartos de dólar de Seabrooke en el parkímetro. Un dependiente que barría la acera delante de una tienda cerrada al otro lado de la calle le indicó el camino a la biblioteca pública.
Se detuvo junto a las escaleras y aguardó hasta las nueve a que las puertas se abrieran. Dos coches patrulla municipales pasaron junto a él mientras aguardaba, y ambos llevaban un agente armado junto al conductor. Lo miraron, así como al dependiente de la escoba, y a cualquier otro transeúnte.
La empleada de la sala de lectura le dijo:
—Buenos días. Los periódicos aún no están listos.
Aún no había terminado de estampar el sello de goma con el nombre de la biblioteca en cada una de las primeras páginas, ni de colocar la barra metálica en el doblez central. Las perchas del exhibidor estaban vacías, aguardando los diarios. Leyó al revés una de las cabeceras: RECHAZADA LA LIBERTAD BAJO FIANZA DE LA JUNTA DE JEFES DE ESTADO MAYOR.
—No hay prisa —dijo Chaney—. Me gustaría ver los anuarios de Comercio y Agricultura de los últimos dos años, y los informes del Congreso de seis u ocho semanas.
Sabía que Saltus y el mayor comprarían los periódicos tan pronto como llegaran a la ciudad.
—Todas las publicaciones del gobierno se hallan en el ala dos, a su izquierda. ¿Necesita ayuda?
—No, gracias. Tengo práctica.
Encontró lo que buscaba y se sentó a leer.
La cámara baja del Congreso estaba debatiendo un proyecto de reforma fiscal. Chaney rió para sí mismo y observó que la fecha del informe era exactamente de tres semanas antes de las elecciones. En algunos aspectos el debate parecía un ejemplo de obstruccionismo, con algunos representantes de los estados mineros y petrolíferos embarcados en una acida discusión contra algunas de las proposiciones basándose en motivos éticos, de modo que las pretendidas reformas no harían finalmente sino penalizar a aquellos pioneros que arriesgaran capital en busca de nuevos recursos. El caballero de Texas recordaba a sus colegas que muchos de los campos del sudoeste se habían secado —las reservas petrolíferas se habían agotado—, y los campos de Alaska no alcanzarían su plena capacidad hasta dentro de diez años. Decía que el consumidor norteamericano se enfrentaba a una seria carencia de petróleo y de gasolina en un próximo futuro; y lanzaba un golpe a los servicios públicos recordando que las esperanzas de una energía barata a partir de los reactores nucleares nunca se habían cumplido.
El caballero de Oregón introducía un alegato para anular la prohibición de tala de árboles, proclamando que no sólo los leñadores clandestinos seguían haciéndolo, sino que los oportunistas extranjeros estaban inundando el mercado con madera a bajo precio. El presidente de la cámara proclamaba que las observaciones del representante no tenían nada que ver con la discusión que se estaba llevando a cabo.
El Senado parecía estar funcionando al turbulento ritmo de costumbre.
El caballero de Delaware discutía el intento de una resolución tendente a mejorar la situación de los indios norteamericanos, explicando que esa resolución permitiría a la Oficina de Asuntos Indios actuar sobre una resolución previa votada en 1954, relativa a la terminación del control gubernamental sobre los indios y a la devolución de sus recursos. El caballero se quejaba de que no se había tomado ninguna medida eficaz desde la resolución de 1954, y de que la situación de los indios era tan lamentable como siempre; urgía a sus compañeros a estudiar atentamente la nueva resolución, y deseaba que fuera votada con rapidez.
El oficial de orden había expulsado a varias personas del público que estaban alterando el buen orden de la cámara.
El caballero de Carolina del Sur arremetía contra un fenómeno que denominaba «una alarmante marea de ignorantes» y que estaba fluyendo de las universidades de la nación al gobierno y a la industria. Echaba las culpas de esa vergonzosa marea a «la izquierda radical empeñada en renovar y simplificar la enseñanza del inglés siguiendo las erróneas ideas de algunos profesores de nuestras instituciones superiores», y urgía a un regreso a las disciplinas más rigurosas del ayer, gracias a las cuales cualquier estudiante podía «leer, escribir y hablar un buen inglés americano en la tradición de sus padres».
El caballero de Oklahoma exigía que fuera insertado en las actas el texto completo de una noticia difundida por una agencia de prensa, quejándose de que los principales periódicos de la nación la habían ignorado o bien la habían relegado a las últimas páginas, lo cual era un pobre servicio a los esfuerzos de guerra.
grinnell visita el frente
Saigón (AP): El general David W. Grinnell llegó a Saigón el sábado para verificar los progresos logrados por las Fuerzas Especiales del Sur de Asia en asumir una mayor participación en los esfuerzos de guerra.
Grinnell, quien con ésta efectúa su tercera visita a la zona de guerra en dos años, dijo que estaba vivamente interesado en la aplicación del denominado Programa Cívico Asiático, y planeaba hablar con los hombres que luchaban en el país para saber de primera mano cómo iban las cosas.
Con el compromiso norteamericano de enviar tropas adicionales sujeto a la efectividad de las Fuerzas Especiales del Sur de Asia (FESA), la visita de Grinnell ha difundido rumores acerca de una nueva concentración de tropas en los castigados sectores del norte. Estimaciones no oficiales dan una cifra de dos millones de norteamericanos combatiendo actualmente en el teatro asiático de operaciones, cifra que el mando militar se niega a confirmar o negar.
Interrogado acerca de nuevas llegadas de tropas, Grinnell dijo: «Eso es algo que el Presidente tendrá que decidir en el momento oportuno». El general Grinnell conferenciará con oficiales militares y civiles norteamericanos en todos los frentes donde se lucha antes de regresar a Washington la semana próxima.
Chaney cerró el informe con una sensación de desmoralización, y lo apartó a un lado. Deseando perderse en temas menos deprimentes y más familiares, abrió el ejemplar del anuario de Comercio del último año y buscó las tablas estadísticas, que eran su especialidad.
Los humanos no habían cambiado de hábitos. Un índice útil que indicaba los esquemas de migración de una zona a otra era el estudio de la cifra anual tonelada-kilómetro de alimentos y bienes de equipo entre estados; la familia que se trasladaba junta seguía con sus hábitos junta. La afluencia continuaba hacia California y Florida, como él había predicho, y las tablas adjuntas revelaban los correspondientes incrementos en el tonelaje de productos perecederos y bienes durables no originarios de esos estados. El envío de automóviles (montados, nuevos) a California había descendido apreciablemente, y aquello le sorprendió. Había supuesto que la proposición de prohibir automóviles en el estado en 1985 daría como resultado un fluir acelerado —una especie de acumulación—, pero las cifras sugerían más bien que las autoridades habían encontrado una forma de desanimar la acumulación y deprimir el mercado al mismo tiempo. Unos impuestos prohibitivos, seguramente. La ciudad de Nueva York debía de haberse interesado por el éxito del programa.
Chaney empezó a llenar su bloc de notas.
El sonido regular y acompasado de una campana sonando en alguna parte fuera de la biblioteca lo arrancó sorprendido de su ensimismamiento en el libro, y el brusco apresuramiento de hombres de edad avanzada de la sección de periódicos hacia la salida le hizo darse cuenta del tiempo transcurrido. Era mediodía.
Chaney dejó a un lado las publicaciones del gobierno y dirigió una especulativa mirada a la bibliotecaria. Una muchacha joven había reemplazado a la mujer mayor que estaba al cargo antes. La estudió durante un momento, y finalmente decidió una forma de abordarla sin despertar sospechas.