—Disculpe.
—¿Sí?
La chica alzó la vista de un ejemplar de Teen Spin.
Chaney consultó su bloc de notas.
—¿Recuerda usted la fecha del muro de Chicago? La primera fecha…, el inicio de todo. No consigo localizarla.
La chica miró al aire por encima de su cabeza y dijo:
—Creo que fue en agosto… No, no, fue la última semana de julio. Estoy casi segura de que fue a finales de julio. —Su mirada descendió hasta él—. Tenemos archivadas las revistas de actualidad, si desea que se lo compruebe.
Chaney captó la insinuación.
—No se moleste; lo miraré yo mismo. ¿Dónde están?
Ella señaló tras él.
—Cuarta galería, cerca de las ventanas. Puede que no estén por orden cronológico.
—Lo encontraré. Gracias.
La cabeza de la chica estaba inclinada de nuevo sobre la revista cuando se dio la vuelta.
El muro de Chicago se había levantado en el centro mismo de la carretera de Cermak.
Se extendía a partir del Burnham Park, a la orilla del lago (donde consistía tan sólo en alambre espinoso), y se dirigía hacia el este hasta la avenida.
Austin en Cicero (donde finalmente moría en otro tramo de alambre espinoso en un barrio residencial blanco). El muro había sido construido con cemento y ladrillos de cenizas; con coches accidentados o robados, carrocerías incendiadas de autobuses urbanos, coches de la policía saboteados, camiones y semirremolques saqueados y desmantelados; con muebles desvencijados, cemento roto, ladrillos, cascotes, basura, excrementos. Dos cadáveres formaban para de él entre Ashland y la calle Paulina. La barrera empezó a edificarse en la noche del 29 de julio, la tercera noche de tumultos generalizados a lo largo de la carretera de Cermak; y a partir de ahí fue alargada y reforzada cada noche, hasta convertirse en una barricada de casi veinticinco kilómetros que cortaba la ciudad en dos.
La comunidad negra al sur de la carretera de Cermak había empezado a construir el muro en lo álgido de los disturbios, como un modo de impedir el paso de la policía y los coches de bomberos. Fue completado entre los negros y los beligerantes blancos. Los cadáveres cerca de la calle Paulina eran los de dos idiotas que habían intentado cruzarlo.
No había tráfico cruzando el muro, no a través de él, ni a lo largo de las arterias que se intersecaban con la carretera de Cermak. La autopista Dan Ryan había sido dinamitada a la altura de la calle Treinta y Cinco y de nuevo a la altura de la calle Sesenta y Tres; la autopista Stevenson había sido cortada a la altura de la carretera Pulaski. El reconocimiento aéreo informaba de que casi todas las calles importantes del sector estaban bloqueadas o como mínimo inutilizadas para la circulación rodada; los incendios arrasaban el barrio de South Halsted, y el ganado se había escapado de sus corrales. Las tropas de la policía y el ejército patrullaban la ciudad en la parte norte del muro, mientras que militantes negros patrullaban en la parte sur. El gobierno no hacía ningún esfuerzo por derribar la barrera, sino que parecía estar jugando al juego de esperar a ver qué ocurría. El tráfico por ferrocarril y carretera procedente del este y del sur era desviado en un amplio círculo en torno a la zona, entrando en la ciudad al norte del muro por el oeste; el tráfico aéreo civil estaba limitado a las grandes altitudes. Se habían bloqueado algunas carreteras, en el cinturón de Indiana y a lo largo de la Interestatal 80.
Por arriba del muro, Chicago contaba con trescientos muertos y otros doscientos heridos durante los disturbios y la construcción de la barricada. Nadie sabía la cifra por debajo del muro.
En la segunda semana de agosto el ejército había rodeado la zona afectada y se había preparado para un asedio; nadie excepto el personal autorizado podía entrar, y nadie excepto los refugiados blancos podía salir. Cifras incompletas situaban el número de refugiados en unos seiscientos mil, aunque esa cifra estaba muy por debajo de la población blanca que se sabía que vivía en la zona rebelde. Diariamente se efectuaban intentos —con escaso éxito— para rescatar a familias blancas que se suponía que seguían con vida en la zona. Era imposible penetrar por el norte, pero los grupos de rescate procedentes del oeste y del sur habían efectuado varias incursiones en la zona, llegando a veces tan al norte como el aeropuerto de Midway. Los refugiados eran alojados en zonas de Illinois e Indiana.
El norte de Chicago estaba bajo la ley marcial, con un estricto toque de queda del anochecer al amanecer. Quienes lo violaban circulando por las calles de noche se exponían a que les dispararan sin previo aviso y fueran identificados al día siguiente, cuando sus cadáveres pudieran ser retirados. El sur de Chicago no tenía ningún toque de queda, pero los disparos sonaban día y noche.
A finales de octubre, con las elecciones a tan sólo una semana, la mitad norte de la ciudad estaba relativamente en calma; el disparar a través del muro protegidos por la oscuridad se había convertido en algo rutinario, y la policía y las tropas habían recibido nuevas órdenes de no disparar a menos que fueran provocadas a ello. El suministro de agua a la zona proseguía, pero la electricidad había sido racionada.
La mañana del domingo anterior a las elecciones un grupo de unos doscientos negros desarmados se acercaron a las líneas de soldados en la avenida Cicero y pidieron asilo. Fueron obligados a volverse. Washington anunció que el asedio era efectivo y que estaba poniendo fin a la rebelión. El hambre y las epidemias terminarían destruyendo el muro.
Chaney cruzó la habitación en dirección a la zona de prensa.
Las ediciones del jueves por la mañana confirmaban las previsiones publicadas el día anterior: el presidente Meeks había obtenido la victoria en todos los estados menos en tres, y ganado la reelección por un amplísimo margen. Un editorial local aplaudía la victoria y declaraba sentirse orgulloso por «la maestría del Presidente en dominar la Confrontación de Chicago».
Brian Chaney salió de la biblioteca y se detuvo en los peldaños de la entrada bajo un frío sol de noviembre. Notaba una sensación de miedo, de confusión…, una inseguridad de hacia dónde dirigirse. Un coche patrulla de la policía municipal cruzó por delante del edificio, con un guardia armado sentado envaradamente al lado del conductor.
Ahora Chaney sabía por qué ambos se lo quedaron mirando fijamente.
10
Vagó sin rumbo fijo por la calle, mirando los escaparates de las tiendas que no estaban protegidos con maderas, y a los automóviles estacionados junto a las aceras. Ninguno de los coches obviamente más nuevos había cambiado demasiado con respecto a los más antiguos aparcados más adelante o más atrás; era una satisfacción personal ver que Detroit estaba dejando a un lado la política del cambio anual de modelos y volvía al más lógico equilibrio de hacía tres décadas.
Chaney se detuvo en la oficina de correos para enviar una postal a un viejo amigo de la Corporación Indiana, y descubrió que el franqueo había subido a diez centavos. (También tomó nota mental de no decírselo a Katrina. Probablemente lo acusaría de polucionar el futuro.)
El escaparate de una tienda de comestibles estaba recubierto enteramente con enormes carteles proclamando grandes reducciones de precios en todos los artículos: diez mil buenos negocios a realizar entrando en la tienda. Picado por su curiosidad de futurólogo, entró para inspeccionar las ofertas. Las manzanas se vendían dos a un cuarto de dólar, el pan a cuarenta y cinco centavos la barra de cuatrocientos gramos, la leche a sesenta centavos el litro, los huevos a un dólar la docena, la carne de buey picada a tres dólares y veintinueve centavos el kilo. El buey estaba bien repleto de grasa. Se dirigió al mostrador de la carne para comprobar el precio de su bistec favorito, y descubrió que valía a seis dólares y veintinueve centavos el kilo. Movido por un impulso, pagó noventa y nueve centavos por una caja de un cuarto de kilo de algo llamado Cápsulas lunares, y descubrió que eran caramelos de tres sabores enriquecidos con vitaminas. La publicidad en el fondo de la caja proclamaba que la NASA suministraba aquellas cápsulas a los astronautas que vivían en la Luna para suministrarles una capacidad extra-extra-extra de salto.