Se apartó de la verja para iniciar un vagabundeo sin rumbo por la estación. Parecía normal en todos sus aspectos. Se cruzó con algunos automóviles, la mayoría de ellos en dirección a la cantina; él era el único que iba a pie. El sonido de un avión le hizo levantar la cabeza y registrar el cielo con la mirada. El aparato no era visible —supuso que estaba encima de las densas nubes que cubrían parcialmente el cielo— pero pudo seguir su paso por el sonido; el avión estaba siguiendo un corredor aéreo entre Chicago y St. Louis, un corredor paralelo a la línea férrea de abajo. A los pocos minutos había desaparecido. Una suave gota húmeda golpeó contra su rostro vuelto hacia arriba, y luego otra, los primeros copos de la anunciada nieve. El olor de la nieve había estado en el aire desde por la mañana.
Chaney dio la vuelta para regresar sobre sus pasos.
Tres automóviles aguardaban uno al lado del otro en el aparcamiento detrás del laboratorio. Sus compañeros habían vuelto, ninguno de ellos languidecía en la cárcel de Joliet, aunque sospechaba que debía de ser terriblemente fácil ir a parar a la cárcel. Chaney abrió el capó del coche más cercano y apoyó su mano en el bloque del motor. Casi se quemó la piel de la palma. Cerró el capó de golpe y tomó lo que había dejado en el asiento de su propio coche.
Metió las dos llaves en las cerraduras de la puerta de operaciones y las hizo girar. Un timbre sonó en algún lugar abajo mientras la puerta se abría con facilidad.
—¡Saltus! ¡Eh, ahí abajo…, Saltus!
El doloroso sonido lo golpeó casi como un impacto físico. Era como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Golpeó y rebotó con un trémulo suspiro. El vehículo regresaba a su base de origen siguiendo su sendero temporal. El sonido producía dolor.
Chaney cruzó la puerta y la cerró tras él.
—¿Saltus?
Una musculosa figura de pelo color arena apareció por la abierta puerta del refugio antiatómico allá abajo.
—¿Dónde demonios estaba, civil?
Chaney bajó las escaleras de dos en dos. Arthur Saltus lo aguardaba allá al fondo, con un puñado de películas en la mano.
—Ahí afuera…, ahí afuera —respondió Chaney—. Dando una vuelta por este lugar abandonado, mirando por entre las telas metálicas, olisqueando todos los rincones y atisbando por las ventanas. No he podido descubrir nada. Creo que nos hemos ido de aquí, comandante; hemos sido despedidos y nos hemos marchado. El barracón está cerrado con un candado. Espero que nos hayan pagado una buena indemnización.
—Civil, ¿ha estado bebiendo?
—No, pero podría tomar un trago. ¿Qué hay en el almacén?
—Ha estado bebiendo —decidió Saltus—. ¿Qué le ha ocurrido? Lo hemos estado buscando por toda la ciudad.
—No han mirado en la biblioteca.
—Oh, demonios. Usted pensó en ello, nosotros no. Un ratón de biblioteca. ¿Qué es lo que piensa de mil novecientos ochenta?
—No me gusta, y me gustará aún menos cuando esté viviendo en él. Ese gallina ha sido reelegido, y el país se está yendo al infierno por paquete certificado. ¡Ha ganado por mayoría aplastante en cuarenta y ocho estados! ¿Ha visto usted los resultados de las elecciones?
—Los he visto, y en estos momentos William debe de haberle transmitido ya las noticias a Seabrooke, y Seabrooke debe de estar llamando al Presidente. Esta noche lo celebrará. Pero yo no voy a votar por él, amigo… Sé que no voy a votar por él. Y si sigo en los Estados Unidos para entonces, es decir ahora, voy a elegir uno de los tres estados que votaron por el otro tipo, ese que fue actor.
—Alaska, Hawai y Utah.
—¿Cómo es Utah?
—Seco, desierto y resplandeciendo radiactivamente.
—Entonces digamos Hawai. ¿Volverá usted a Florida?
Chaney meneó la cabeza.
—Me sentiré más seguro en Alaska.
Rápidamente:
—¿Ha tenido algún problema?
—No, en absoluto; he caminado suavemente y con una sonrisa inocente en el rostro. Me he mostrado educado con una bibliotecaria tímida. No he insultado a ningún policía y no he comprado cerdo en ninguna tienda de alimentación. —Se rió ante el recuerdo—. Pero alguien va a tener que dar explicaciones sobre una multa de aparcamiento cuando rastreen el número de la matrícula hasta esta estación.
Saltus lo interrogó con la mirada.
Chaney dijo:
—Me pusieron una multa por rebasar el tiempo de estacionamiento. Una de esas multas con sobre incluido; se supone que yo debía meter dos dólares en el sobre y meterlo en un buzón previsto a tal efecto. No lo hice, comandante. En vez de ello rompí una lanza por la libertad. Les escribí una nota.
Saltus seguía mirándolo.
—¿Qué decía la nota?
—Venceremos.
Saltus intentó reprimir la risa, pero fracasó. Tras un rato dijo:
—¡Seabrooke va a echarle los perros, amigo!
—No va a tener ocasión. Espero estar muy lejos de aquí cuando llegue mil novecientos ochenta. ¿Ha leído usted los periódicos?
—¡Periódicos! ¡Hemos comprado todos los periódicos! William echaba mano a todos los que podía encontrar, y lo primero que hacía era leer su horóscopo. Se puso de mal humor; dijo que los signos eran malos, negativos. —Saltus se volvió e hizo un gesto hacia los periódicos esparcidos por el banco de trabajo—. Los estaba fotografiando cuando usted llegó. Es mejor copiarlos que leerlos o grabarlos; una vez de vuelta puedo sacar copias a tamaño natural, más grandes incluso, si las prefieren así.
Chaney se dirigió al banco y se inclinó para examinar la página que estaba bajo el objetivo de la cámara.
—No he leído nada excepto los resultados de las elecciones y un editorial.
Tras un momento, exclamó excitadamente:
—¿Ha leído usted eso? China ha invadido Formosa…, ¡la ha capturado!
—Siga, lea el resto —le urgió Saltus—. Eso ocurrió hace ya varias semanas, y ahora el infierno está en Washington. Canadá ha reconocido formalmente la invasión y patrocina un movimiento para expulsar a Formosa de las Naciones Unidas y darle su asiento a China. Se está hablando de romper las relaciones diplomáticas y establecer tropas a lo largo de la frontera canadiense. ¡Civil, eso será un auténtico follón! Me importan un pimiento la diplomacia y las relaciones diplomáticas, pero necesitamos otro enemigo tanto como un terremoto.
Chaney intentó leer entre líneas.
—China necesita el trigo canadiense, y a Ottawa le gusta el oro chino. Es una espina que Washington lleva clavada en la pata desde hace treinta años. ¿Colecciona usted sellos?
—¿Yo? No.
—No hace muchos años, a los ciudadanos norteamericanos se les prohibió adquirir sellos chinos en los mercados canadienses; su adquisición o su posesión se convirtieron en un delito. Washington hizo el ridículo una vez más. —Permaneció en silencio, y terminó de leer la noticia—. Si lo que se dice aquí es cierto, Ottawa ha hecho un buen negocio; van a enviar trigo suficiente como para aumentar dos o tres provincias chinas. El precio no ha sido hecho público, y eso es significativo… China ha comprado algo más que trigo. El reconocimiento diplomático y el apoyo del Canadá para un lugar en las Naciones Unidas han sido incluidos probablemente en el contrato de venta. Un buen trato, comandante.
—Los chinos han sacado una buena tajada también. De veras, no los soporto, pero tampoco los subestimo. —Pasó la página del periódico y ajustó de nuevo la cámara—. ¿A qué hora de esta mañana ha llegado? ¿Cómo ha sido el primero?
—He llegado a las siete cincuenta y cinco. No sé el porqué.