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—El viejo William se ha puesto furioso, amigo. Se suponía que nosotros llegaríamos primero, pero usted ha trastocado el orden jerárquico.

—No puedo explicarlo; simplemente ocurrió —dijo Chaney con impaciencia—. Ese giroscopio no es tan bueno como proclaman los ingenieros. Quizá los protones de mercurio necesiten ser reglados, recargados o algo así. ¿Llegó usted a su objetivo previsto?

—En plena diana. William falló tres o cuatro minutos. A Seabrooke no va a gustarle eso, apuesto a que no.

—Yo tampoco he saltado de alegría; esperaba encontrarles a usted y al mayor aguardándome. Y me pregunto qué ocurrirá en un viaje largo. ¿Pueden esos protones encontrar el año dos mil?

—Si no pueden, amigo, usted y yo y el viejo William nos quedaremos vagando por ahí en medio de la niebla sin una brújula; lo único que podremos hacer será darle una patada a la barra para regresar e informar de nuestro fracaso.

Accionó de nuevo la cámara y copió otra página.

—Oiga, ¿ha visto usted a las chicas?

—A dos bibliotecarias. Estaban sentadas.

—Amigo, se ha perdido algo bueno. Llevan el pelo peinado de una forma curiosa, no puedo describirla…, y sus faldas no llegan a cubrirles las posaderas. ¡De veras! ¡Ahora, en noviembre! La mayoría llevan medias largas para calentarse las piernas, mientras que sus posaderas se hielan de frío, y casi siempre el color de las medias hace juego con el de sus lápices labiales: rojo y rojo, azul y azul, cualquiera. Es la moda de este año, supongo. ¡Oh, esas chicas!

Accionó la cámara y pasó otra página.

—He hablado con ellas, las he fotografiado, he obtenido incluso un número de teléfono, he comido con una encantadora rubia…, y sólo me ha costado ocho dólares los dos. No es demasiado, teniéndolo en cuenta todo. La gente de aquí es exactamente igual a nosotros, amigo. Son amistosos, hablan inglés. ¡Esa ciudad es como un puerto para marineros con permiso!

—Por fuerza tienen que ser como nosotros —protestó Chaney—. Sólo están a dos años de distancia.

—Era una broma, civil.

—Disculpe.

—¿No bromeaban nunca en su depósito de cerebros?

—Claro que bromeábamos. Uno de los matemáticos vino con las pruebas de que el sistema solar no existía.

Saltus se volvió para mirarlo.

—¿Pruebas escritas?

—Sí. Llenaban tres páginas, si no recuerdo mal. Decía que si miraba al este y las recitaba en voz alta, todo haría puf.

—Bueno, espero que no se le ocurra hacerlo; espero que no se le ocurra hacer una prueba para ver si funciona. Tengo una razón muy especial. —Saltus estudió al civil durante un largo momento—. Amigo, ¿sabe mantener la boca cerrada?

Cautelosamente:

—Sí. ¿Es una confidencia?

—Ni siquiera puede decírselo a William, ni a Katrina.

Chaney se sentía inquieto.

—¡Tiene algo que ver conmigo? ¿Con mi trabajo?

—No, usted no tiene nada que ver con ello, pero deseo la promesa de que no hablará, pase lo que pase. Yo no voy a decir nada cuando regresemos. Es algo que hay que guardar para uno mismo.

—Muy bien. Lo prometo.

Me detuve en el registro civil —dijo Saltus— y le eché una mirada a los registros, esas estadísticas demográficas que a usted tanto le gustan. Descubrí lo que estaba buscando, fechado en marzo pasado, hace ocho meses. —Sonrió—. Mi licencia matrimonial.

Fue como una patada en el estómago.

—¿Katrina?

—La única, la sin par Katrina. ¡Soy un hombre casado! Yo, un hombre casado, persiguiendo a las chicas e incluso invitando a una a comer…

Brian Chaney recordó la nota que había hallado junto a su cámara: había parecido fría, impersonal, incluso distante. Recordó el barracón cerrado, el aspecto vacío, el abandono. Él y el mayor Moresby se habían ido de allí.

Dijo:

—Abracemos nuestro deber, nos sea favorable o no. John Wesley, creo.

Chaney mantuvo su rostro vuelto hacia un lado para disimular sus emociones; sospechaba que su aguda sensación de pérdida quedaba reflejada en su rostro, y no se atrevía a dar una explicación o disculpa. Dejó a un lado las pesadas ropas que había llevado en el exterior y colocó en su sitio la cámara y las películas de nailon que no había utilizado. Sacó las cintas grabadas de la grabadora y dejó ésta en su estante. Como si hubiera pensado luego en ello, volvió a colocar los papeles de identificación y el pase para la verja en el arrugado sobre —junto con la nota de Katrina—, y depositó el sobre en el banco donde lo había encontrado.

Saltus había terminado su tarea y estaba sacando la película de la cámara. Había dejado los periódicos esparcidos sobre el banco.

Chaney los recogió y los reunió en un ordenado montón. Cuando terminaba, sus ojos se posaron en el titular: rechazada la libertad bajo

FIANZA DE LA JUNTA DE JEFES DE ESTADO MAYOR.

—¿Quiénes son la Junta de Jefes de Estado Mayor? ¿Qué es lo que han hecho?

Saltus lo miró incrédulo.

—Maldita sea, civil, ¿qué ha estado haciendo ahí afuera?

—No me he molestado en leer los periódicos.

—¿Qué demonios, acaso está usted ciego? ¿Por qué cree que la policía estaba patrullando la ciudad? ¿Por qué cree que la policía estatal llevaba armas?

—Bueno…, debido a lo de Chicago. El muro.

—¡Por Dios! —Arthur Saltus cruzó la habitación y se detuvo ante él, impaciente de pronto por su ingenuidad—. No se ofenda, amigo, pero a veces pienso que usted nunca abandonó esa torre de marfil, esa nube en Indiana. No parece haberse dado cuenta de lo que está ocurriendo en el mundo; tiene la nariz demasiado metida en esas malditas estadísticas. ¡Despierte, Chaney! Despierte antes de verse barrido. —Clavó un largo índice en los periódicos apilados sobre el banco—. Este país está bajo la ley marcial. La Junta de Jefes de Estado Mayor son el general Grinnell, el general Brandon, el almirante Elstar, las cabezas visibles del complot. Intentaron apoderarse del poder pero no lo consiguieron, intentaron…, ¿cuál es esa palabra francesa?

—¿Qué palabra francesa?

—La que indica la toma del poder.

Chaney estaba aturdido.

Coup d’État.

—Ésa es la palabra. Entraron en la Casa Blanca con la intención de arrestar al Presidente y al Vicepresidente, pretendieron tomar el gobierno a punta de pistola. ¡Nuestro gobierno! Habrá oído que eso es algo que ocurre constantemente en Sudamérica, ¡pero aquí, precisamente aquí, en nuestro país! —Saltus dejó de hablar e hizo un visible esfuerzo por controlarse. Tras un momento prosiguió—: No se ofenda, amigo. He perdido la calma.

Chaney no estaba escuchando. Estaba corriendo hacia los periódicos apilados.

No había ocurrido en la Casa Blanca, sino en el retiro presidencial de Camp David.

Un fallo de la energía eléctrica dejó a oscuras toda la zona poco antes de la medianoche del lunes, la víspera de las elecciones. El Presidente había cerrado su campaña de reelección y volado a Camp David para descansar. El sistema de iluminación de emergencia falló, y el Camp se quedó a oscuras. Los doscientos soldados que guardaban las instalaciones se replegaron al anillo interior de defensa de acuerdo con un plan de emergencia preestablecido, y tomaron posiciones en torno a los edificios principales ocupados por el Presidente, el Vicepresidente y sus ayudantes. Se decidió no ir a los subterráneos puesto que no había ningún indicio de acción enemiga. El almirante Elstar estaba con el grupo presidencial, discutiendo las operaciones futuras en los mares de Asia del Sur.

Treinta minutos después del apagón, los generales Grinnell y Brandon llegaron en automóvil y fueron admitidos por las líneas de defensa. A una orden del general Grinnell, las tropas dieron media vuelta y establecieron un anillo de cuarentena en torno a los edificios; parecían haber estado esperando órdenes. Entonces los dos generales entraron en el edificio principal —esgrimiendo sus armas— e informaron al Presidente y al Vicepresidente que se hallaban bajo arresto militar, junto con todos los civiles que estaban con ellos. El almirante Elstar se unió a ellos y anunció que la Junta de Jefes de Estado Mayor tomaba el control del gobierno por un período indefinido de tiempo; expresó su insatisfacción por el mal gobierno del país por parte de los civiles y su blandura en los esfuerzos de guerra, y dijo que la Junta de Jefes se había visto obligada a tomar esa brusca decisión. El Presidente pareció tomarse las noticias con calma y no ofreció resistencia; pidió a los miembros de su grupo que evitaran la violencia y cooperaran con los oficiales rebeldes.