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Los civiles fueron agrupados en un gran comedor y encerrados allí. Tan pronto como estuvieron a solas, los ayudantes de campo sacaron máscaras antigás previamente ocultadas allí; el grupo se puso las máscaras y se arrastró bajo las grandes mesas para aguardar. Afuera empezó a oírse fuego de mortero.

La energía eléctrica fue restablecida exactamente a la una. El fuego cesó.

Agentes del FBI llevando también máscaras forzaron la puerta del otro lado e informaron al Presidente que la rebelión estaba dominada. La Junta de Jefes de Estado Mayor y las tropas desleales habían sido reducidas con gases por un número no revelado de agentes, apoyados por la policía federal. Las pérdidas sufridas por las tropas eran mínimas. La Junta de Jefes no había sufrido ningún daño.

El grupo presidencial fue trasladado de vuelta a Washington en helicópteros, y el Presidente requirió la reactivación inmediata de todas las redes de televisión para anunciar la noticia del intento de golpe de estado y su subsiguiente fracaso. El Congreso fue reunido en una sesión de emergencia, y a petición del Presidente declaró al país bajo la ley marcial. El asunto había terminado.

Un portavoz de la Casa Blanca admitió que el complot era conocido de antemano, pero se negó a revelar las fuentes de la información. Dijo que se había permitido que la acción fuera tan lejos únicamente para saber con exactitud el número e identidad de las tropas que apoyaban a la Junta de Jefes. El portavoz negó los rumores de que estas tropas hubieran sido atacadas con gases neurotóxicos. Dijo que los responsables del complot habían sido acusados de traición y se hallaban detenidos en prisiones separadas; no reveló sus localizaciones, únicamente dijo que estaban lejos de Washington. El portavoz declinó responder a las preguntas relativas al número de agentes del FBI y federales que habían intervenido en la acción; se negó a comentar también, con un encogimiento de hombros, los informes no oficiales de que se habían necesitado varios miles de hombres.

La única información conocida digna de confianza era que un buen número de ellos habían permanecido en secreto en los alrededores de Camp David desde varios días antes de la acción. El portavoz se limitó a decir que los dos grupos habían rescatado valientemente al Presidente y a su grupo.

Brian Chaney no se dio cuenta de que las luces disminuían ni de la dolorosa banda de caucho restallando contra sus tímpanos; tampoco oyó el mazo golpear contra el bloque de aire comprimido y luego rebotar con un suave y oleoso suspiro. No se dio cuenta de que Arthur Saltus se había ido hasta que se dio la vuelta y descubrió que estaba solo.

Chaney miró a su alrededor en el vado refugio y gritó:

—¡Saltus!

No hubo respuesta.

Se dirigió hacia la puerta y gritó en el corredor:

—¡Saltus!

Sonaron varios ecos, luego silencio. El comandante estaba saliendo del vehículo en la base de origen.

—¡Escucha la voz de la torre de marfil, Saltus! ¡Escúchame! ¿Qué te apuestas a que el Presidente no arriesgó su preciosa piel bajo una mesa de comedor? ¿Qué te apuestas a que envió un doble a Camp David? No es un Ricardo Corazón de León, no es un Bayard; no podía estar seguro del resultado.

Chaney salió al corredor.

—Nosotros le prevenimos, idiota…, nosotros le dimos la información. Nosotros le hablamos del complot y de su reelección. ¿ Crees realmente que ha tenido nunca el valor de exponerse? ¿Sabiendo que va a ser reelegido al día siguiente para otros cuatro años? ¿Crees realmente eso, Saltus?

Las cámaras monitoras lo miraron fijamente bajo las brillantes luces.

En la hermética sala de operaciones, el VDT volvió a por él con un explosivo estallido de aire.

Chaney giró sobre sus talones y penetró en el refugio. Los periódicos estaban apilados, todo el material en su sitio, las ropas colgaban ordenadamente en sus perchas. Había vuelto y se estaba preparando para abandonar aquel lugar sin apenas dejar huellas de su paso.

El arrugado sobre atrajo su mirada…, las instrucciones de Katrina y sus papeles de identificación, su pase para la verja de entrada. Frío, impersonal, distante, impasible, reservado… La esposa de Arthur Saltus dándole las instrucciones de última hora para el ensayo sobre el terreno. Aún vivía en la estación; aún trabajaba para la Oficina y para el proyecto secreto, y a menos que el comandante hubiera sido destinado al teatro de la guerra, él estaba viviendo allí con ella.

Pero el barracón estaba oscuro y cerrado.

Brian Chaney tenía la intensa convicción de que él se había ido, de que él y el mayor habían abandonado la estación. No creía en bolas de cristal, en clarividencia, en intuiciones, en premoniciones…; el mayor Moresby podía guardar toda aquella charlatanería en su biblioteca de falsos profetas. Pero una única convicción estaba profundamente asentada en su mente: él no estaba allí en noviembre de 1980.

11

Chaney captó un sutil cambio en las relaciones. No era nada que pudiera identificar, señalar, marcar claramente, pero se había establecido la sombra de una diferencia.

Gilbert Seabrooke había dado una fiesta para celebrar el éxito la noche de su regreso, y el Presidente telefoneó desde la Casa Blanca para ofrecer sus congratulaciones por un trabajo bien hecho. Habló de un premio, una medalla con la que testimoniar la gratitud de una nación…, pese a que la nación no iba a ser informada del sorprendente logro. Brian Chaney respondió con un educado «gracias» y se calló el resto. Seabrooke estaba cerca, atento y vigilante.

La fiesta no fue tan conseguida como hubiera debido ser. Había algún indefinible elemento de espontaneidad que faltaba, ese destello que cuando brota cambia una fiesta ordinaria en una memorable velada placentera. Chaney recordaría la celebración, pero no agradablemente. Dejó a un lado el champaña en favor del bourbon, pero bebió moderadamente. El mayor Moresby parecía encerrado en sí mismo, turbado, meditando sobre algún problema interno, y Chaney imaginaba que estaba preocupado ya por la temible lucha por el poder que iba a producirse dentro de dos años. Moresby había pronunciado unas rígidas y desmañadas palabras de agradecimiento al Presidente, esforzándose en asegurarle sin palabras su constante lealtad. Chaney se sintió turbado a causa de él.

Arthur Saltus bailó. Monopolizó a Katrina, hasta el punto de ignorar incluso las susurradas advertencias de ella de que debía dedicar también algo de su tiempo a Chaney y al mayor. Chaney no deseaba interrumpirlos. En cualquier otra ocasión, en otra fiesta antes de los ensayos sobre el terreno, los hubiera interrumpido tantas veces como se hubiera atrevido, pero ahora captaba el mismo sutil cambio en Kathryn van Hise que había captado en los demás. Las montañas de información que habían traído del noviembre de 1980 en Joliet habían alterado muchos puntos de vista, y el superficial barniz de la fiesta no podía ocultar aquella alteración.