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Finalmente:

—¿Qué ocurrió allá arriba, Brian?

Él parpadeó ante el uso de su nombre de pila. Era la primera vez que ella lo utilizaba.

—Muchas, muchas cosas… Creo que lo hemos cubierto todo en nuestros informes.

De nuevo:

—¿Qué ocurrió allá arriba, Brian?

Él meneó la cabeza:

—Seabrooke deberá considerarse satisfecho con los informes.

—Esto no tiene nada que ver con el señor Seabrooke.

Cautelosamente:

—No sé qué otra cosa puedo decirle.

—Ocurrió algo allá arriba. Soy consciente de un cambio en las relaciones que prevalecían antes de los ensayos, y creo que usted también lo es. Algo ha creado una discordancia, una sutil disonancia que es difícil de definir.

—El muro de Chicago, supongo. Y la revuelta de los Jefes de Estado Mayor.

—Eso nos ha impresionado a todos, pero ¿qué más?

Chaney hizo un gesto ambiguo, buscando una vía de escape.

—Encontré el barracón cerrado, con un candado. Creo que el mayor y yo habíamos abandonado la estación.

—¿Pero no el comandante Saltus?

—Puede que también se hubiera ido…, no lo sé.

—No parece estar usted muy seguro de eso.

—No estoy seguro de nada. Se nos prohibió abrir puertas, mirar a la gente, hacer preguntas. No abrí ninguna puerta. Sólo sé que nuestro barracón había sido cerrado, y no creo que Seabrooke nos hubiera hecho trasladar junto a su residencia.

—¿Qué habría hecho usted si se le hubiera permitido abrir puertas?

Chaney sonrió.

—Habría ido en su busca.

—¿Cree que yo estaba en la estación?

—¡Naturalmente! Usted nos escribió notas a cada uno de nosotros, dándonos instrucciones finales y depositándolas en la habitación de abajo. Reconocí su letra.

Una vacilación.

—¿Encontró usted alguna evidencia similar de alguien más que siguiera en la estación?

Prudentemente:

—No. Su nota era la única.

—¿Por qué ha cambiado la actitud del comandante?

Chaney se la quedó mirando, casi atrapado.

—¿Lo ha hecho?

—Creo que usted se ha dado cuenta también de la diferencia.

—Quizá. Todo el mundo se me presenta ahora bajo una nueva luz. Me estoy volviendo paranoico estos días.

—¿Por qué ha cambiado su actitud?

—Oh. ¿La mía también?

—Está fingiendo conmigo, Brian.

—Le he dicho todo lo que podía decirle, Katrina.

Los entrelazados dedos de ella se movieron nerviosamente sobre la mesa.

—Noto algunas reservas mentales.

—Chica observadora.

—¿Se había producido alguna…, alguna tragedia personal allí arriba? ¿Implicando a alguno de ustedes?

Rápidamente:

—No. —Sonrió a la mujer a fin de borrar cualquier carácter ofensivo de sus siguientes palabras—. Y, Katrina…, si es usted lista, si es usted realmente lista, no haya más preguntas. Yo mantengo algunas reservas mentales; eludiré algunas preguntas. ¿Por qué no nos detenemos aquí?

Ella se lo quedó mirando, frustrada y desconcertada.

—Cuando haya terminado esta investigación—dijo él—, deseo irme. Haré todo lo que sea necesario para completar el trabajo cuando volvamos del sondeo, pero en cuanto éste haya terminado me gustaría regresar a la Indic, si eso es posible; me gustaría trabajar en el nuevo estudio de las paradojas, si se me permite, pero no deseo seguir aquí. He terminado aquí, Katrina.

Rápidamente:

—¿Es a causa de algo que descubrió usted allí arriba? ¿Algo que lo ha alejado de aquí, Brian?

—Oh, no más preguntas, por favor.

—¡Pero no puede usted dejarme tan insatisfecha!

Chaney se puso en pie y empujó la silla vacía contra la mesa.

—Todo le llega a todo el mundo, si dispone del tiempo necesario para esperar. Suena como si fuera de Talleyrand, pero no estoy seguro. Usted dispone de ese tiempo, Katrina. Viva simplemente esos dos próximos años y conocerá las respuestas a todas sus preguntas. Le deseo suerte, y pensaré a menudo en usted en mi depósito de cerebros…, si me dejan volver a él.

Un momento de silencio. Luego:

—Por favor, no olvide su cita con el médico, señor Chaney.

—Ahora voy para allí.

—Dígale a los demás que estén aquí mañana a las diez de la mañana para las instrucciones finales. Debemos evaluar esos informes. El sondeo está previsto para pasado mañana.

—¿Va a bajar usted para vernos partir?

—No, señor. Los aguardaré aquí.

Mayor William Theodore Moresby

4 de julio de 1999

Oráculo sobre Duina. Alguien me grita desde Seír: «Centinela, ¿qué hay de la noche?, centinela, qué hay de la noche?». Dice el centinela: «Se hizo de mañana y también de noche. Si queréis preguntar, volveos, venid».
Libro de Isaías

12

Moresby era metódico.

La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Moresby sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Estaba solo en la habitación iluminada, como era de esperar. El aire era frío y olía a ozono. Moresby se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado; la banqueta no estaba cuando se deslizó por el casco del aparato hasta el suelo. Se puso de puntillas para cerrar la escotilla, luego se dirigió rápidamente al armario en busca de sus ropas. Otros dos trajes, pertenecientes a Saltus y Chaney, colgaban también allí, envueltos en sacos de papel, esperando ser reclamados. Observó que el armario estaba cubierto por una fina capa de polvo. Cuando estuvo completamente vestido, alisó unas arrugas imaginarias en el uniforme de las Fuerzas Aéreas que había elegido llevar.

Moresby comprobó su reloj: las 10.05. Luego buscó el calendario y el reloj eléctricos en la pared para verificar la fecha y la hora: 4 jul 99. El reloj marcaba las 4.10, una desviación de seis horas de su tiempo previsto de llegada. La temperatura era de 21 °C.

Moresby decidió que el reloj funcionaba mal; se guiaría por el suyo. Su última acción antes de abandonar la habitación fue dirigir un impecable saludo militar a las dos lentes gemelas de las cámaras monitoras. Pensó que aquello sería apreciado por quienes estuvieran al otro lado de la pared.

Moresby avanzó a largas zancadas por el corredor absolutamente silencioso en dirección al refugio; sus pisadas levantaron una fina nubécula de polvo. Abrió la puerta del refugio y las luces del techo se encendieron en una automática respuesta. Miró a su alrededor, inspeccionándolo todo. No había ninguna evidencia de que alguien hubiera usado el refugio en los últimos años; los diversos artículos estaban tan ordenadamente colocados como los había hallado durante su última inspección. Moresby encendió una linterna de gasolina para comprobar si funcionaba tras tan largo tiempo; observó con satisfacción su llama regular, y la apagó. Uno podía confiar en los suministros, después de todo. Como si la idea se le hubiera ocurrido de repente, abrió un contenedor de agua para comprobar su calidad; sabía más bien insípida. Pero era algo de esperar si el agua no había sido reemplazada ese año. Consideró aquello como una negligencia.