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Moresby: —Gracias, sargento. Determinaré mi objetivo según vea las oportunidades. Cambio y corto.

Moresby apagó la radio y desconectó la antena. Hecho esto, apagó la grabadora y la dejó sobre el banco para recogerla a su regreso.

Estudió una vez más el mapa, trazando los dos caminos que lo conducirían hasta la carretera general y la carretera alternativa hasta Joliet. El enemigo podía conocer muy bien esas carreteras, tanto como la vía férrea, y si sus acciones llegaban hasta tan al sur debían de tener patrullas por ahí. No sería seguro utilizar un automóvil; los blancos grandes móviles son una tentación.

Un último examen de la habitación no le mostró ninguna otra cosa que creyera que podía necesitar. Moresby tomó un largo sorbo de agua del almacén y abandonó el refugio. El corredor estaba polvoriento y silencioso, aunque brillante bajo las luces y las cámaras monitoras. Observó las puertas cerradas a lo largo de su camino, preguntándose quién habría tras ellas… observando. Obedeciendo órdenes, ni siquiera tocó una manija para ver si estaban cerradas con llave. El corredor terminaba en un tramo de escaleras que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera palabra hasta la última, anulando la advertencia. De todos modos, la hubiera ignorado igualmente.

Moresby comprobó de nuevo la hora de su reloj y metió las llaves primero en una cerradura y luego en la otra. Un timbre sonó a sus espaldas cuando abrió la puerta y salió al aire libre.

El horizonte al nordeste empezaba a palidecer con la llegada del alba. Eran las cinco menos diez de la mañana. El aparcamiento estaba vacío.

Supo que había cometido un error.

Los dos primeros sonidos que oyó fueron el ruido sordo de los morteros al noroeste y el rápido staccato de armas ligeras muy cerca…, hacia la puerta occidental. Moresby cerró de golpe la puerta tras él, se aseguró de que había quedado cerrada y se tiró al suelo, todo ello en un rápido y fluido movimiento. La proximidad de la batalla representaba un shock. Colocó el rifle delante de su rostro y se arrastró hacia la esquina del edificio, buscando cualquier objeto que se moviera.

No vio nada en movimiento en el espacio entre el edificio del laboratorio y la más cercana estructura al otro lado de la calle. El fuego sonó más fuerte cuando alcanzó la esquina y la rodeó.

Un fuerte viento soplaba sobre el techo del laboratorio, arrastrando escombros a lo largo de la calle e inclinando las copas de los árboles plantados en sus bordes. El viento parecía venir de todas direcciones, desde todos lados, gimiendo con una creciente intensidad cuando soplaba hacia el nordeste. Moresby miró en aquella dirección con un asombro cada vez mayor, y supo que había cometido otro error al pensar en un próximo amanecer. Aquello no era el sol. El resplandor anaranjodorrojizo más allá del horizonte era fuego, y el intenso viento le decía que Chicago sufría una enorme tormenta ígnea. Cuando se volviera peor, cuando el acero se fundiera y el vidrio se licuara, un hombre sería incapaz de permanecer de pie contra los enormes vientos que soplaban hacia allá para alimentar el fuego.

Moresby observó la calle por segunda vez, observó el aparcamiento, luego saltó bruscamente en pie y corrió cruzando la calle hacia la seguridad del edificio más cercano. Ningún disparo puntuó su carrera. Se apretó contra la pared maestra, se volvió brevemente para escrutar el camino que había recorrido, y dio la vuelta a la esquina. Los arbustos le ofrecían una protección parcial. Cuando se detuvo para recuperar el aliento y reconocer el terreno abierto que se extendía ante él, descubrió que había perdido la radio militar.

El constante rugir de los morteros le preocupaba.

Era fácil suponer que el cabo de guardia encargado de defender la parte noroeste estaba siendo abrumado por el número, y probablemente inmovilizado. La primera voz en la radio había dicho que él estaba metido en una lucha infernal —«doble rojo» era una nueva terminología si bien fácilmente reconocible— cerca de la verja de entrada o en algún lugar del perímetro oriental, y no podía destacar ningún hombre para la defensa del ángulo noroeste. Una decisión equivocada. Moresby pensó que aquel oficial era culpable de un serio error de apreciación. Podía oír el fuego de rifles ligeros en la verja de entrada —puntuado a intervalos por disparos de escopetas, lo cual sugería que había civiles implicados en la escaramuza—, pero aquellos morteros estaban machacando el ángulo más alejado de la estación, y eso marcaba una diferencia mortal.

Moresby abandonó los arbustos protectores a la carrera. No se divisaba ninguna otra actividad en torno al laboratorio, nada que traicionara movimiento de invasores o defensores.

Avanzó hacia el norte y hacia el oeste, tomando ventaja de todo aquello que le ofreciera cobijo, pero echando a correr ocasionalmente a pecho descubierto por la calle para ganar tiempo, alerta siempre a cualquier otro movimiento humano. Moresby era dolorosamente consciente de su falta de información: no sabía la identidad de los bandidos, de los ramjets, no sabía distinguir a amigos de enemigos excepto por el uniforme que sin duda llevaban. Sabía que era mejor no confiar en un hombre sin uniforme dentro del recinto: los disparos de escopeta eran de armas civiles. Supuso que todo aquel maldito lío era una insurrección civil.

El mortero resonó de nuevo, seguido por un segundo disparo. Si dicho esquema se repetía, eso quería decir que los dos morteros estaban lado a lado, trabajando al unísono. Moresby empezó a correr contenidamente para mantener el aliento. Le preocupaba el ataque chino, aquel Harry lanzado sobre Chicago. ¿Quién era capaz de lanzar misiles como aquél sobre una ciudad norteamericana? ¿Quién era capaz de aliarse con los chinos?

En un tiempo sorprendentemente corto pasó una serie de viejos barracones a un lado de la calle. Reconoció uno de ellos como el edificio en el que había vivido durante unas pocas semanas… hacía unos veinte años. Ahora parecía estar en un estado lamentable. Siguió corriendo a su paso corto, sin detenerse, siguiendo la calzada que a veces utilizaba cuando regresaba de la cantina. El cálido viento soplaba en la misma dirección que él, rebasándolo y medio empujándolo en su camino. Aquel fuego sobre el horizonte estaba alimentándose con el viento y con los escombros que éste arrastraba.

Con un repentino impulso —y porque estaba en su dirección—, Moresby giró bruscamente para acortar camino cruzando un patio hasta la calle E; la piscina estaba cerca de allí. Miró hacia el cielo y lo descubrió apreciablemente más claro; el auténtico amanecer estaba llegando, anunciando la promesa de un caliente día de julio.

Moresby alcanzó la verja que rodeaba el patio y la piscina y dejó de correr, porque su aliento volvía a ser entrecortado. Cautelosamente, el rifle preparado, cruzó la entrada para inspeccionar el interior. El área de esparcimiento estaba desierta. Moresby caminó hasta el embaldosado borde de la piscina y miró dentro: la piscina estaba vacía de agua, el fondo seco y lleno de escombros… Aquel verano no había sido utilizada. Expulsó el aire, decepcionado. La última vez que había visto la piscina —hacía sólo unos pocos días, después de todo, pese a esos veinte años— Katrina estaba jugueteando en el agua azulverdosa llevando aquel ridículo traje de baño minúsculo, mientras Art la perseguía como un sátiro hambriento, deseando echar mano a su cuerpo. Y Chaney permanecía sentado al sol, rumiando torvamente sobre la mujer… Al civil le faltaba iniciativa; nunca lucharía por aquello que deseaba.