Los morteros retumbaron de nuevo con el familiar esquema uno-dos. Moresby se sobresaltó y giró en redondo.
Fuera de la verja del patio vio el automóvil aparcado junto a la acera, a corta distancia calle arriba, y maldijo su propia planificación miope. El ángulo noroeste estaba a casi un par de kilómetros de distancia, demasiado para recorrerla a pie.
Moresby se inmovilizó desalentado cuando vio el tablero de mandos.
Era un coche pequeño —pintado del familiar color verde oliva pardusco—, más parecido al escarabajo alemán que a los estandarizados compactos norteamericanos, pero su tablero de mandos estaba prácticamente desprovisto tanto de adornos como de instrumentos de control. No había llave de contacto, sólo un interruptor señalando las habituales posiciones de marcha y paro; el vehículo tenía un cambio de marchas automático ofreciendo únicamente tres posiciones: estacionamiento, adelante, atrás. Un interruptor de palanca para los faros y otro para los limpiaparabrisas completaban todos los instrumentos.
Moresby se sentó al volante y puso el interruptor en la posición de marcha. Una única luz idiota parpadeó brevemente y se apagó. No ocurrió nada más. Empujó con fuerza la palanca selectora en la posición estacionamiento, accionó varias veces más el interruptor, pero no obtuvo más resultados que la repetición del parpadeo de la luz idiota. Maldiciendo al reluctante coche, volvió a accionar la palanca —empujándola hacia la posición adelante—, y el coche se lanzó hacia adelante con una sacudida, apartándose de la acera. Moresby luchó con el volante y apretó fuertemente el freno, pero no antes de que el vehículo rebotara contra la acera del otro lado y él recibiera una dura sacudida en la espina dorsal. Consiguió detenerse derrapando en medio de la calle, al tiempo que se golpeaba el pecho contra el volante. No había habido ningún sonido audible de motor o maquinaria en movimiento.
Se quedó mirando el tablero de instrumentos con creciente sorpresa, y comprendió que se trataba de un vehículo eléctrico. Soltando con cautela el freno, consiguió que el coche avanzara sin sacudidas hasta alcanzar una velocidad razonable. Esta vez no parecía moverse tan velozmente como antes, y pisó con suavidad el acelerador. El coche respondió, silenciosamente y al parecer sin ningún esfuerzo.
Moresby lo condujo hacia la verja del ángulo noroeste. Tras él, el disparo de escopetas junto a la puerta de entrada parecía haber disminuido.
El camión aún seguía ardiendo. Una columna de aceitoso humo negro trepaba al cielo de primeras horas de la mañana.
El mayor Moresby abandonó el coche y se echó al suelo cuando estuvo a unos cincuenta metros del perímetro. Había un segundo agujero en la verja, conseguido a base de disparos de mortero, y en un primer y rápido examen de la zona vio los cuerpos de dos agresores tendidos junto a la abertura. Llevaban ropas civiles —sucias camisas y téjanos—, y la única señal de identificación visible en sus cadáveres era un brazalete amarillo hecho jirones. Moresby avanzó a rastras hacia la verja, en busca de más información.
El mortero estaba tan cerca que pudo oír el jadeo del disparo antes de la explosión. Moresby enterró el rostro en el polvo y aguardó. El proyectil cayó en algún lugar a sus espaldas, en la ladera, lanzando rocas y polvo al cielo; los escombros cayeron sobre su nuca y su desprotegida cabeza. Mantuvo su posición, inmovilizado en el suelo y aguardando estólidamente a que disparara el segundo mortero.
No disparó.
Tras un largo momento alzó la cabeza para mirar ladera abajo más allá de la rota verja. La ladera ofrecía poco refugio, y el enemigo había pagado un alto precio por aquella desventaja: siete cuerpos estaban tendidos en el terreno entre la verja y un grupo de tocones a unos doscientos metros. Todos aquellos cuerpos iban vestidos iguaclass="underline" trajes de calle y una banda amarilla en el brazo izquierdo.
Ramjets.
Moresby apartó su mirada para estudiar el terreno.
El suelo descendía en una suave pendiente desde su posición y más allá de la verja protectora, hasta nivelarse a unos doscientos metros en una zona cultivable. El terreno plano del fondo parecía haber sido labrado en primavera, pero en él no crecía ninguna planta. Una valla publicitaria se erguía aún en la base de la ladera, mirando hacia la línea férrea de la Chicago and Mobile Southern Railroad, a otros quinientos metros más allá de la zona labrada. Treinta metros al norte de la valla publicitaria y cinco metros más arriba en la ladera había un montón de siete u ocho tocones que habían sido desenraizados y yacían de lado fuera del camino; el campesino había limpiado su campo, pero aún no había quemado los molestos tocones. Las huellas de los neumáticos de un camión de los invasores se veían claramente marcadas en el campo.
Moresby estudió la valla publicitaria y luego los tocones. Si él estuviera dirigiendo el asalto habría situado un mortero tras cada uno de ellos; eran la única cobertura disponible.
Moviéndose con cautela, alzó el rifle y disparó dos veces rápidamente contra la valla publicitaria, cerca de su fondo. Siguieron otros dos disparos, esta vez apuntando a las altas hierbas y maleza que había inmediatamente debajo de la valla. Oyó un grito, un aullido de repentino dolor, y vio a un hombre saltar de entre la maleza y correr hacia los tocones. El bandido cojeaba al correr, sujetándose dolorosamente el muslo.
Era un blanco fácil. Moresby aguardó, siguiendo su carrera.
Cuando el hombre estaba a medio camino entre la valla publicitaria y los cercanos tocones, disparó una sola vez…, alto, apuntando al pecho. El cuerpo saltó hacia delante lanzado por su propio impulso y se estrelló contra el suelo a poca distancia de los tocones.
El jadeo del mortero fue un grotesco eco.
Moresby aguardó un segundo —no más— y hundió su rostro en el suelo. Había habido un furtivo movimiento tras los tocones. El proyectil estalló a sus espaldas, arrojándole metal en vez de polvo, y giró sobre su vientre para ver desintegrarse el coche eléctrico. Un blanco directo. Los fragmentos llovieron sobre él, y se protegió la cabeza y el cuello con las manos. Sintió como aguijonazos en los dedos.
La lluvia cesó. Moresby se sentó y lanzó una furiosa ráfaga hacia los tocones, esperando transmitirle el temor de Dios al hombre del mortero. Volvió a tenderse rápidamente para aguardar el jadeo del segundo mortero. No llegó. Todo estaba en calma, excepto el sonido del viento y el lejano crepitar de disparos esporádicos en la verja principal. Moresby sintió una repentina exaltación: el mortero de apoyo había quedado fuera de combate. Uno menos. Sentándose deliberadamente, apuntando deliberadamente, vació el rifle contra los amenazadores tocones. No hubo fuego de respuesta, pese al blanco que ofrecía. No había habido más que un mortero contra quien luchar…, un mortero manejado por un civil. Un pobre y asqueroso civil.
Moresby descubrió que manaba sangre de sus dedos, y sintió la ardiente exaltación de la batalla. Lanzó un grito para testimoniar su jubiloso descubrimiento. Se dejó caer nuevamente al suelo para recargar su arma y gritó otra vez, aullando una burla al enemigo.
Exploró la zona tras la verja en busca de los defensores, el grupo del cabo al que había captado por la radio. Deberían haberle apoyado cuando abrió fuego ladera abajo. Su inquisitiva mirada descubrió a tres hombres en ese lado de la verja, cerca del camión incendiado, pero ellos no hubieran podido apoyarle. Los zapatos vacíos y el gorro de revestimiento del casco de un cuarto hombre yacían en el torturado suelo diez metros más allá. Captó un destello de movimiento en el agujero de un proyectil —quizá no fuera más que el parpadear de unos ojos o el estremecimiento de unos labios resecos—, y descubrió al único superviviente. Un rostro exangüe lo miró desde el borde del agujero.