Moresby se arrastró por la expuesta ladera y se dejó caer en el hoyo junto al soldado.
El hombre llevaba los galones de cabo en su único brazo, y aferraba una correa a la que en un tiempo había estado unida una radio; de ambas cosas no quedaba ya casi nada. No se movió cuando Moresby aterrizó junto a él y se acurrucó en el ensangrentado agujero. El cabo seguía mirando desesperanzadamente hacia el lugar donde había estado Moresby, hacia la hirviente columna de aceitoso humo que brotaba del camión, hacia el sol a punto de amanecer, hacia el cielo. No volvió la cabeza. Moresby echó a un lado su inútil paquete de raciones y acercó la cantimplora a la boca del cabo. Un poco de agua se deslizó por entre sus labios, pero la mayor parte resbaló por el mentón y se habría perdido si Moresby no la hubiera recogido en su mano y hubiera frotado con ella los labios del hombre. Intentó hacerle tragar un poco más.
El cabo movió la cabeza en una débil negativa y Moresby se detuvo, dándose cuenta de que el agua lo ahogaba; en vez de ello, echó un poco más en la palma de su mano y mojó con ella el rostro del cabo, cerrando al mismo tiempo sus ojos muy abiertos con un húmedo y acariciante movimiento de sus dedos. El brillante y doloroso cielo se cerró.
El viento rugía ladera abajo y a través del campo roturado de abajo, barriéndolo todo en dirección al lago.
Moresby alzó los ojos para estudiar la ladera y el campo. Un pie imprudentemente expuesto y un tobillo eran visibles tras uno de los tocones. Calmadamente —sin el apresuramiento que podía hacer fallar su puntería— alzó su rifle y clavó una única bala en aquel tobillo. Oyó un aullante grito de dolor, y una maldición dirigida a él. El blanco desapareció de su vista. La mirada de Moresby regresó a los zapatos vacíos y al gorro de revestimiento del casco más allá del agujero del proyectil. Decidió moverse… Sabía que tenía que moverse para impedir que el mortero lo alcanzara.
Disparó de nuevo hacia los tocones a fin de mantener al hombre del mortero oculto, luego echó a correr hacia el agujero en la verja donde estaban los cuerpos de los dos agresores. Se dejó caer de bruces al suelo, disparó otra ráfaga y luego saltó de cuatro patas contra el cuerpo más cercano, acurrucándose tras él para que lo protegiera del hombre del mortero. El viento rugía a su alrededor.
Moresby tiró de la camisa del bandido, arrancándole el brazalete y acercándolo a sus ojos para examinarlo más atentamente.
No era más que una banda de tela de algodón amarilla cortada directamente de la pieza, con una tosca cruz negra pintada con tinta china. No había ninguna palabra, ni eslogan, ni otra identificación que pudiera establecer su filiación. Una cruz negra sobre un campo amarillo. Moresby rebuscó en su memoria, intentando encajar ese símbolo en algún trasfondo civil familiar. Tenía que encajar en algún sitio. Su ordenada mente tomó y dio vueltas al término desconocido: ramjet.
Nada. Ni el símbolo ni el nombre eran conocidos antes de su partida, antes de 1978.
Hizo rodar el cuerpo ya rígido para volverlo de espaldas y poder ver mejor su rostro, y sintió un desagradable shock. El negro y ensangrentado rostro estaba aún crispado por la agonía de la muerte. Dos o más impactos le habían desgarrado el abdomen, mientras que otro había rasgado su garganta y le había rociado el rostro con su propia sangre; no había muerto instantáneamente. Había muerto gritando su dolor al hombre que estaba junto a él, intentando vanamente cruzar la verja y encargarse de los defensores situados arriba en la ladera.
El mayor Moresby estaba acostumbrado a ver la muerte en el campo de batalla; la forma en que había muerto aquel hombre no lo alteró en lo más mínimo…, pero el detenido escrutinio de su enemigo lo alteró como nada lo había alterado antes. Repentinamente comprendió la tosca cruz negra pintada sobre el fondo amarillo, aunque nunca la hubiera visto antes. Aquello era una rebelión civil, una insurrección organizada.
Los ramjets eran guerrilleros negros.
El mortero jadeó allá abajo en la ladera, y el mayor Moresby se acurrucó tras el cadáver. Aguardó impacientemente a que el proyectil cayera en algún lugar tras él, sobre él, para luego por el amor de Dios hacer callar de una buena vez aquel mortero.
Pasaban veinte minutos de las seis de la mañana del 4 de julio de 1999. El sol naciente convertía el horizonte en un inmenso incendio.
El ramjet a cargo del mortero dominó el dolor de su tobillo destrozado y se asomó prudentemente por encima de un tocón para constatar que había sido el vencedor.
Capitán de corbeta Arthur Saltus
23 de noviembre del año 2000
13
Saltus estaba preparado para la celebración.
La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Saltus sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Estaba solo en la habitación, como era de esperar, pero notó con cierta sorpresa que algunas de las luces del techo se habían fundido. Mal mantenimiento. El aire era frío y olía a ozono. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado; la banqueta no estaba, y se deslizó por el casco hasta el suelo. Saltus se puso de puntillas para cerrar la escotilla, luego se dirigió al armario en busca de sus ropas.
Otro traje, perteneciente a Chaney, estaba colgado allí en su bolsa de papel, aguardando ser reclamado. Observó que el armario tenía una espesa capa de polvo, y una fina película del mismo había llegado a deslizarse dentro. Pésimo mantenimiento. Cuando Saltus estuvo vestido con las ropas civiles que había elegido llevar, sacó la petaca de buen bourbon que había escondido en el armario y la deslizó subrepticiamente al bolsillo de su chaqueta.
Pensó que estaba ya adecuadamente preparado para el futuro.
Arthur Saltus comprobó su reloj: las 11.02. Luego buscó el calendario y el reloj eléctricos en la pared para verificar la fecha y la hora: 23 nov 00. El reloj marcaba las 10.55. La temperatura era muy baja, casi de diez grados bajo cero. Saltus supuso que su reloj iba mal; había ido mal otras veces.
Abandonó la habitación sin dirigir una mirada a las cámaras, manteniendo cautelosamente una mano sobre la botella para disimular el bulto en su bolsillo. No creía que los ingenieros aprobaran sus intenciones.
Saltus avanzó a grandes zancadas por el corredor absolutamente silencioso en dirección al refugio; el polvo del suelo amortiguaba sus pisadas, y se preguntó si William habría encontrado el mismo polvo hada dieciséis meses. El viejo debía de haberse sentido contrariado. Abrió la puerta del refugio y las luces del techo se encendieron en una automática respuesta…, pero también allí algunas de ellas estaban fundidas. Alguien iba a tener que hacerse responsable de aquellas deficiencias de mantenimiento. Saltus se detuvo una vez cruzada la puerta, sacó la botella de su bolsillo y quitó el precinto del tapón.
Su grito resonó en la vacía habitación.
—¡Feliz cumpleaños!
Por un momento, tuvo cincuenta años.