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Arthur Saltus se equipó para su exploración, sin dejar de mantener un ojo fijo en la puerta.

Se enfundó en una parka y se echó la capucha sobre la cabeza; se quitó los zapatos ligeros que había llevado el verano de su partida y encontró un par de botas de excursionista del tamaño adecuado. Se metió unos guantes en el bolsillo. Luego se colgó una cantimplora de agua al hombro y un paquete de raciones en bandolera. Tomó un rifle, lo cargó y vació dos cajas de cartuchos en sus bolsillos. El mapa no le resultaba de ningún interés; conocía el camino a Joliet, había estado allí apenas el jueves pasado para averiguar un asuntillo que le interesaba al Presidente. El Presidente le había dado las gracias por ello. Cargó una cámara de filmar y encontró sitio para guardar un repuesto de película de nailon virgen.

Saltus decidió no llevarse ni radio ni grabadora, pues no deseaba ir sobrecargado; ya lo iba bastante, y todo indicaba claramente que su exploración iba a ser un completo fracaso. Chicago estaba perdido, prohibido, y Joliet podía ser un problema. Pero había algo que podía hacer con la grabadora y el breve mensaje de William, algo para asegurar su retorno a la base de origen. Un último examen de la habitación le indicó que no había ninguna otra cosa que creyera que podía necesitar. Apagó las luces.

Saltus tomó un largo trago de su menguante reserva de bourbon y abandonó el refugio. El corredor estaba polvoriento y vacío, e imaginó que podía ver las huellas de sus propios pasos.

Llevó la grabadora con su cable colgando hasta la sala de operaciones, donde aguardaba el vehículo en su tanque de poliagua. Un examen detenido de la habitación le reveló la ausencia de tomas de corriente; incluso la electricidad necesaria para el reloj y el calendario procedía del otro lado de la pared tras los instrumentos encajados, quedando completamente oculta.

—¡Maldita sea! —Saltus giró en redondo para mirar a los dos ojos de cristal—. ¿Acaso no pueden hacer nada a derechas? Incluso su asqueroso giroscopio a protones es…, ¡es sheeg\

Salió violentamente de la habitación, cruzó el polvoriento corredor hacia la puerta del laboratorio y le dio una resonante patada para advertir a los otros de su irritación. Eso debería sacudir un poco a los malditos ingenieros.

Su mandíbula colgó cuando la puerta se abrió lentamente ante su patada. Nadie la cerró de golpe de nuevo. Saltus se acercó y miró dentro. Nadie lo echó hacia atrás. El laboratorio estaba vacío. Penetró en él y miró a su alrededor; aquélla fue su primera visión del lado técnico del proyecto, y la impresión fue más bien pobre.

También allí algunas de las luces del techo estaban fundidas, sin que nadie las hubiera reemplazado. Tres pantallas monitoras alineadas ocupaban un panel de la pared a su mano izquierda; una de ellas estaba en blanco, pero las otras dos le mostraron una imagen confusa y poco satisfactoria de la habitación que acababa de abandonar. El vehículo era reconocible tan sólo por su forma y su tanque de apoyo. A las dos imágenes les faltaba definición, como si los tubos de las pantallas estuvieran gastados más allá de su vida normal. Giró lentamente sobre la punta de sus pies y escrutó la habitación, sin encontrar nada que sugiriera una reciente ocupación. Los instrumentos y el equipo estaban allí —y seguían funcionando—, pero el personal del laboratorio se había desvanecido, no dejando nada excepto polvo y señales en el polvo. El amarillo ojo del panel de una computadora le miraba fijamente como a un intruso.

Saltus apoyó la grabadora en una mesa y la conectó a un enchufe.

Dijo sin preámbulos:

—Chaney, la cueva del tesoro está vacía, abandonada; los ingenieros se han ido. No me pregunte por qué o adonde; no hay el menor signo, ninguna pista, y no han dejado notas. Estoy en el laboratorio, pero aquí no hay nadie excepto los ratones y yo. La puerta estaba abierta, como quien dice, así que entré.

Dio un sorbo de whisky, pero esta vez no se preocupó de ocultarlo de la grabadora.

—Voy a ir arriba para buscar a William. Espérame, Katrina, encantadora criatura. Feliz cumpleaños, gente.

Saltus desenfuchó la grabadora, enrolló el cordón en torno al aparato y regresó a la otra habitación para meter la grabadora dentro del VDT. Para compensar el peso añadido, soltó la pesada cámara de la burbuja y la tiró por la borda tras recuperar primero el cartucho de la película. Esperaba que el agente de enlace de Washington se pusiera hecho una furia por la pérdida. Saltus volvió a cerrar la escotilla y abandonó la habitación.

El corredor terminaba en un tramo de escalera que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera palabra hasta la última, anulando la advertencia.

Saltus comprobó la hora en su reloj y metió las llaves en las cerraduras. Un timbre sonó a sus espaldas cuando abrió la puerta. El día brillaba a causa del sol y de la nieve.

Faltaban cinco minutos para las doce del mediodía. Su cumpleaños apenas acababa de empezar.

Un automóvil lo aguardaba en el aparcamiento.

14

Arthur Saltus salió cautelosamente a la nieve. La estación parecía abandonada; nada se movía en ninguna calle hasta tan lejos como alcanzaba la vista.

Su mirada regresó al automóvil aparcado.

Era pequeño, parecido al escarabajo alemán, y de color verde oliva pardusco, pero finalmente lo reconoció como norteamericano por la marca estampada en cada tapacubos. El coche estaba allí desde antes que empezara a nevar; no había huellas de movimientos de ninguna clase. Una delgada capa de nieve cubría el capó y el techo del vehículo, y una ventana estaba abierta apenas un centímetro, lo suficiente para dejar entrar la humedad.

Saltus examinó el aparcamiento, el jardín de flores adjunto y las heladas extensiones desiertas ante él, pero no descubrió nada que se moviera. Se mantuvo rígido, alerta, observando atentamente, escuchando, husmeando el viento en busca de señales de vida. Nada ni nadie había dejado marcas reveladoras en la nieve, ni sonidos ni olores en el viento. Cuando se sintió satisfecho al respecto, se apartó de la puerta de operaciones y dejó que se cerrara tras él, asegurándose de que quedaba bien cerrada. Con el rifle preparado, avanzó cautelosamente hacia una esquina del edificio del laboratorio y miró al otro lado. La calle estaba libre de huellas y desierta, del mismo modo que los senderos y las extensiones de césped de las estructuras situadas al otro lado de la calle. Las copas de los árboles se doblaban bajo el peso de la nieve. Su pie golpeó un objeto cubierto por el manto blanco cuando dio un paso alejándose de la esquina protectora.

Miró hacia abajo, se inclinó y extrajo una radio de la nieve. Había sido tomada del almacén de abajo.

Saltus le dio la vuelta para ver si había recibido algún daño, pero no observó ninguno; el aparato no mostraba señales que sugirieran que había recibido algún disparo, y tras una corta vacilación concluyó que Moresby simplemente se había desprendido de ella para liberarse de peso extra. Saltus reanudó su patrulla, con la intención de rodear el edificio para asegurarse de que estaba solo. La nieve brillaba bajo el sol y se exhibía inmaculada a todo su alrededor. Se sintió aliviado, e hizo una nueva pausa para tomar otro poco de bourbon.