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El automóvil reclamó su atención.

El tablero de mandos lo intrigó: tenía un interruptor en vez de la habitual llave, y nada más excepto una luz idiota; no había indicadores para facilitar información útil sobre combustible, aceite, temperatura del agua o presión de los neumáticos, ni siquiera un velocímetro. Animado por una repentina idea excitante, Saltus saltó fuera del pequeño coche y alzó el capó. Tres grandes baterías eléctricas de color plateado estaban alineadas junto a un motor tan compacto y sencillo que no parecía capaz de mover nada, y mucho menos un automóvil. Volvió a cerrar el capó y ocupó de nuevo el asiento. Movió el interruptor a la posición marcha. No se produjo ningún sonido, excepto un breve parpadeo de la luz idiota. Saltus empujó con gran suavidad la palanca selectora a la posición adelante y el coche se arrastró obedientemente sobre la nieve hacia la vacía calle. Apretó el acelerador con creciente exaltación, y dejó que el coche derrapara sobre la calle cubierta de nieve. Coleó y se agitó vertiginosamente, luego recuperó el control cuando Saltus accionó el volante. El pequeño automóvil era muy divertido.

Siguió el camino familiar hacia los barracones donde había vivido con William y el civil, patinando y bailando de un lado a otro por la deslizante superficie debido a que el coche parecía obedecer a la menor insinuación de los mandos. Describía un círculo completo y se detenía con el morro apuntando en la dirección adecuada, se deslizaba de lado sin el menor peligro de volcar, mordía la nieve y saltaba hacia delante con un mínimo de deslizamiento con tal que una rueda hiciera una presa decente. Pensó que los coches eléctricos con tracción a las cuatro ruedas deberían haber sido inventados siglos antes.

Saltus se detuvo desalentado ante el barracón, ante el lugar que antes había ocupado el barracón. Estuvo a punto de pasar de largo sin reconocerlo. Todos los edificios antiguos habían ardido hasta sus cimientos de hormigón, de modo que apenas eran visibles. Salió del coche para contemplar los restos y las solitarias sombras que arrojaba el sol invernal.

Sintiéndose deprimido, Saltus condujo por la calle E y giró al norte en dirección al área de esparcimiento.

Estacionó el coche fuera de la verja que rodeaba el patio, y se asomó cautelosamente por la entrada para escrutar el interior. La nieve, sin señal alguna, lo tranquilizó, pero no se permitió dejarse ganar por una falsa sensación de seguridad. Con el rifle dispuesto, haciendo una pausa cada pocos pasos para mirar y escuchar, y husmear el viento, Saltus avanzó hacia el embaldosado borde de la piscina y miró hacia abajo. Estaba casi vacía, sin agua, y el trampolín había desaparecido.

Casi vacía: media docena de largas formas yacían bajo la sábana de nieve que cubría el fondo, formas humanas. Dos cascos de soldado estaban tirados cerca de ellas, reconocibles por su forma pese a la nieve que los cubría. Un pie desnudo y helado sobresalía de la sábana a la fría luz del sol.

Saltus desvió la vista, lanzando un suspiro de amargo desánimo; no estaba seguro de lo que había esperado encontrar después de tanto tiempo, pero evidentemente no eso…, no los cuerpos del personal de la estación arrojados a una tumba a cielo abierto. Los cascos de soldado sugerían sus identidades y sugerían que habían sido arrojados allí por intrusos, por ramjets. Los supervivientes de la estación hubieran enterrado los cuerpos.

Recordó la hermosa imagen de Katrina en aquella piscina… Katrina, casi desnuda, sucintamente vestida con aquel encantador y sexy traje de baño, y él persiguiéndola, deseando sentir bajo sus manos una y otra vez aquel mojado y espléndido cuerpo. Ella lo había provocado, luego había huido, sabiendo lo que él estaba haciendo pero pretendiendo no darse cuenta; aquello había aumentado aún más su excitación. ¡Y Chaney! El pobre y confuso civil sentado en el solano y ardiendo con una verde y sulfurosa envidia, deseando pero no atreviéndose. ¡Maldita sea, aquél había sido un día digno de ser recordado!

Arthur Saltus escrutó la calle y luego volvió a subir al coche.

Había dos enormes agujeros en la verja que rodeaba la estación en la esquina noroeste. Ambas penetraciones habían sido provocadas por una acción desde el exterior. La carcasa de un camión incendiado había causado una de ellas, y esa carcasa oxidada ocupaba aún la abertura. Un proyectil de mortero había abierto la otra. Había una cavidad poco profunda en el suelo directamente detrás del segundo agujero, una cavidad excavada por la explosión de otro impacto de mortero. Objetos cubiertos de nieve que podían ser los restos de hombres salpicaban la ladera a ambos lados de la verja. Había también la reconocible carcasa de un automóvil totalmente destrozado.

Saltus examinó los restos del coche, haciendo girar las ruedas, de las que colgaban aún jirones de neumáticos, rebuscando entre el revoltijo de partes mecánicas, tomando —para examinarlo con ligero asombro— un parabrisas hecho de plástico transparente tan resistente que había saltado de su sitio y caído sin sufrir el menor daño a un par de metros de los restos. Lo comparó con el parabrisas de su propio coche, y descubrió que eran idénticos. Las baterías habían sido retiradas… o habían resultado completamente destrozadas; el pequeño motor era una masa de metal fundido.

Saltus rascó del mejor modo posible la nieve de los alrededores en busca de algo que indicara que William Moresby había muerto allí. Consideraba probable que William hubiera encontrado aquel coche en el aparcamiento —era un gemelo de su propio vehículo— y lo hubiera conducido hacia el norte en busca del escenario de la contienda. Hasta allí. Sería una maldita mala suerte que el hombre hubiera muerto antes de poder salir de su coche. El viejo William se merecía algo mejor que eso.

No encontró nada, ni siquiera un jirón de uniforme entre los restos; por el momento aquello era reconfortante.

En la parte baja de la ladera se divisaban un montón de tocones y una colgante valla publicitaria. Saltus se dirigió hacia allí para examinarlos. Un cuerpo cubierto por la nieve yacía aplastado contra un tocón, pero eso era todo; no había ningún arma con él. Los restos despedazados de un mortero estaban esparcidos alrededor de la valla publicitaria, y por la apariencia de la pieza dedujo que un proyectil defectuoso había estallado dentro del tubo, destruyendo el arma y probablemente matando al hombre que la manejaba. No había allí ningún cadáver que apoyara esa suposición, a menos que fuera el que estaba aplastado contra el tocón. El segundo de los dos morteros mencionados en la grabación faltaba; había desaparecido. Los vencedores de aquella escaramuza tenían que haber sido los ramjets; habían recogido el mortero que les quedaba y se habían retirado… o habían penetrado por la abertura para invadir la estación.

Saltus regresó ladera arriba y cruzó la abertura en la verja. El nevado suelo se curvaba graciosamente, siguiendo el redondeado contorno de una cavidad de fondo irregular. Se torció el pie con algo invisible en el fondo del agujero y estuvo a punto de perder el equilibrio. Un frío viento soplaba por la ladera, entumeciendo sus dedos y azotándole el rostro.

Empezó la desagradable tarea de rascar la nieve allí donde divisaba un objeto caído que podía ser un hombre, limpiando sólo lo suficiente para tener un atisbo de las semipodridas ropas del uniforme. Los defensores llevaban uniformes caqui, y uno de ellos tenía aún colgada del cuello una placa de identificación militar; en otro lugar descubrió unos galones de cabo cosidos a un jirón de manga, y no muy lejos de allí un par de zapatos vacíos. El uniforme azul de William Moresby no apareció por ningún lado.

La sensación de haber olvidado algo lo perseguía.