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Saltus rehizo sus pasos ladera abajo, irritado por su olvido e irritado también por la futilidad del mismo; puso al descubierto los restos de civiles que llevaban ropas civiles difíciles de describir y un brazalete amarillo. Una desteñida cruz negra en un semipodrido trozo de tela amarilla no significó nada para él, pero dobló la tela y la guardó para un posterior examen. Quizá Katrina deseara verla. Los propios ramjets estaban más allá de toda identificación; dieciséis meses de exposición a los elementos los habían hecho tan irreconocibles como aquellos otros cuerpos al otro lado de la verja. Lo único nuevo que descubrió fue que los bandidos mencionados en la cinta eran civiles, civiles equipados con morteros y algún tipo de organización central, quizá el mismo grupo que había lanzado el Harry sobre Chicago. Los ramjets aliados con los chinos, o al menos invitándolos a colaborar.

Para Saltus la escena significaba guerra civil.

Se detuvo ante el siguiente pensamiento, mirando con repentina sorpresa los cuerpos puestos al descubierto. ¿Los ramjets haciendo saltar Chicago… como represalia? ¿Los ramjets vencidos en Chicago veinte años antes, atrapados tras su propio muro, y golpeando su respuesta en una cruel represalia ahora! ¿Los ramjets aliándose a los chinos, unidos por un odio común al establishment blanco?

Examinó de nuevo el cuerpo aplastado contra el tronco, pero la piel del hombre había perdido ya su color.

Arthur Saltus subió la ladera.

El mundo estaba extrañamente silencioso y vado, abandonado. No se veía tráfico en la distante carretera ni en la más cercana vía férrea; el cielo estaba desusadamente vacío de aviones. Permanecía en alerta constante en previsión de cualquier peligro, pero seguía sin ver nada, a nadie; ni siquiera había huellas de animales sobre la nieve. Un mundo abandonado… o, más probablemente, un mundo que se ocultaba. Aquella irritada voz en la radio le había ordenado silencio si no quería revelar la posición de su escondite.

Saltus se detuvo sólo unos pocos minutos más en la fría parte superior de la ladera, de pie entre los restos del destrozado coche. Rogó a Dios por que William hubiera podido saltar fuera del coche antes de que el mortero lo alcanzara. El viejo se merecía al menos poder administrarles un par de buenos golpes a los bandidos antes de que sus profetas de la condenación se hicieran cargo de él.

Estaba finalmente convencido de que el mayor había muerto allí.

Saltus condujo el coche junto a la cantina sin dedicarle más que una breve ojeada al pasar. Como el barracón, las partes de madera de la estructura habían ardido hasta los cimientos de hormigón. Pensó que probablemente los ramjets habían barrido la estación tras abrir su brecha en la verja, quemando todo lo que era combustible y robando o destruyendo el resto.

Era una bendición que el laboratorio hubiera sido construido para resistir guerras y terremotos, o de otro modo habría salido en una habitación abierta al aire libre y saltado de su vehículo a la nieve. Esperaba que hiciera mucho tiempo ya que los bandidos se hubieran muerto de hambre, pero al mismo tiempo recordó la saqueada despensa del refugio.

Aquel bandido no se había muerto de hambre, pero tampoco había alimentado a sus compañeros. ¿Cómo había conseguido franquear la puerta cerrada? Tenía que haber tomado las dos llaves de William…, pero un impacto directo contra el coche habría destrozado las llaves tan seguramente como había destrozado el propio coche. Suponiendo la posesión de las llaves, ¿por qué el bandido no había abierto las puertas a sus compañeros? ¿Por qué el almacén no había sido completamente saqueado, vaciado de todo su contenido, y el laboratorio arrasado? ¿Era el hombre tan egoísta que sólo se había aumentado él y había abandonado a los demás a su suerte? Quizá. Pero faltaban más de un par de botas.

Saltus tomó una curva a velocidad excesiva, patinando en la nieve, y luego siguió su camino en línea recta hacia la puerta principal de la verja. Fue un pequeño consuelo descubrir que la garita aún seguía en pie: los bloques de cemento eran difíciles de quemar o destruir. La propia puerta había sido arrancada de sus goznes y retorcida y arrojada a un lado para dejar el paso libre. La cruzó al volante del coche y se encontró en la carretera apenas visible que se abría ante él; la lisa e inmaculada superficie de nieve flanqueada por canalones poco profundos a ambos lados le sirvió de guía. Apenas el jueves anterior, él y William habían recorrido aquella carretera a toda velocidad para pasar un día en Joliet.

Un hombre barbudo saltó fuera de la garita y atravesó de un disparo la ventanilla trasera del coche.

Arthur Saltus no se tomó el tiempo de decidir si estaba sorprendido o ultrajado; el disparo lo aterró, y reaccionó automáticamente al peligro. Apretando el acelerador hasta el fondo, dio un brusco giro al volante y lanzó el coche a un derrapaje alucinante. Dio un bandazo y un giro en un ángulo vertiginoso, deteniéndose por último con su romo morro apuntando directamente a la garita. Saltus pateó de nuevo a fondo el acelerador. Las ruedas traseras giraron inútilmente en la blanda nieve, encontrando agarre tan sólo cuando el calor de la fricción la hubo derretido y llegaron al pavimento, y entonces lanzaron al coche hacia adelante en un estallido de velocidad que cogió por sorpresa a su conductor. Cruzó con violencia la puerta de entrada, avanzando medio inclinado hacia un lado, golpeó brutalmente con el morro contra la puerta de la garita, y él saltó fuera, agazapándose a un lado del vehículo.

Saltus disparó dos veces en rápida sucesión a través de la combada puerta, y fue respondido con un grito de dolor; disparó otra vez, y luego saltó por encima del coche para agazaparse de nuevo junto a la puerta de la garita. El hombre que había gritado yacía ante él en el suelo, arañándose el ensangrentado pecho. Otro hombre alto, delgado y negro, estaba apoyado contra la pared del fondo, apuntándole. Saltus disparó sin apenas alzar el rifle, y luego se volvió y disparó el tiro de gracia contra la cabeza del hombre que se retorcía en el suelo. El grito cesó.

Por un momento el mundo quedó envuelto en silencio.

Saltus dijo:

—Ahora ¿qué demonios…?

Un golpe increíblemente violento impactó por detrás contra sus ríñones, cortándole la respiración y las palabras, y oyó el ruido de un disparo procedente de una distancia inimaginable. Se tambaleó y cayó de rodillas, mientras un fuego devorador ascendía por su espina dorsal hasta su cerebro. Otro disparo lejano quebró la paz del mundo, pero esta vez no sintió nada. Saltus se volvió sobre las rodillas para enfrentarse a la amenaza.

El ramjet estaba trepando sobre el techo del coche para rematarlo.

Atrapado como un hombre que nada en lodo, Saltus alzó el rifle e intentó apuntar. El arma era casi demasiado pesada para levantarla; actuó en un lento y agonizante movimiento. El ramjet se deslizó del techo del vehículo y saltó hacia la puerta, para alcanzarle a él o a su rifle. Saltus apuntó al rostro pero sin conseguir aclarar su visión. Tras aquel rostro, alguien tan imponente como una montaña se cernió sobre él, las manos de alguien agarraron el cañón del rifle y tiraron para arrancárselo. Saltus apretó el gatillo.

El impreciso rostro cambió: se desintegró en una confusa mezcolanza de huesos, sangre y tejidos, deshaciéndose en pedazos como el coche eléctrico de William bajo el impacto del proyectil de mortero. El desenfocado rostro desapareció mientras un retumbante trueno llenaba la garita y hada retemblar la destrozada puerta. Un enorme fragmento de la montaña se derrumbó sobre él, amenazando con enterrarlo bajo su masa. Saltus intentó apartarse arrastrándose.

El cuerpo que se derrumbaba lo hizo caer y le arrancó su arma. Se hundió bajo su masa, luchando aún por mantener la respiración y rogando no ser aplastado.

Arthur Saltus abrió los ojos para descubrir que la luz del día había desaparecido. Un peso intolerable lo mantenía clavado al suelo de la garita, y un dolor insoportable atormentaba su cuerpo.