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Moviéndose dolorosamente pero ganando tan sólo dos o tres centímetros cada vez, se arrastró de debajo del enorme peso e intentó rodar a un lado. Tras minutos u horas de tenaces esfuerzos consiguió ponerse de rodillas y librarse de la mochila que atormentaba su espalda; derramó tanta agua como bebió antes de que la cantimplora siguiera el mismo camino. Su rifle estaba en el suelo junto a su rodilla, pero se sorprendió al descubrir que su mano y su brazo no tenían la fuerza suficiente para alzarlo. Posiblemente transcurrió otra hora antes de que consiguiera extraer la pistola automática de reglamento de su funda y depositarla en el capó del coche.

Necesitó otro tiempo increíblemente largo para arrastrarse fuera de la garita, aferrándose a ese mismo capó. La pistola resbaló y cayó al suelo. Saltus se inclinó, la tocó, intentó agarrarla, el vértigo lo dominó, y tuvo que abandonar el arma para no derrumbarse de nuevo. Se aferró a la manecilla de la puerta y se izó penosamente hasta conseguir ponerse en pie. Tras un instante lo intentó de nuevo, y sólo consiguió agarrar el arma y erguirse de nuevo antes de que la náusea lo atacara otra vez. Su estómago se contrajo y vomitó.

Saltus subió al coche y puso la marcha atrás para apartarse de la puerta de la garita. Abriendo la ventanilla para permitir que el aire frío azotara su rostro, maniobró el selector de marchas como pudo y consiguió efectuar un sinuoso trayecto desde la puerta de entrada de la verja hasta el aparcamiento. El coche iba de un bordillo al otro, patinando en la nieve y a veces subiéndose a la acera; habría arrojado fuera a su ocupante de haber estado viajando a mayor velocidad. Saltus no se sentía con fuerzas para apretar el freno, y el cochecito sólo se detuvo cuando golpeó contra la pared de cemento del laboratorio. Fue arrojado contra el volante, y luego fuera del coche, contra la nieve. Un punteado rastro de sangre señaló su errática marcha desde el coche a la puerta con las dos cerraduras gemelas.

La puerta se abrió fácilmente…, tan fácilmente que un impreciso rincón de su obnubilada conciencia no dejaba de repetirle: ¿ había insertado las dos llaves en las cerraduras antes de que la puerta se abriera? ¿Había insertado alguna llave?

Arthur Saltus se dejó caer desde lo alto de las escaleras, porque no veía ninguna otra forma de poder bajarlas.

La pistola había desaparecido de su mano pero no podía recordar haberla perdido; su botella de bourbon del cumpleaños había desaparecido de su bolsillo, pero no podía recordar tampoco haberla vaciado o arrojado una vez vacía; las llaves de la puerta se habían perdido. Saltus permaneció tendido de espaldas sobre el polvoriento suelo de cemento, mirando a las brillantes luces y a la cerrada puerta de arriba, en las escaleras. No recordaba haber cerrado aquella puerta.

Una voz dijo:

—Cincuenta horas.

Supo que estaba perdiendo el contacto con la realidad, supo que estaba derivando de uno a otro lado entre una fría y dolorosa conciencia y oscuros períodos de fantasía febril. Deseaba echarse a dormir allí en el suelo, deseaba tenderse allí con el rostro apoyado contra el frío cemento y dejar que el fuego devorador de su espina dorsal terminara consumiéndolo enteramente. El chaleco antibalas de Katrina había salvado su vida… a duras penas. La bala —¿más de una?— estaba alojada en su espalda, pero sin el chaleco le hubiera atravesado de parte a parte y hubiera reventado su caja torácica. Gracias, Katrina.

Una voz dijo:

—Cincuenta horas.

Intentó ponerse en pie, pero cayó boca abajo. Intentó ponerse de rodillas, pero volvió a caer boca abajo. No le quedaban muchas fuerzas. Durante un tiempo que le pareció una eternidad, se arrastró como pudo hacia el VDT.

Arthur Saltus luchó durante una hora para trepar por el lado del vehículo. Su conciencia lo estaba abandonando en un mar de fantasía lleno de náuseas: tenía la sensación alucinatoria de que alguien le quitaba sus pesadas botas…, de que alguien lo ayudaba a despojarse de sus pesadas ropas de invierno e intentaba desnudarlo. Cuando finalmente cayó de cabeza por la abertura del vehículo, que alguien debía de haber abierto, tuvo la fantasía febril de que otra persona distinta a él lo había ayudado a subir al mismo.

Una voz dijo:

—Empuje la barra.

Permanecía tendido boca abajo en la litera de mallas, mirando en la dirección equivocada, y recordó que los ingenieros no podrían recuperar el vehículo hasta pasado el límite de las cincuenta horas. Lo harían cuando William fracasara en su intento de retorno. Había algo debajo de él, clavándose en su cuerpo, poniendo una nueva y dolorosa presión en su caja torácica ya extremadamente sensible al dolor. Saltus extrajo el objeto de debajo de su cuerpo y descubrió que era una grabadora. La lanzó contra la barra impulsora pero falló por pocos centímetros. La alucinación cerró la escotilla.

Dijo con voz espesa:

—Chaney…, los bandidos incendiaron la cueva del tesoro…

La grabadora golpeó contra la barra impulsora.

Eran las dos y cuarenta minutos de la madrugada del 24 de noviembre del año 2000. Su cincuenta cumpleaños había pasado hada ya rato.

Brian Chaney

2000+

Los mansos, los terribles mansos, los feroces y agonizantes mansos, están a punto de tomar posesión de su herencia.
Charles Rann Kennedy

15

Chaney se sentía aprensivo.

La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Chaney sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Supuso que estaba solo en la habitación; el vehículo estaba a oscuras. El aire era tremendamente frío y olía a ozono. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado. Saltus le había advertido que la banqueta no estaba, así que se deslizó cautelosamente hasta el suelo, y se sujetó por un momento en el tanque de poliagua para orientarse. La oscuridad era completa a su alrededor; no oía nada, nada excepto el ronco sonido de su propia respiración.

Brian Chaney se puso de puntillas para cerrar la escotilla pero se detuvo bruscamente. El VDT era su único nexo de unión con la base de origen, y era más prudente dejar la escotilla abierta y esperándolo. Adelantó las manos para encontrar a tientas el armario; recordaba su situación aproximada, y le bastaron unos pocos pasos vacilantes en la oscuridad para chocar con él. Su traje colgaba metido en una polvorienta bolsa de papel, limpiado en la lavandería hacía quién sabe cuántos años, y sus zapatos estaban al fondo, debajo del traje. Una pistola automática —puesta allí ante la insistencia de Arthur Saltus— formaba ahora un bulto desagradable en el bolsillo de su chaqueta.

El arma no hizo sino aumentar su aprensión.

Chaney no se molestó en comprobar su reloj: no tenía esfera luminosa, y no podía verse nada en la pared. Abandonó la habitación a oscuras.

Avanzó lentamente por el corredor en un fantasmal silencio negro hasta el refugio; el polvo alzado por sus pasos le daba deseos de estornudar. Encontró al tacto la puerta del refugio y la abrió, pero las luces del techo no se encendieron en automática respuesta. Chaney buscó el interruptor manual junto a la puerta, lo accionó, pero siguió sumido en la oscuridad: la energía eléctrica había fallado, y el ingeniero que les había dado la conferencia era un mentiroso. Escuchó atentamente en la invisible habitación.