Chaney se humedeció los labios, secos ahora por la aprensión, y abandonó el refugio.
El corredor terminaba en un tramo de escaleras que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera hasta la última palabra, anulando la advertencia. Chaney comprobó la hora, y dejó las dos linternas en el escalón superior para su regreso. Metió las llaves en las dos cerraduras gemelas y salió vacilante al aire libre.
El día era brillante y soleado pero muy frío. El cielo era claro, azul y libre de aviones; parecía como si acabara de ser barrido, un cielo muy distinto del brumoso y polucionado que había conocido durante casi toda su vida. Placas de escarcha cubrían los lugares donde el sol aún no había llegado.
Su reloj marcaba las 9.30, y supuso que la hora era correcta; la brillante mañana parecía recién iniciada.
Una carreta de dos ruedas aguardaba en el aparcamiento.
Chaney se quedó contemplando la primitiva aparición, preparado para casi todo menos para eso. La carreta no estaba muy bien construida, y había sido montada con maderas viejas, un eje, y un par de ruedas tomadas de uno de los pequeños coches eléctricos que Saltus había descrito. Tiras de cable metálico habían sido utilizadas para mantener unidos los cuatro lados allí donde los clavos no hubieran conseguido hacer un buen trabajo, y para unir el chasis al eje; los neumáticos de las ruedas se habían podrido hacía mucho, y la carreta rodaba sobre sus llantas metálicas. Ciertamente el trabajo no era el de un carpintero habilidoso.
El segundo objeto que llamó su atención fue un montón de arcilla apilado en la zona contigua que había sido en su tiempo un jardín de flores. Hierbas y maleza desusadamente altas crecían por todas partes, cubriendo en parte la visión de la estación y bloqueando casi la visión del amarillento montón; las hierbas crecían altas alrededor del aparcamiento, y más allá de él, y en todos los espacios despejados que rodeaban a los edificios al otro lado de la calle. La maleza y las hierbas llenaban toda la distancia hasta tan lejos como alcanzaba la vista, y aquello le hizo recordar que se decía que aquella región había sido zona de pasto de los bisontes cuando Illinois era una pradera india. El tiempo había hecho aquello, el tiempo y la falta de cuidados. Los jardines de la estación llevaban mucho tiempo desatendidos.
Avanzando cautelosamente, deteniéndose a menudo para escrutar a su alrededor, Chaney se acercó al montículo.
Cuando estuvo a poca distancia descubrió el leve rastro de un camino que discurría desde el borde del aparcamiento y a través del jardín hasta el montículo. Su siguiente descubrimiento fue también contundente. A lo largo del sendero —casi inviable entre la alta hierba— había una canalización de agua, un burdo acueducto hecho con desagües arrancados de algún edificio y retorcidos hasta darles la forma necesaria para su propósito. Chaney se detuvo en seco, sorprendido, y contempló los desagües y el cercano montículo, preguntándose qué iba a descubrir. Siguió avanzando lentamente.
De pronto llegó a un claro entre la abundante maleza y descubrió el artefacto: una cisterna con una burda tapa de tablas de madera. Un cubo y una cuerda larga descansaban a su lado.
Chaney rodeó lentamente la cisterna y el montón de arcilla resultado de la excavación, para tropezar con otra canalización hecha con el mismo tipo de desagües; el segundo acueducto discurría entre las hierbas y la maleza hacia el edificio del laboratorio, probablemente para recoger el agua del tejado. El montón de arcilla no era reciente. Golpeado por una repentina curiosidad, se arrodilló y alzó la tapadera, para hallar la cisterna medio llena de agua. Las paredes del pozo estaban construidas con viejos ladrillos y piedras sin desbastar, pero el agua era notablemente limpia, y miró para averiguar el porqué. Filtros hechos con telas metálicas arrancadas de ventanas estaban colocados en los extremos de cada desagüe para proteger la cisterna de escombros y pequeños animales. Los propios desagües estaban despejados de hojas y basura, y las uniones habían sido selladas con una sustancia alquitranada.
Chaney dejó a un lado el rifle y se inclinó para estudiar con asombro la cisterna. Era fácilmente reconocible.
Como la carreta, no había sido construida por unas manos expertas. La forma —sus Líneas generales— le resultaba familiar: los lados no del todo perpendiculares, la boca no exactamente redonda, más ancha en el fondo que en la parte alta. Era extraña, imperfecta, con un total desprecio de la plomada…, pero era una copia razonable de una cisterna nabatea, y se podía esperar que conservara el agua durante un siglo o más. En aquel lugar era algo sorprendente. Chaney volvió a colocar la tapa y se puso en pie.
Cuando se volvió vio la tumba.
Le impresionó. El lugar había quedado oculto a sus ojos hasta ahora por la alta vegetación del jardín, pero de nuevo un sendero apenas insinuado conducía de la cisterna hasta ella. El montículo que formaba la tumba era pequeño, antiguo, y cubierto por una corta hierba; la cruz que la señalaba estaba sujeta con clavos y pintada de blanco, aunque la pintura se veía ya vieja. Unas letras casi borradas eran visibles en los brazos de la cruz.
Chaney se acercó y se arrodilló de nuevo para leerlas.
A ditat Deus K
La puerta de la garita de la verja de entrada había sido arrancada de sus goznes y había desaparecido, quizá para construir con ella la carreta.
Chaney miró cautelosamente por la abertura, atento al peligro pero temiendo su posibilidad, luego penetró para examinar la garita más de cerca. Estaba vacía. No quedaba el menor rastro de los hombres que habían muerto allí: huesos, armas, restos de ropas, nada. Algunos de los cristales de las ventanas habían desaparecido, pero otros seguían intactos; a dos de las ventanas les faltaba su enrejado. Un lugar vacío.
Salió de nuevo y volvió a mirar la verja de entrada.
Había sido cerrada y asegurada con cadenas, bloqueando efectivamente cualquier intento de penetración de alguien que no fuera un decidido escalador, y se habían hecho esfuerzos por reparar los daños que había sufrido. Chaney observó todo aquello con una simple mirada, y avanzó para estudiar los signos disuasorios adicionales, las advertencias añadidas. Tres macabros talismanes colgaban por la parte exterior de la verja, frente a la carretera: tres cráneos, tomados de los cadáveres de los hombres que habían muerto en la garita hacía tantos años. La advertencia de prohibida la entrada no podía ser más explícita.
Chaney se quedó mirando los cráneos, sabiendo que aquel tipo de advertencia era tan viejo como la historia; sabía de avisos similares que habían guardado ciudades en Palestina antes de la conquista romana, advertencias que habían sido utilizadas incluso hasta el siglo xvm en algunos de los más remotos poblados del Negev.
No vio a nadie en la zona: la entrada y sus alrededores estaban desiertos, la advertencia era respetada. Hierbas y maleza que llegaban hasta la cintura crecían en las cunetas y los campos a ambos lados de la carretera privada que conducía hasta la lejana carretera general, pero aquellas hierbas no habían sido alteradas por el paso de los hombres. La negra calzada estaba vacía, la línea blanca pintada en su centro había desaparecido hada tiempo, y la superficie del asfalto estaba muy estropeada por los años. Un automóvil que la utilizara actualmente se vería obligado a circular a paso de caracol.
Chaney fotografió la escena y abandonó el lugar.
Caminando hacia el norte a un paso rápido, siguió la ruta familiar hacia el barracón donde había vivido hacía tan poco con Saltus y Moresby. Casi pasó junto al lugar sin verlo debido a que estaba cubierto por un amasijo de hierbas y maleza; ningún edificio se elevaba sobre aquella jungla.