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Lois MacMaster Bujold

El aprendiz de guerrero

1

El alto y hosco suboficial vestía uniforme Imperial y llevaba su lista de comunicaciones como la vara de un mariscal de campo. La golpeaba distraídamente contra el muslo y rastreaba al grupo de jóvenes de pie frente a él, clavándoles una mirada de seco desdén. Desafiante.

Todo es parte del juego, se dijo a sí mismo Miles. Estaba de pie en la fresca brisa otoñal con pantaloncillos cortos y zapatillas, tratando de no tiritar. Nada mejor para desequilibrarle a uno que estar casi desnudo cuando todo alrededor parece listo para una de las inspecciones del emperador Gregor; aunque, para ser justos, casi todos allí vestían como él. El suboficial que supervisaba las pruebas parecía sencillamente una multitud de un solo hombre.

Miles le midió, preguntándose qué ardides, conscientes o inconscientes, empleaba con su lenguaje corporal para lograr ese aire de fría competencia. Había algo que aprender ahí…

— Correrán de dos en dos — ordenó el suboficial.

No parecía alzar la voz, de algún modo, ésta estaba graduada para llegar hasta el extremo de las filas. Otra treta eficaz, pensó Miles; le recordaba esa costumbre de su padre de declinar la voz hasta un susurro cuando estaba enfurecido. Fijaba la atención.

— El cronometraje de los cinco kilómetros empieza inmediatamente al terminar la última fase de la carrera de obstáculos, recuérdenlo. — El suboficial comenzó a designar las parejas.

Las eliminatorias, para los aspirantes a oficiales del Servicio Imperial de Barrayar, duraban una agotadora semana. Miles ya había dejado atrás cinco días de exámenes escritos y orales. La peor parte había pasado, decían todos. Había casi un aire de distensión entre los jóvenes que le rodeaban. Había más charlas y bromas en el grupo, quejas exageradas sobre la dificultad de los exámenes, el ingenio marchito de los oficiales examinadores, la mala comida, el sueño interrumpido y las sorpresivas distracciones durante las pruebas. Éstas eran quejas de autofelicitación entre los supervivientes. Esperaban con placer los exámenes físicos, como un juego. Un recreo, tal vez. La peor parte había pasado; para todos, excepto para Miles.

Estaba erguido tan alto como era y se estiraba, como si pudiera enderezar su encorvada columna con la fuerza de la voluntad. Dio un ligero tirón a su barbilla, como equilibrando su cabeza — una cabeza adecuada para un hombre de más de un metro ochenta de estatura — sobre el esqueleto de menos de metro y medio, y limitó su mirada a la carrera de obstáculos. Empezaba con una pared de hormigón de cinco metros de alto, rematada con clavos de hierro. Trepar no sería problema, no ningún inconveniente con sus músculos; era el descenso lo que le preocupaba. Los huesos, siempre los malditos huesos…

— Kosigan, Kotolitz — gritó el suboficial, pasando frente a él.

El ceño de Miles se tensó y dirigió al suboficial una punzante mirada; enseguida se controló y fijó la vista al frente, en un punto vacío. La omisión del tratamiento honorífico antes de su nombre era una política, no un insulto: todas las clases significaban ahora lo mismo en el servicio del emperador. Una buena política; su propio padre la respaldaba.

El abuelo se quejaría, seguro, pero ese viejo irreconciliable había iniciado su servicio Imperial cuando el arma principal era la caballería y cada oficial entrenaba a sus propios aprendices militares. Haberse dirigido a él en esos días como Kosigan, sin el Vor, podría haber terminado en un duelo. Ahora su nieto solicitaba ingresar en una academia militar, de tipo «fuera del planeta», y entrenar con tácticas de armas energéticas, refugios subterráneos y defensa planetaria; y estaba hombro con hombro junto a jóvenes a quienes, en los viejos tiempos, no hubiera permitido que lustraran su espalda.

No muy hombro con hombro, pensó fríamente Miles, echando un vistazo furtivo a los aspirantes que estaban a su lado. El que haría pareja con él en la carrera de obstáculos, ¿cuál era su nombre?, Kostolitz, notó la mirada y se la devolvió con mal disimulada curiosidad. El nivel de la vista de Miles le dio una buena oportunidad para examinar los excelentes bíceps del camarada. El suboficial ordenó romper filas a los que no iban a correr todavía la carrera de obstáculos. Miles y su compañero se sentaron en el suelo.

— Te he estado observando toda esta semana — dijo Kostolitz —. ¿Qué demonios es esa cosa en tu pierna?

Miles controló su irritación con la facilidad que le daba la práctica. Dios sabía que resaltaba en la multitud, particularmente en esta multitud. Al menos, Kostolitz no hacía signos de brujería al verle, como una cierta campesina decrépita allá en Vorkosigan Surleau. En algunas de las regiones más remotas y atrasadas de Barrayar, como en lo más profundo de las montañas Dendarii, en el propio distrito de los Vorkosigan, el infanticidio aún se practicaba por defectos tan poco graves como el labio leporino, a pesar de los esporádicos esfuerzos de los centros de autoridad más ilustres por extirparlo. Miró al par de varillas metálicas que sujetaban su pierna izquierda desde la rodilla hasta el tobillo, y que habían permanecido ocultas bajo el pantalón hasta ese día.

— Es un refuerzo — respondió, cortés pero esquivo.

Kostolitz seguía mirando curiosamente.

— ¿Para qué?

— Es provisional. Tengo un par de huesos frágiles ahí. Así evitan que se rompan hasta que el cirujano esté completamente seguro que he dejado de crecer. Luego los reemplazarán por unos sintéticos.

— Qué extraño — comentó Kostolitz —. ¿Es una enfermedad, o qué? — Pretendiendo reacomodarse un poco, se movió alejándose ligeramente de Miles.

Cerdo, cerdo, pensó Miles con furia; quizá debiera alarmarle. Tengo que decirle que es contagioso, que yo medía más de uno ochenta el año pasado por estas fechas… Desechó la tentación.

— Mi madre estuvo expuesta a un gas venenoso cuando se encontraba embarazada de mí. Se recuperó; todo salió bien, pero aquello arruinó mi crecimiento óseo.

— ¡Ah! ¿No te dieron ningún tratamiento médico?

— Oh, sí, digno de la Inquisición; por eso ahora puedo caminar, en vez de que me lleven en un cubo.

Kostolitz parecía ligeramente repugnado, pero dejó de dar rodeos sutiles.

— ¿Cómo pudiste pasar los exámenes médicos? Creí que había una altura mínima exigida.

— Eso ha quedado en suspenso, pendiente del resultado que obtenga en las pruebas.

— Ah.

Kostolitz dirigió aquello. Miles volvió otra vez su atención a la prueba que tenía por delante. Tenía que ganar algo de tiempo en la marcha cuerpo a tierra bajo el fuego láser; vaya, lo necesitaría en la carrera de los cinco kilómetros. La falta de altura y la permanente cojera de su pierna izquierda, unos buenos cuatro centímetros más corta que la derecha, le retardarían. No había remedio para eso. Mañana sería mejor; mañana era la fase de resistencia. El grupo de jóvenes zancudos y largos que le rodeaba le vencería incuestionablemente en la carrera de velocidad. Esperaba ser sin dudas el último hombre en el primer trecho de 25 kilómetros mañana y, probablemente, también en el segundo, pero, después de 75 kilómetros, la mayoría estaría flaqueando, a medida que el verdadero dolor aumentara. Soy un profesional del dolor, Kostolitz, pensó dirigiéndose a su rival. Mañana, después del kilómetro 100, te pediré que me repitas esas preguntas tuyas, se es que te queda aliento…

Maldita sea, prestemos atención al asunto, no a esta minucia. Una caída de cinco metros; tal vez fuera dejarlo pasar, sacar un cero en esa parte. Pero su puntuación general sería relativamente mala. Odiaba perder un solo punto innecesariamente y, encima, en el mismísimo comienzo. Iba a necesitar cada uno de ellos. Saltar la pared recortaría su estrecho margen de seguridad.