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— ¿Eh? — dijo Elena, perpleja.

— ¡Seguro! O… de todas maneras, hay un diecisieteavo de probabilidades de que provengamos del mismo reproductor — Dio vueltas alrededor de ella, conjurando la farsa contra los terrores de la joven —. ¡Mi diecisieteava hermana gemela! ¡Debe de ser el Quinto Acto! ¡Ánimo, esto significa que en la próxima escena te casarás con el príncipe!

Elena rió por entre las lágrimas. De pronto, en la puerta sonaron golpes amenazantes. Fuera, el cabo gritó con voz innecesariamente alta:

— ¡Buenas noches, señor!

— ¡Los zapatos! ¡Mis zapatos! ¡Devuélveme las medias! — siseó Elena.

Miles le arrojó las cosas, apagó el ordenador y cerró la tapa, todo en un solo frenético y fluido movimiento. Se catapultó al sofá, tomó a Elena por la cintura y la arrastró con él. Ella rió nerviosamente y maldijo, peleando con su segundo zapato. Una lágrima marcaba todavía una huella reluciente en su mejilla.

Miles deslizó una mano por el cabello de Elena y atrajo su rostro hacia el suyo.

— Será mejor que esto parezca bien. No quiero que el capitán Koudelka sospeche nada. — Dudó un instante, y su sonrisa trocó en seriedad. Los labios de Elena se fundieron con los suyos.

Las luces se encendieron; ellos se separaron de un salto. Miles espió por encima del hombro de ella y, por un momento, se olvidó de cómo exhalar.

El capitán Koudelka. El sargento Bothari. Y el conde Vorkosigan.

El capitán Koudelka parecía sonrojado, con un ligero pliegue en un costado de la boca, como si se le fugara una enorme presión interna. Miró de lado a sus acompañantes y se contuvo. Es rostro pétreo del sargento era glacial. El conde estaba enfurenciendo rápidamente.

Miles descubrió por fin qué hacer con todo el aire que había retenido.

— Está bien — dijo en un tono seguro y didáctico —, ahora, después de Concédeme esa gracia, en la siguiente línea dices: Con todo mi corazón; y mucho me alegra también ver que ahora estás tan arrepentido. — Miró de lo más impertinentemente a su padre —. Buenas noches, señor. ¿Estamos ocupando su espacio? Podemos ir a ensayar a otro lado…

— Sí, vamos — dijo Elena con voz aguda, recogiendo con celeridad el pie que Miles le había proporcionado.

Dirigió una sonrisa tonta a los tres adultos, ahora que Miles había resguardado su honor. El capitán Koudelka retribuyó la sonrisa de todo corazón. El conde, de algún modo, se las arregló para sonreír a Elena y fruncir amenazadoramente el ceño a Miles al mismo tiempo. El ceño del sargento era democráticamente universal. El guardia de servicio pasó de sonreír a sofocar una carcajada cuando Miles y Elena huyeron por el corredor.

— Conque no puede fallar, ¿eh? — gruñó Elena cuando tomaron el ascensor.

Él ejecutó un pirueta en el aire, desvergonzadamente.

— Una retirada estratégica, en orden; ¿qué más puedes pedir siendo una desconocida, sin número ni clasificación? Sólo estábamos ensayando esa vieja obra. Muy cultural. ¿Quién podría objetar? Creo que soy un genio.

— Creo que eres un idiota — dijo ella furiosamente —. Mi otra media está colgando de tu hombro.

— Oh. — Giró el cuello y se quitó la prenda adherida. Se la devolvió a Elena con una débil sonrisa de disculpa —. Supongo que eso no habrá quedado muy bien.

Elena le miró.

— Y ahora me van a echar un sermón. Considera a cada hombre que se acerca a mí como un potencial violador; probablemente ahora también me prohíba hablarte. O me envíe otra vez al campo, para siempre… — Llegaron a la puerta —. Y, además de eso, me… me mintió acerca de mi madre.

Se refugió en su dormitorio, golpeando tan fuerte la puerta que estuvo cerca de pillar unos dedos de la mano de Miles que se estaba levantando en protesta. Éste se inclinó contra la puerta y dijo ansiosamente a través de la madera labrada:

— ¡Eso no lo sabes! Sin duda, habrá una explicación absolutamente lógica, y yo voy a encontrarla…

— ¡VETE! — fue el aullido amortiguado que recibió como respuesta.

Vagó indeciso por el pasillo unos minuto más, esperando una segunda oportunidad, pero la puerta permanecía intransigentemente cerrada y silenciosa. Después de un rato, tomó conciencia de la rígida figura del guardia de servicio del piso, al final del corredor. El hombre, cortésmente, no le miraba. El destacamento de seguridad del primer ministro estaba, después de todo, entre los más discretos, así como entre los más eficaces que había a disposición. Miles maldijo por lo bajo y, arrastrando los pies, volvió al ascensor.

4

Miles se cruzó con su madre en un pasillo de la planta baja.

— ¿Has visto últimamente a tu padre, querido? — preguntó la condesa Vorkosigan.

— Sí (desafortunadamente), fue a la biblioteca con el capiptán koudelka y el sargento.

— A hurtadillas por un trago — dedujo ella con una mueca — con sus viejos camaradas de tropa. Bueno, no puedo culparle; está tan cansado… Ha sido un día tétrico. Y sé que no ha estado descansando lo suficiente. — Le miró de modo penetrante —. ¿Cómo has dormido tú?

Miles se encogió de hombros.

— Bien.

— Mm. Mejor voy a buscarle antes de que tome más de un trago; el alcohol tiene la inoportuna tendencia a ponerle grosero, y acaba de llegar ese intrigante conde Vorfrozda, acompañado por el almirante Hessman. Va a tener algún problema por delante si esos dos andan juntos.

— No creo que la extrema derecha reúna mucho apoyo, con todos los viejos soldados alineados solidamente detrás de mi padre.

— Oh, Vordrozda no es derechista en el fondo; es sólo personalmente ambicioso, y montará cualquier potro que vaya en su dirección. Ha estado sudando alrededor de Gregor durante meses… — Una chispa de cólera apareció en sus ojos grises —. Lisonjas e insinuaciones, críticas indirectas y esas púas sucias que mete entre las propias dudas del muchacho; le he visto trabajar. No me gusta — dijo enfáticamente la condesa.

Miles sonrió.

— Nunca lo hubiera supuesto. Pero seguramente, no debes preocuparte por Gregor.

Siempre le había causado gracia la costumbre de su madre de referirse al emperador como si más bien fuera su niño retardado adoptado. En cierto sentido era verdad, ya que el antiguo regente había sido el tutor personal y político de Gregor mientras éste era menor.

La condesa hizo un gesto.

— Vordrozda no es el único que no dudaría en corromper al muchacho en cualquier área en la que pueda hundir sus garras: moral, política, lo que quieras; si pensara que eso va a hacerle avanzar un centímetro, y al diablo con el bienestar general de Barrayar… o de Gregor si es necesario para ello. — Miles reconoció al instante lo último como una cita del único oráculo político de su madre, su padre —. No sé por qué esta gente no puede escribir una constitución. Ley oral… ¡qué manera de procurar y manejar un poder interestelar! — Ésta era una opinión vernácula, puramente betana.

— Papá ha estado mucho tiempo en el poder — dijo Miles con tono tranquilo —; creo que habría que arrojarle un torpedo para alejarle de su función.

— Ya lo han intentado — observó la condesa Vorkosigan, volviéndose abstraída —. Me gustaría que pensara seriamente en retirarse. Hemos tenido tanta suerte — su mirada recayó melancólicamente en él — casi siempre…

También ella está cansada, pensó Miles.

— La política nunca se detiene — agregó, mirando al suelo —. Ni siquiera durante el funeral de su padre. — Se iluminó con cierta malicia —. Ni sus parientes. Si lo ves antes que yo, dile que lady Vorpatril le está buscando, eso le completará el día… No, mejor no, porque entonces no le encontraríamos más.