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— Bueno… sí — admitió el conde —. Pero, de hecho, estoy contento de que lo sugiriera. Me… tranquilizaría que estuvieses a salvo en la Colonia Beta los próximos meses. — Se levantó —. Debes disculparme, el deber me llama. Tengo que ver a ese trepador rampante de Vordrozda, para mayor gloria del Imperio. — Su expresión de disgusto estaba cargada de sentido —. Francamente, preferiría emborracharme en un rincón con ese idiota-de-Ivan, o hablar contigo. — Su padre le miró cálidamente.

— Su trabajo está primero, por supuesto, señor. Lo comprendo.

El conde Vorkosigan se detuvo y le miró otra vez, de un modo peculiar.

— Entonces no entiendes nada. Mi trabajo ha sido la ruina para ti, desde el principio. Lamento que significara tal lío para ti… — Lío el tuyo, pensó Miles. Maldita sea, dime lo qu realmente quieres decir —. Jamás me propuse que fuera así. — Inclinó la cabeza y se retiró.

Disculpándose conmigo otra vez, pensó desdichado Miles. Por mí. Sigue diciéndome que estoy bien y luego se disculpa. Incoherente, padre.

Volvió a caminar arrastrando los pies por el cuarto y su dolor estalló en palabras. Arrojó su discurso contra la sorda puerta:

— ¡Haré que te retractes de esa disculpa, maldita sea! ¡Yo estoy bien! ¡Haré que lo veas! ¡Haré que te sientas tan lleno de orgullo por mí que no habrá espacio para tu querida culpa! Lo juro por mi honor de Vorkosigan. Lo juro, padre. — Su voz se hizo un susurro —. Abuelo. De algún modo, no sé cómo…

Dio otra vuelta por el cuarto, hundiéndose en sí mismo, frío y desesperadamente somnoliento. Un desorden de migajas, una botella de vino vacía, otra llena. Silencio.

— Hablando otra vez contigo mismo en el cuarto — susurró —. Una muy mala señal, ya sabes.

Las piernas le dolían. Agarró la segunda botella y se la llevó a la cama.

5

— Bueno, bueno, bueno — dijo el artero agente de aduana betano, simulando sarcásticamente alegría —, pero si es el sargento Bothari de Barrayar. ¿Y qué me trae esta vez, sargento? ¿Algunas minas nucleares antipersonales, olvidadas en el bolsillo trasero? ¿Uno o dos cañones maser, mezclados por accidente en sus enseres de afeitarse? ¿Un implosivo gravitatorio, metido por error en una bota?

El sargento respondió a la broma con algo que estaba entre un gruñido y un bufido.

Miles sonrió, al tiempo que escarbaba en su memoria para recordar el nombre del agente.

— Buenas tardes, agente Timmons. ¿Todavía en el frente? Estaba seguro de que, a estas alturas, estaría en la administración.

El agente saludó a Miles un poco más cortésmente.

— Buenas tardes, lord Vorkosigan. Bueno, el servicio civil, usted sabe… — Revisó los documentos y conectó un disco de datos en el visor —. Los permisos de sus inmovilizadores están en orden. Ahora, si son tan amables de pasar por el detector…

El sargento Bothari frunció el ceño a la máquina y resopló con desdén. Miles trató de seguirl la mirada, pero Bothari trataba estudiadamente de hallar algo de interés en el ambiente. Ante la vacilación, Miles dijo:

— Elena y yo primero, me parece.

Elena pasó tiesa, con una sonrisa insegura, como alguien que espera demasiado de una fotografía y, después, siguió mirando ansiosamente a su alrededor. Aun cuando fuera solamente un yermo puerto subterráneo de entrada, era otro planeta. Miles esperaba que Colonia Beta pudiera compensar el decepcionante fracaso de la parada en Escobar.

Dos días de buscar registros y de caminar bajo la lluvia por olvidados cementerios militares, simulando ante Bothari una pasión por los detalles históricos, no habían revelado ninguna tumba o monumento materno. Elena parecía más aliviada que decepcionada por el fracaso de aquella investigación encubierta.

— ¿Ves? — le había susurrado a Miles —. Mi padre no me mintió. Tú tienes una superimaginación.

La misma reacción desganada del sargento ante la visita reforzaba aquel argumento. Miles lo reconoció. Y, sin embargo…

Era su superimaginación, quizá. Cuanto menos escontraban, más fastidioso se ponía Miles. ¿Estarían buscando en el cementerio equivocado? La propia madre de Miles había intercambiado alianzas al volver a Barrayar con su padre; quizás el romanca de Bothari no había tenido un resultado tan próspero. Pero, si fuera así, ¿acaso deberían estar investigando en los cementerios? Tal vez debiera buscar a la madre de Elena en la guía telefónica… Ni siquiera se animó a sugerirlo.

Deseó no haber estado tan intimidado por la conspiración en torno al nacimiento de Elena, lo cual le abstuvo de sonsacarle información a la condesa Vorkosigan. Bien, cuando volvieran a casa, juntaría coraje y le preguntaría a ella la verdad y dejaría que su prudencia le guiase en lo referente a qué cosas contarle a la hija de Bothari.

De momento, Miles pasaba por el dispositivo detrás de Elena, disfrutando de verla maravillada y esperando, como un mago, sacar a Colonia Beta de un sombrero para deletite de ella.

El sargento pasó por la máquina. Sonó una brusca alarma.

El agente Timmons sacudió la cabeza y suspiró.

— Nunca se rinde, ¿no, sargento?

— Eh… ¿puedo interrumpir? — dijo Miles —. La señorita y yo estamos libres, ¿no? — Recibió un gesto afirmativo y recuperó la documentación —. Le mostraré a Elena los alrededores del puerto de lanzamiento, entonces, mientras ustedes dos discuten sus… diferencias. Puede traer el equipaje cuando lo hayan revisado, sargento. Le veré en el vestíbulo principal.

— Tú no vas a… — comenzó a decir Bothari.

— Estaremos perfectamente bien — le aseguró Miles con aire ligero. Tomó a Elena del brazo y se la llevó, antes de que su guardaespaldas pudiera hacer más objeciones.

Elena miró atrás por encima de su hombro.

— ¿Realmente mi padre está tratando de pasar de contrabando un arma ilegal?

— Armas. Supongo que sí — dijo Miles en tono de excusa —. Yo no autorizo eso, y nunca funciona, pero imagino que se siente desnudo sin armamento mortal. Si los betanos son tan buenos para revisar los enseres de los demás como los son para revisar los nuestros, no tenemos nada de qué preocuparnos, realmente.

La miró, de costado, cuando entraron en el vestíbulo principal, y tuvo la satisfacción de verla contener el aliento. Una luz dorada, brillante y confortable al mismo tiempo, bajaba de una enorme bóveda sobre un gran jardín tropical, sombreado de follaje, rico en pájaros y flores, y ornamentado con el murmullo de fuentes.

— Es como entrar en un terrario gigante — dijo ella —. Me siento como un pequeño saltamontes.

— Exactamente — respondió Miles —. El Zoo de Sílica lo mantiene. Uno de sus hábitats ampliados.

Caminaron hasta un área concedida a pequeños negocios. Guiaba a Elena con sumo cuidado, tratando de escoger las cosas que podrían gustarle y evitando choques culturales catastróficos. El sex-shop, por ejemplo; probablemente fuera demasiado para su primera hora en el planeta, no importa lo atractivo que le quedaba el rosa cuando se sonrojaba. En cambio, pasaron unos minutos muy agradables en una tienda de animales de lo más extraordinaria. Su buen sentido por poco no alcanzó para evitar regalarle un incómodo obsequio: un enorme lagarto Tau Cetano, moteado y de cuello plegado, brillante como una joya, que le llamó la atención. Tenía requerimientos alimenticios bastante estrictos y, además, Miles no estaba muy seguro de que la bestia de cincuenta kilos pudiera ser educada para vivir en una casa. Pasearon por un balcón con vistas al inmenso jardín y, en su lugar, Miles compró helados para ambos. Se sentaron a tomarlos en un banco junto a la baranda.

— Todo parece tan libre aquí — dijo Elena, mientras se chupaba los dedos y miraba alrededor con ojos brillantes —. No se ven soldados ni guardias por todas partes. Una mujer… una mujer podría ser cualquier cosa aquí.