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— Depende de lo que se entienda por libre — respondió Miles —. Ellos soportan reglas que nosotros jamás toleraríamos en casa. Deberías ver a todo el mundo en fila durante un ejercicio de adiestramiento forzoso o en una alarma de tormenta de arena. No tienen margen para… no sé cómo decirlo, ¿fracasos sociales?

Elena le devolvió una sonrisa desconcertada, sin comprender.

— Pero todo el mundo decide su propio matrimonio.

— Pero, ¿sabías que tienes que pedir un permiso para tener un hijo aquí? El primero es a voluntad, pero después…

— Eso es absurdo — observó ella con aire absorto —. ¿Cómo harían para imponer eso? — Evidentemente sintió que su pregunta era bastante audaz, porque miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que el sargento no estuviera cerca.

Miles imitó su gesto.

— Injertos anticonceptivos permanentes, para las mujeres y los hermafroditas. Necesitas el permiso para que te lo quiten. Es la costumbre; en la pubertad… a una chica le hacen su injerto y le perforan las orejas y su… — Miles descubrió que tampoco él era inmune al rubor; cotinuó apresurado —, su himen, también su himen, todo en una misma visita al doctor. Generalmente hay una fiesta familiar, una especie de rito de iniciación. Así es como se puede saber si una chica está disponible, las orejas…

Tenía ahora toda la atención de Elena. La joven llevó furtivamente las manos hasta sus aros y no sólo se puso rosa, sino colorada.

— ¡Miles!, ¿van a pensar que yo estoy…?

— Bueno, es sólo que…, si alguien te molesta, quiero decir, si ni tu padre ni yo estamos cerca, no temas decirle que se vaya; lo hará, no lo toman como un insulto aquí. Pero me pareció mejor avisarte. — Se mordió un nudillo y entornó los ojos —. Ya sabes, si intentas ir las próximas seir semanas con las manos en las orejas…

Elena se puso rápidamente las manos en su regazo otra vez y le miró enardecida.

— Puede parecer terriblemente peculiar, lo sé — dijo Miles en tono de disculpa. Un abrasador recuerdo de cuán peculiar le turbó un momento.

Tenía quince años cuando hizo su visita escolar de un año a la Colonia Beta, y se encontraba por primera vez en su vida ante lo que parecían ilimitadas posibilidades para la intimidad sexual. Esta ilusión se cortó y se extinguió pronto, al ver que las jóvenes más fascinantes ya estaban comprometidas. El resto parecía dividirse, a partes iguales, entre buenas samaritanas, caprichosas/curiosas, hermafroditas y muchachos.

No le importaba ser objeto de caridad, y encontraba que era demasiado barrayano para las dos últimas categorías, aunque suficientemente betano para no incomodarse por las otras. Una breve aventura con una chica de la categoría caprichosas/curiosas resultó ser suficiente. La fascinación de la chica por las peculiaridades de su cuerpo le hizo, finalemente, avergonzarse más que ante la más abierta repulsión que hubiera experimentado en Barrayar, donde había un feroz prejuicio contra la deformidad. De todas maneras, después de descubrir que sus órganos sexuales eran decepcionantemente normales, la chica se había largado.

La aventura había terminado, para Miles, en una terrible depresión que se ahondó durante semanas, culminando al fin en una noche en la tercera y sumamente secreta vez que el sargento Bothari le había salvado la vida. Había cortados dos veces a Bothari en su muda lucha por el cuchillo, ejerciendo una histérica fuerza contra la asustada preocupación del sargento por no romperle los huesos. El hombre logró finalmente sujetarle, y le sujetó hasta que Miles se rindió por fin, llorando su odio hacia sí mismo contra el pecho ensangrentado del sargento hasta que el agotamiento le calmó. El hombre que le había llevado en brazos de pequeño, antes de que él caminara a los cuatro años por primera vez, le alzó entonces como a un niño y le llevó a la cama. Bothari se curó sus propias heridas y jamás volvió a mencionar el incidente.

Los quince no fueron un buen año, Miles estaba decidido a no repetirlo. Sus manos se aferraron a la baranda del balcón, en un estado de resolución sin objeto. Sin objeto, como él mismo; por lo tanto, inútil. Se enfrascó en el pozo en el pozo ciego de sus pensamientos y, por un momento, incluso el resplandor de la Colonia Beta le pareció gris y opaco.

Cerca de ellos, cuatro betanos discutían acaloradamente en voz baja. Miles se volvió para ver mejor a los hombres. Elena empezó a decir algo sobre lo abstraído que estaba Miles, quien alzó una mano pidiéndole silencio. Ella obedeció, mirándole con curiosidad.

— Maldita sea — estaba diciendo un hombre corpulento, vestido con un sarong verde —, no me importa cómo lo haga, pero quiero que saquen a ese lunático de mi nave. ¿No pueden atacar y sacarle a la fuerza?

La mujer con uniforme de Seguridad de Beta movió la cabeza.

— Mire, Calhoun, ¿por qué debería arriesgar la vida de mi gente por una nave que ya, de todas maneras, es prácticamente chatarra? No es como si él tuviera rehenes o algo así.

— Tengo reunido un equipo de recuperación esperando, que cobra jornada y media por el tiempo extra. El hombre ha estado ahí tres días; tiene que dormir alguna vez, o mear, o hacer algo — dijo el civil.

— Si está tan loco como usted afirma, probablemente no haya nada mejor que atacarle para que vuele la nave. Espere a que salga. — La mujer de Seguridad se dirigió a un hombre con el uniforme gris y negro de una de las principales líneas espaciales comerciales. El pelo plateado en los laterales hacía juego con los triples círculos plateados de la frente y de las sienes, por los injertos neurológicos de piloto —. O háblele usted para que salga. Usted le conoce, es miembro de su sindicato, ¿no puede hacer algo con él?

— Oh, no — objetó el oficial piloto —, no me va a encajar esto a mí. Además, no quiere hablar conmigo, lo dejó bien claro.

— Está usted en la Junta este año, debe de tener alguna autoridad sobre él… Amenácele con revocarle la licencia de piloto, o algo así.

— Arde Mayhew todavía puede estar en la Hermandad, pero está atrasado dos años con sus cuotas, su licencia está en un terreno inestable ya y, francamente, creo que este episodio va a terminar de cocinarle. Todo el tema de este lío es que, en primer lugar, una vez que la última nave RG vaya para la chatarra — el oficial miró al voluminoso civil —, él no volverá a pilotar. Fue rechazado médicamente para otro injerto…, no le haría ningún bien aunque tuviese el dinero, y sé muy bien que no lo tiene. Trató de pedirme prestado el importe del alquiler la semana pasada. Al menos, dijo que era para el alquiler; más probable es que fuera para esa basura que bebe.

— ¿Se lo dio? — preguntó la mujer con uniforme azul de la administración del aeropuerto.

— Bueno… sí — contestó de mal humor el oficial —. Pero le dije que era la última vez, definitivamente. De todos modos… — miró sus botas como enojado y entonces estalló —, ¡preferiría verle morir en un resplandor de gloria que verle morir por estar encallado. Sé lo que yo sentiría si supiera que no voy a pilotar un viaje otra vez… — Apretó los labios, a la defensiva y agresivo, mirando a la administradora.

— Todos los pilotos están locos — murmuró la mujer de Seguridad —, porque les perforan el cerebro.

Miles escuchó todo con disimulo, desvergonzadamente fascinado. El hombre del que hablaban era un tipo raro, al parecer, un perdedor con problemas. Un piloto de saltos por túneles de agujeros de gusano, con un sistema de conexiones obsoleto en su cerebro, muy cercano a estar tecnológicamente desempleado, atrincherado en su vieja nave, resistiéndose al naufragio… ¿Cómo?, se preguntaba Miles.