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— ¿Esperas realmente pasar el examen físico? — preguntó Kostolitz, mirando hacia otra parte —. Quiero decir, por encima del cincuenta por ciento…

— No.

Kostolitz pareció desconcertado.

— ¡Demonios! ¿Cuál es el motivo entonces?

— No tengo que pasarlos, sólo lograr algo parecido a una calificación decente.

Las cejas de Kostolitz se alzaron.

— ¿El culo de quién tienes que besar para llegar a un trato como ése?, ¿el de Gregor Vorbarra?

Había un fondo de incipiente envidia en su tono, una consciente sospecha de clase. La mandíbula de Miles se apretó. No saquemos a relucir el tema de los padres…

— ¿Cómo piensas ingresar sin aprobarlos? — persistió Kostolitz, entrecerrando los ojos. Su nariz olfateaba el aroma del privilegio, como un animal se alerta por la sangre.

Sé diplomático, se dijo a sí mismo Miles, también eso debería estar en tu sangre, como la guerra.

— Hice una petición para que me promediaran mis calificaciones, en lugar de tomarlas por separado. Espero que mis exámenes escritos compensen los exámenes físicos — explicó pacientemente Miles.

— ¿Hasta ese punto? ¡Necesitarías unas calificaciones casi perfectas!

— Exacto — gruñó Miles.

— Kosigan, Kostolitz — gritó otro supervisor uniformado.

Entraron en la zona de salida.

— Es un poco duro para mí, ya sabes — se quejó Kostolitz.

— ¿Por qué? No tiene nada que ver contigo, no es asunto tuyo en absoluto — señaló Miles intencionadamente.

— Nos ponen en parejas para compararnos. ¿Cómo sabré si lo estoy haciendo bien?

— Oh, no te preocupes en ir a mi ritmo — murmuró Miles.

Fueron llamados a su puesto. Miles miró, a través del campo de maniobras, a un grupo de hombres esperando y observando: unos pocos parientes militares y los sirvientes de librea del puñado de hijos del conde presentes hoy. Había un par de hombres de recia apariencia que vestían el dorado y azul de los Vorpatril; el primo Ivan debía estar por ahí en alguna parte.

Y allí estaba Bothari, alto como una montaña y flaco como un cuchillo, con el marrón y el plateado de los Vorkosigan. Miles levantó su mentón en un saludo apenas perceptible. Bothari, a cien metros de distancia, recogió el gesto y cambió su postura suelta por una inmóvil posición de descanso, como reconocimiento.

Un par de oficiales examinadores, el suboficial y dos supervisores de la carrera estaban agrupados a cierta distancia. Algunas gesticulaciones, una mirada en diercción a Miles: una discusión, al parecer. Finalizó. Los supervisores volvieron a sus puestos, uno de los oficiales se dirigió al siguiente par de aspirantes que correrían y el suboficial se acercó a Miles y a su compañero. Parecía incómodo. Miles estudió sus rasgos de fría cortesía.

— Kosigan — comenzó a decir el suboficial con una voz cuidadamente neutral —, va a tener que quitarse el refuerzo de la pierna. No se permiten auxilios artificiales para la prueba.

Una docena de contraargumentos surgieron en la mente de Miles. Apretó los labios conta ellos. Este suboficial era, en cierto sentido, su jefe; Miles sabía con toda seguridad que hoy se evaluaba algo más que el rendimiento físico.

— Sí, señor.

Es suboficial pareció imperceptiblemente aliviado.

— ¿Puedo entregárselo a mi siriviente? — preguntó Miles. Amenazó al suboficial con la mirada; si no, voy a encajártelo a ti y tendrás que acarrearlo durante el resto del día, ya verás qué ilustre te sientes.

— Desde luego, señor — dijo el suboficial.

El «señor» fue un desliz; el suboficial sabía quién era él, por supuesto. Una leve sonrisa cruzó la boca de Miles y desapareció. Miles le hizo a Bothari una seña orgullosa y el guardaespaldas de librea trotó obedientemente hasta allí.

— No debe conversar con él — advirtió el suboficial.

— Sí, señor — aceptó Miles. Se sentó en el suelo y desabrochó el pesado aparato. Bien, un kilo menos que cargar. Se lo arrojó a Bothari, quien lo atrapó con una mano y se mantuvo erguido. Bothari, correctamente, no le ofreció una mano para levantarse.

Al ver juntos a su guardaespaldas y al suboficial, súbitamente el suboficial le pareció a Miles menos molesto. De alguna manera, el supervisor le pareció más bajo, y más joven; incluso un poco más blando. Bothari era más alto, más delgado, mucho más viejo, bastante más feo y notablemente peor de aspecto; pero Bothari había sido suboficial cuando este supervisor apenas era una criatura.

Mandíbula estrecha, nariz aguileña, ojos muy juntos y de un color impreciso; Miles miró el rostro de su sirviente con un afectuoso y posesivo orgullo. Miró entonces la pista de obstáculos y dejó que sus ojos se cruzaran con los de Bothari. Éste observó la pista también, frunció los labios, apretó firmemente el aparato aquel bajo su brazo y dio una leve sacudida a su cabeza dirigida, aparentemente, al medio fondo. La boca de Miles se contrajo. Bothari suspiró y trotó de vuelta al área de espera.

De este modo, Bothari aconsejó precaución. Pero el trabajo de Bothari era mantenerle a salvo, no ayudarle en la carrera; no, no está bien, se reprochó Miles. Nadie había sido más útil que Bothari en su preparación para esta frenética semana. Se pasó interminables horas entrenando, empujando el cuerpo de Miles hasta sus demasiado estrechos límites, dedicado sin flaquezas a la apasionada obsesión de custodiarle. Mi primer comando, pensó Miles. Mi ejército privado.

Kostolitz miró fijamente a Bothari. Identifcó la librea al fin, al parecer, porque volvió la vista a Miles con un repentino esclarecimiento.

— Entonces eso es lo que eres — dijo, con un pasmo de envidia —. No es sorprendente que consiguieras llegar a un acuerdo en lo de las pruebas.

Miles sonrió apretadamente ante el insulto implícito. La tensión subió por su espalda. Estaba buscando alguna réplica convenientemente dañina, pero fueron llamados a la marca de la salida.

La facultad deductiva de Kostolitz seguía mascullando al parecer, pues agregó sarcásticamente.

— ¡Y por eso es por lo que el Lord Regente nunca se esforzó por el Imperio!

— Preparados — dijo el supervisor —. ¡Ya!

Y salieron. Kostolitz aventajó a Miles inmediatamente. Será mejor que corras, bastardo estúpido, porque si llego a agarrarte te voy a matar. Miles galopaba tras él, sintiéndose como una vaca en una carrera de caballos.

La pared, la maldita pared; Kostolitz estaba jadeando a mitad de la misma cuando Miles llegó a ella. Al menos podría demostrarle a este héroe proletario cómo trepar. La trepó como si los diminutos asideros para los pies y las manos fueran grandes escalones, los músculos potenciados — sobrepotenciados — por la furia. Para satisfacción suya, llegó a la cumbre antes que Kostolitz. Miró hacia abajo y se detuvo de repente, encaramado prudentemente entre los clavos de hierro.

El supervisor estaba observando atentamente. Kostolitz alcanzó a Miles, con la cara enrojecida por el esfuerzo.

— ¿Un Vor asustado por las alturas? — jadeó Kostolitz, sonriendo maliciosamente por encima de su hombro. Luego, se arrojó, golpeó la arena con un impacto imperioso, recuperó el equilibrio y echó a correr.

Bajando a gatas como una vieja artrítica, se perderían preciosos segundos… Tal vez si se dejara rodar hasta el suelo… El supervisor estaba mirando… Kostolitz ya había alcanzado el siguiente obstáculo… Miles saltó. El tiempo parecía estirarse, a medida que él iba cayendo hacia la arena, para permitirle saborear especialmente todo el mal sabor de su error. Golpeó la arena con el crujido familiar del astillazo.

Y se sentó, pestañeando estúpidamente por el dolor. No gritaría. Al menos, comentó sarcásticamente el observador independiente oculto en su cerebro, no puedes echarle la culpa a la ortopedia; esta vez te las has arreglado para romperte las dos.