— Está bien. — Un hombre corpulento se abrió paso por el grupo —. ¿Quién está a cargo de este casco viejo?
Miles dio un paso al frente.
— Soy Naismith, el propietario, señor — declaró, tratando de sonar muy cortés. El grandullón obviamente comandaba el grupo de abordadores y, tal vez, el crucero, a juzgar por las insignias de rango.
El capitán de los mercenarios miró a Miles; un gesto de las cejas y un ademán desdeñoso de destitución categorizaron claramente a Miles como «No Amenaza». Es precisamente lo que yo quería, se recordó a sí mismo enérgicamente Miles. Bien.
El mercenario exhaló un suspiro de aburrimiento.
— Está bien, bajito, terminemos rápido con esto. ¿Ésta es toda tu tripulación? — Señaló a Mayhew y a Daum, poniéndose al lado de Bothari.
Miles parpadeó y sofocó un destello de cólera.
— Mi maquinista está en su puesto, señor — dijo, esperando haber logrado el tono de un hombre tímido ansioso por complacer.
— Registradlos — ordenó el grandullón por encima de su hombro.
Bothari se puso rígido; Miles respondió al fastidio del sargento con un gesto disimulado, indicándole aceptar. Bothari se sometió a ser registrado con un desagrado evidente, que no se le escapó al capitán mercenario. Una amarga sonrisa se deslizó por el rostro del hombre.
El capitán mercenario separó a sus hombres en tres grupos de inspección, indicándole a Miles y a su gente que caminaran delante hacia la sala de navegación. Sus dos soldados comenzaron a revisar aquí y allí todo lo que aparecía separado, desmontando incluso el acolchado de las sillas giratorias. Dejaron todo desarreglado y fueron hacia los camarotes, donde el registro adquirió la naturaleza de un acto de saqueo. Miles apretó los dientes y sonrió dócilmente cuando sus efectos personales fueron arrojados desordenadamente al piso y desparramados con los pies.
— Estos tipos no tienen nada de valor, capitán Auson — dijo un soldado, salvajemente decepcionado —. Espere, aquí hay algo…
Miles quedó congelado, aterrado ante su propia indiferencia. Al reunir y esconder sus armas personales, había omitido la daga de su abuelo. La había traído más como un recuerdo que como arma, semiolvidada en el fondo de una valija. Se suponía que perteneció al conde Selig Vorkosigan en persona; el viejo la había apreciado como la reliquia de un santo. Si bien no era, evidentemente, un arma apta para inclinar la balanza de la guerra en Tau Verde IV, tenía en la empuñadura el escudo Vorkosigan, incrustado en esmalte, oro y joyas.
Miles rogaba que el diseño careciera de significado para un nobarrayarano.
El soldado se la arrojó a su capitán, quien la sacó de la vaina de piel de lagarto. La llevó a la luz, para ver el extraño diseño de la marca de agua en la hoja reluciente; una hoja que había valido diez veces el precio de la empuñadura — incluso en la Epoca del Aislamiento — y que ahora era considerada invaluable por su calidad y mano de obra entre los conocedores.
El capitán Auson no era un conocedor, indudablemente, porque dijo simplemente:
— Uh. Bonita.
La envainó otra vez y se la guardó en la cintura.
— ¡Eh! — Miles se controló a mitad de camino, cuando sentía una hirviente oleada hacia adelante. Dócil. Dócil. Falsificó su arranque haciéndolo pasar por una reacción que encajara con su supuesta personalidad betana —. ¡No estoy asegurado para esa clase de objetos!
El capitán resopló.
— Mala suerte, bajito. — Pero evidenció un momento de duda y curiosidad.
Retrocede, pensó Miles.
— ¿Al menos me darán un recibo?- preguntó lastimeramente.
Auson se mofó.
— ¡Un recibo! ¡Ésa si que es buena! — Los soldados sonrieron groseramente.
Miles controló con esfuerzo su rabia.
— Bueno… al menos no deje que se humedezca; se oxidará si no la seca adecuadamente después de usarla cada vez.
Metal de olla barata — gruñó el capitán mercenario. Lo golpeó con una uña; sonó como una campana —. Quizá pueda hacer poner un buen filo en esa empuñadura de fantasía. — Miles se puso verde. Auson le hizo un gesto a Bothari.
— Abre esa caja, allí
Bothari, como de costumbre, miró a Miles esperando confirmación. Auson frunció el ceño, irritado.
— Deja de mirar al bajito, yo te doy las órdenes ahora.
Bothari se enderezó y alzó una ceja.
— ¿Señor? — inquirió melodiosamente a Miles.
Dócil, sargento, maldita sea, pensó Miles, y le envió el mensaje con una leve compresión de sus labios.
— Obedezca a este hombre, señor Bothari — respondió, demasiado fríamente.
Bothari sonrió ligeramente.
— Sí, señor.
Habiéndose dado la orden de un modo cortante, más a su gusto, el sargento abrió finalmente la caja con una precisa e insultante deliberación. Auson maldijo en voz baja.
El capitán mercenario los condujo a una reunión final en lo que los betanos llamaban la sala de recreación y los barrayaranos, el área de oficiales.
— Ahora — dijo —, van a sacar todo el dinero extranjero. Contrabando.
— ¿Qué? — gritó en un arranque Mayhew —. ¿Cómo puede ser contrabando el dinero?
— Calla, Arde — le susurró Miles —, hazlo.
Auson bien podría estar diciendo la verdad, penso Miles. La moneda extranjera era precisamente lo que la gente de Daum necesitaba para comprar cosas tales como armamento importado y asesores militares. 0, bien, aquello podría ser simplemente el atraco que parecía ser. No importaba. A juzgar por la falta de animación de los presentes, el cargamento de Daum estaba a salvo, y eso era todo lo que contaba. Miles festejó secretamente el triunfo y vació sus bolsillos.
— ¿Eso es todo? — dijo incrédulo Auson cuando pusieron su obsequio final sobre una mesa, delante de él.
— Estamos un poco baj… pobres en este momento — explicó Miles —, hasta que lleguemos a Tau Verde y realicemos algunas ventas.
— Mierda — refunfuñó Auson. Su mirada apuntó exasperadamente a Miles, quien se encogió de hombros desvalido y produjo su más tonta sonrisa.
Entraron tres mercenarios, empujando a Baz y a Elena delante de ellos.
— ¿Encontraron al maquinista? — preguntó cansinamente el capitán, sentado ante la mesa —. Supongo que él tampoco tiene nada. Alzó la vista y vio a Elena. Su aire de aburrimiento se evaporó al instante. Se levantó lentamente —. Bueno, esto está mejor. Estaba empezando a creer que aquí eran todos raros y máscaras de terror. Pero el negocio antes que el placer… ¿Tienes algún dinero que no sea de Tau Verde, cariño?
Elena miró indecisa a Miles.
— Tengo algo — admitió, sorprendida —. ¿Por qué?
— Afuera con él, entonces.
— ¿Miles? — pregunto, esperando una indicación.
Miles aflojó su mandíbula, dolorida ya por la presión.
— Dale tu dinero, Elena — ordenó con voz grave.
Auson se enardeció cuando miró a Miles.
— Tú no eres mi secretaria, bajito, no necesito que transmitas mis órdenes. No quiero volver a oírte repetir nada, ¿entiendes?
Miles sonrió y asintió dócilmente, y se frotó una palma transpirada contra la costura del pantalón, donde faltaba una pistolera.
Elena, confundida, puso quinientos dólares betanos sobre la mesa. Los ojos de Bothari se cerraron por el asombro.
— ¿Dónde conseguiste todo eso? — le susurró Miles cuando Elena volvió de desprenderse del dinero.