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— Oh, estoy tan contenta de que hayas vuelto — le saludó Elena —. Esta mañana ha sido terrible.

— ¿Estuvo caprichoso?

— No, alegre; jugando a Strat-O conmigo y sin prestar atención. Casi le gano, ¿sabes? Ha contado sus historias de guerra y ha preguntado por ti; si hubiera tenido un mapa de la pista en la que corrías, habría estado clavando alfileres en el mapa para indicar tu imaginario progreso… No tengo que quedarme, ¿no?

— No, por supuesto que no.

Elena le dirigió una sonrisa de alivio y se alejó por el corredor, echando una mirada inquieta hacia atrás por encima del hombro.

Miles tomó aliento y atravesó el umbral del despacho del general conde Piotr Vorkosigan.

2

El viejo estaba levantado, afeitado y sobriamente vestido para la ocasión. Sentado en una silla, miraba pensativamente a través de la ventana, contemplando el jardín situado detrás de la casa. Levantó la vista con desaprobación al ser interrumpido en sus meditaciones, vio que era Miles y una ancha sonrisa se le dibujó en el rostro.

— Ah, pasa, muchacho… — Hizo un gesto hacia la silla que Miles supuso que acababa de abandonar Elena. La sonrisa de viejo se tiñó de perplejidad —. Por Dios, ¿he perdido un día en algún lado? Creí que éste era el día en que estabas marchando esos cien kilómetros de acá para allá en monte Sencele.

— No señor, no ha perdido ningún día.

Miles se acomodó en la silla. Bothari puso otra delante y señaló los pie del joven. Miles comenzó a levantarlos, pero el esfuerzo fue saboteado por una punzada de dolor particularmente feroz.

— Sí… ponlo tú, sargento — consintió Miles cansadamente.

Bothari le ayudó a colocar los pies en el ángulo médicamente correcto y se retiró — estratégicamente, pensó Miles — a hacer guardia junto a la puerta. El viejo conde observó este acto; la comprensión asomó dolorosamente en su rostro.

— ¿Qué has hecho, muchacho? — suspiró.

Hagámoslo rápido y sin dolor, como una decapitación…

— Salté de una pared ayer en la carrera de obstáculos y me rompí ambas piernas. Arruiné completamente, yo solo, los exámenes físicos. Los otros…, bueno, no importan ahora.

— Así que volviste a casa.

— Así que volví a casa.

— Ah. — El viejo hizo tamborilear una sola vez sus largos dedos nudosos sobre el brazo de la silla —. Ah.

Se giró incómodamente en el asiento y apretó los labios contemplando por la ventana, sin mirar a Miles. Sus dedos tamborilearon nuevamente.

— Todo es culpa de ese maldito democratismo rastrero — estalló quejosamente —. Un montón de disparates importados de otro planeta. Tu padre no le hizo ningún favor a Barrayar al alentarlo. Tuvo una excelente oportunidad de extirparlo cuando fue regente, y la malgastó totalmente, según puedo ver… — prosiguió —. Enamorado de ideas de otro planeta, de mujeres de otro planeta — agregó para sí más lánguidamente —. Culpé a tu madre, ya lo sabes, siempre fomentando esa basura igualitaria.

— Oh, vamos — se sintió empujado a objetar Miles —. Madre es tan apolítica como se puede ser, estando cerca y siendo consciente.

— Gracias a Dios, o estaría dirigiendo Barrayar hoy en día. Jamás he visto a tu padre contrariarla todavía. Biem, bien, podría haber sido peor. — El viejo volvió a girarse, retorciéndose en el dolor de su espíritu como Miles lo hacía en el dolor de su cuerpo.

Miles descansaba en su silla, sin hacer ningún esfuerzo por defender el tema ni por defenderse a sí mismo. El conde podría discutir consigo mismo en poco tiempo, asumiendo ambas partes.

— Debemos someternos a los tiempos, supongo. Todos debemos someternos a los tiempos. Hijos de tenderos son ahora grandes soldados. Dios sabe que, en mis tiempos, no comandé a muchos. ¿Te he contado alguna vez lo de aquel camarada, cuando estábamos peleando contra los cetagandanos allá en las montañas Dendarii, detrás de Vorkosigan Surleau? El mejor teniente de guerrilla que nunca he tenido. Yo no era mucho mayot que tú, en ese entonces. Mató a más cetagandanos ese año… Su padre había sido sastre. Un sastre, en la época en que todo se cortaba y se cosía a mano, encorvándose sobre cada pequeño detalle. — Soltó un suspiro por el irrecuperable pasado —. ¿Cuál eral el nombre del sujeto…?

— Tesslev — señaló Miles. Miró burlonamente sus propios pies: quizá me haga sastre, entonces, estoy preparado para ello; aunque ahora están tan obsoletos como los condes.

— Tesslev, sí, ése era. Murió horriblemente cuando atraparon a su patrulla. Un hombre valiente, un hombre valiente… — El silencio cayó entre ellos por un momento.

El viejo conde eligió una panita de la silla y la apretó.

— ¿El examen lo dirigieron con justicia? Uno nunca se sabe, en esta época; un plebeyo con un hacha que afilar en su poder…

Miles sacudió la cabeza y se apresuró a derribar esa fantasía antes de que pudiera florecer.

— Fue muy justo. Fui yo. Me confundí yo solo, no presté atención a lo que estaba haciendo. Fracasé porque no fui lo suficientemente bueno. Punto final.

El viejo retorció los labios con una malhumorada negativa. Sus manos se apretaron coléricamente y se abrieron sin esperanza.

— En otros tiempos nadie hubiera cuestionado tu derecho…

— En otros tiempos el precio de mi incompetencia hubiera sido pagado con la vida de otros hombres. Esto es más productivo, creo yo. — La voz de Miles era apagada.

— Bien… — El viejo miraba sin ver a través de la ventana —. Bien, los tiempos cambian. Barrayar ha cambiado. Soportó todo un mundo de cambios entre la época en que yo tenía diez años y la época en que tuve veinte. Y otro entre el momento en que tuve veinte y cuarenta años. Nada era lo mismo… Y un nuevo mundo de cambios entre los cuarenta y los ochenta que tengo ahora. Esta generación débil, degenerada…, incluso sus pecados están agudos. Los viejos piratas del tiempo del tiempo de mi padre podrían habérselos comido a todos en el desayuno y digiriendo sus huesos antes del almuerzo. ¿Sabes?, seré el primer conde Vorkosigan en nueve generaciones que morirá en el lecho. — Hizo una pausa, aún fija la mirada, y susurró un poco para sí —. Dios, me he cansado de los nuevos cambios. La sola idea de aguantar otro mundo nuevo me desanima. Me desanima.

— Señor — dijo Miles con ternura.

El viejo levantó la vista rápidamente.

— No es culpa tuya, muchacho, no es culpa tuya. Fuiste atrapado por las ruedas del cambio y de la fortuna, igual que todos nosotros. Fue un puro azar que el asesino eligiera ese veneno en particular para tratar de matar a tu padre, ni siquiera apuntaba a tu madre. Te has desenvuelto bien a pesar de ello. Nosotros…, nosotros esperábamos demasiado de ti, eso e todo; que nadie diga que no lo has hecho bien.

— Gracias, señor.

El silencio se extendió de un modo insoportable. El cuarto estaba poniéndose caluroso.

A Miles le dolía la cabeza por la falta de sueño y sentía náuseas debido a la combinación del hambre y de los medicamentos. Se encaramó torpemente sobre sus pies.

— Si usted me excusa, señor…

El viejo movió una mano a manera de despedida.

— Sí, debes de tener cosas que hacer… — Hizo una pausa nuevamente y miró a Miles con curiosidad —. ¿Qué vas a hacer ahora? Es muy extraño para mí; siempre hemos sido los Vor, los guerreros, aun cuando la guerra cambió el resto de las cosas…

Parecía muy disminuido, ahí en su silla. Miles se recompuso para dar una apariencia de jovialidad.