Volvió a la cama para revivir su momento de error en la pared, en un circuito interminable, hasta que el sueño le libró de sí mismo.
3
Miles fue despertado en una luz gris opaca por un sirviente que, con temor, le llamaba tocándole el hombro.
— ¿Lord Vorkosigan? ¿Lord Vorkosigan? — murmuraba el hombre.
Miles espió entreabriendo los ojos; sintiéndose pesado por el sueño, como si se moviera bajo el agua. ¿Qué hora era, y por qué estaba ese idiota llamándole erróneamente por el título de su padre? ¿Era nuevo el sirviente? No…
Una fría consciencia le bañó y se le hizo un nudo en el estómago, a medida que el significado completo de las palabras del hombre le penetraba. Se sentó; su cabeza nadaba, su corazón se hundía.
— ¿Qué?
— El… v… vuestro padre pide que se vista y le vea abajo inmediatamente. — El hablar trastabillado del hombre confirmó su temor.
Faltaba una hora para el alba. Las lámparas amarillas formaban pequeños charcos cálidos en la biblioteca cuando Miles entró. Las ventanas eran rectángulos transparentes de un frío gris azulado, balanceadas en la cúspide de la noche, sin transmitir la luz del exterior ni reflejar la luz de la sala. Su padre estaba de pie, semivestido con los pantalones de su uniforme, camisa y pantuflas, hablando en tono grave con dos hombres; su médico personal y un asistente vestido con el uniforme de la Residencia Imperial. Su padre, ¿el conde Vorkosigan?, le miró a los ojos.
— ¿El abuelo, señor? — preguntó quedamente Miles.
El nuevo conde asintió con la cabeza.
— Muy tranquilamente, mientras dormía, hace unas dos horas. No sufrió, creo.
La voz de su padre era clara y baja, sin temblor, pero su cara parecía más marcada que de costumbre, casi arrugada. Endurecido, sin expresión: el comandante resuelto. Situación bajo control. Únicamente sus ojos, y sólo de vez en cuando, en un desliz aal pasar, conservaban la mirada de un niño herido y desorientado. Los ojos asustaban a Miles mucho más que la boca austera.
La propia visión de Miles se empañó, y se secó con la mano las necias lágrimas de sus ojos, en un arrebato brusco y furioso.
— Maldita sea — dijo, ahogándose en un sollozo. Nunca se había sentido tan pequeño.
Su padre se dirigió a él, indeciso.
— Yo… — empezó a decir —. Estuvo pendiendo de un hilo durante tres meses, tú lo sabes…
Y yo corté ese hilo ayer, pensó Miles con tristeza. Lo siento… Pero dijo solamente:
— Sí, señor.
El funeral del viejo héroe fue casi un acontecimiento nacional. Tres días de panoplia y pantomima, pensó cansado Miles: ¿para qué todo eso? La ropa apropiada se confeccionó apresuradamente en un adecuado negro sombrío. La Casa Vorkosigan se convirtió en una caótica plataforma de espera para incursiones en representaciones teatrales públicas preestablecidas. La ceremonia, en el Castillo Vorhartung, donde se reunió el Consejo de Condes. Los elogios. La procesión, que fue casi un desfile, gracias al préstamo, hecho por Gregor Vorbarra, de una banda militar de uniforme y de un contingente de la puramente dcorativa caballería. El entierro.
Miles había pensado que su abuelo era el último de su generación. No tanto, parecía, viendo el atroz grupo de ancianos rechinando martinetes y sus mujeres marchitas, de negro, como cuervos aleteando, que venían arrastrándose desde las maderas labradas entre las que habían estado ocultos. Miles, austeramente cortés, soportaba sus miradas emocionadas y compasivas cuando era presentado como el nieto de Piotr Vorkosigan, así como sus recuerdos interminables de personas de las que nunca había oído hablar, que habían muerto antes de que él naciera, y de quienes, esperaba sinceramente, no volvería a oír jamás.
Incluso después de haber sido aplastada la última palada de tierra, la cosa no había terminado. Esa tarde y esa noche, la Casa Vorkosigan fue invadida por una horda de amigos, conocidos, militares, hombres públicos, sus esposas, los corteses, los curiosos y más parientes de los que le importaban. Uno no podría llamarlos personas que le desearan buenos augurios, reflexionó.
El conde y la condesa Vorkosigan estaban atrapados escaleras abajo. El deber social fue siempre, para su padre, un yugo asociado al deber político, por lo que era doblemente irremediable. Pero cuando su primo Ivan Vorpatril llegó a remolque de su madre, lady Vorpatril, Miles resolvió escapar al único reducto no ocupado por fuerzas enemigas. Ivan había aprobado sus exámenes como aspirante, según había oído Miles; no creyó poder tolerar los detalles. Arrancó un par de vistosos retoños al pasar frente a una ofrenda floral y subió en el ascensor hasta el útimo piso, a refugiarse.
Miles golpeó la puerta labrada.
— ¿Quién es? — sonó débilmente la voz de Elena. Probó el picaporte esmaltado, vio que la puerta estaba sin llave y asomó una mano ondeando las flores por la puerta. La voz de ella agregó —: Oh, pasa, Miles.
Entró, delgado y de negro, y sonrió indeciso. Elena estaba sentada en una silla antigua, junto a la ventana.
— ¿Cómo sabías que era yo? — preguntó Miles.
— Bueno, o eras tú o… nadie me trae flores de rodillas. — Miró un momento al picaporte, revelando inconscientemente la escala de altura que había empleado para su deducción.
Miles cayó rápidamente de rodillas y marchó así por la alfombra para presentarle su obsequio con un ademán teatral.
— Voilà! — gritó, provocándole una risa inesperada. Sus piernas protestaron por este abuso, produciéndole un calambre doloroso —. Ah… — Se aclaró la voz y agregó en un tono mucho más bajo —: ¿Crees que podrás ayudarme? Estas malditas muletas…
— Oh, querido. — Elena le ayudó a llegar hasta la cama, le hizo estirar las piernas y volvió a su silla.
Miles miró el pequeño dormitorio.
— ¿Este cuchitril es lo mejor que podemos ofrecerte?
— A mí me agrada. Me gusta la ventana a la calle, es más grande que el cuarto de mi padre — le aseguró ella. Luego olió las flores, un tanto rancias. Miles se lamentó de inmediato por no haber escogido otras más perfumadas. Elena le miró de repente con suspicacia —. Miles, ¿dónde las conseguiste?
Se sonrojó un poco, sintiéndose culpable.
— Las tomé prestadas del abuelo. Créeme, nunca lo notarán. Ahí abajo hay una selva.
Elena sacudió la cabeza como sin esperanza.
— Eres incorregible. — Pero sonrió.
— ¿No te importa? — preguntó ansioso Miles —. Pensé que te darían más placer a ti que a él, a estas alturas.
— ¡Con tal que nadie piense que yo misma las robé!
— Mándamelos a mí — dijo Miles con cierta pompa. Ella miraba ahora la delicada estructura de las flores de un modo más sombrío —. ¿Qué estás pensando? ¿Cosas tristes?
— Sinceramente, mi cara bien podría ser una ventana.
— En absoluto. Tu cara es más como…, como el agua. Toda reflejos y luces cambiantes; nunca sé qué se oculta en lo más profundo. — Al final de la frase bajó la voz, para indicar el misterio de las profundidades.
Elena sonrió burlonamente y luego se puso más seria.
— Sólo pensaba que… nunca puse flores en la tumba de mi madre.
Él se iluminó ante la perspectiva de un proyecto.
— ¿Quieres hacerlo? Podríamos ir y cargar una o dos carretillas, nadie lo notaría.
— ¡Por cierto que no! — respondió indignada —. Eso está bastante mal por tu parte. — Miró las flores a la luz de la ventana, una luz plateada por lass nubes heladas de otoño —. De todas maneras, no sé dónde está.
— Qué extraño. Con la fijación que el sargento tiene con tun madre, hubiera pensado que es de los que hacen peregrinajes; aunque quizá no le guste recordar su muerte.