Ya yo había visto izar los estandartes reales sobre las torres de la Alhambra, había asistido a la humillación del rey moro, saliendo de su ciudad vencida para besar las manos de mis monarcas. Y ya se maduraban propósitos mayores: ya se hablaba de llevar la guerra al Africa. Pero, en cuanto a mi, todo era cosa de veremos, consideraremos discutiremos, mejor sería esperar un poco, pues nada es tan socorrido como un día tras de otro día y la pacienicia es grandísima virtud, y mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer… Yo ya había conseguido un millón de maravedíes con los genoveses de Sevilla y el banquero Berardi. Pero me hacia falta otro millón para hacerme a la mar. Y ese otro milloncejo era el que Columba me prometía, cada tarde, para retirármelo de madrugada -no tenía ni que decirlo- en el “vete ya” de la despedida. Pero una noche estallé. Repentinamente montado en iracundia, desde lo alto de mi boca le clamé que aunque cortés y Sumiso en mi comportamiento para con ella, atento a que una púrpura aún invsible, envuelve siempre un cuerpo de una reina, me sentía igual que cualquier monarca y tanto montaba yo sin tiara enjoyada, pero aureolado por el nimbo de mi Gran Idea, como montaban las coronas de Castilla y de Aragón -”Marrano” -me gritó ella: “¡No eres sino marrano!” -”¡Marrano soy!” -grité a mi vez “¡y nadie puede saberlo mejor que tú que me conoces en lo que soy y en lo que fui!”. Y esta vez sin poder guardar ya el secreto que durante tantos años llevaba en mí le revele lo sabido, allá en la Tierra del Hielo acerca de las navegaciones del Pelirrojo, de su lujo Leif, y de la descubierta, por ellos realizada, de la Tierra Verde, y de la Tierra de Selvas y de los Tierras de la Viña le mostré el maravilloso paisaje de los abe tos de los trigales silvestres con sus torrentes plateados de salmones; le pinte los monicongos, alhajándolos con collares de oro, pulseras de oro, petos de oro cascos de oro y le dije que también adoraban ídolos de oro, y que el oro, en sus ríos, era cosa tan abundante como el guijarro en la meseta castellana. Y ante el asombro que había enmudecido a Columba, le grité que me iba para nunca volver y que ahora ofrecería mi gran empresa al Rey de Francia, muy dispuesto a costearla pues ése si que tenía mujer inteligente, muy atraída por el mar como buena bretona digna descendiente de Elena-la-de-Armórica, hija del Rey Clohel, esposa de Constantino el Viejo, elegida por el Señor para exhumar la Cruz que descansaba, a veinte palmos bajo tierra, en ei Monte Golgota de Jerusalem. ¡A gente asi podía uno fiarse, y por ello, me iba con mi tinglado a otra paite! Esto que dije pareció enfurecer Columba -¡Marrano! ¡Cochino marrano! ¡Venderías a Cristo por treinta denarios! -me gritó, mientras yo salía de la estancia con un gran portazo. Abajo, arrendada bajo los árboles, me esperaba mi buena mula torda. Enfurecido como nunca recuerdo haberlo estado -y más aún por haber largado el Gran Secreto que debí guardarme- cabalgue dos leguas cabales y me apeé en una posada con el animo de beber tanto vino como pudiese caberme en el cuerpo. Se entraba en abril. El verdor de los campos resaltaba bajo la luz algo anaranjada, única en su matiz que es tan propia del vergel granadino. Cantaban los jilgueros. Todo era alegría en aquel parador lleno ya, en hora tan temprana, de labriegos endomingados. Las campanas de una iglesia llamaban a misa. Pero yo estaba sombrío, cada copa, en vez de aligerarme el ánimo, me hundía en la desesperanza de quien ha cometido una falta irreparable. Lo había perdido todo. Todo. El regio favor, y una esperanza que, aunque nunca satisfecha, estuviese en pie, todavía, pocas horas antes. Y ya había vaciado una jarra de vino, cuando ví entrar un alguacil que, a juzgar por lo sudado y polvoriento del traje, debía haber alcanzado este pueblo a matacaballos. Al verme vino rectamente hacia mi: Su Majestad me mandaba a llamar a toda prisa, rogándome que no prosiguiera mi camino. Poco después de mediodía, después de haberme refrescado el rostro y refrescado el atuendo, estaba ante mi real dueña
– ”Tienes el millón de maravedís” -me dijo. Lo había pedido al banquero Santángel con el autoritario apremio que yo bien le conocía. Le había dado, en garantía, unas joyas que, a la verdad, valían muchísimo menos – “Las recuperare cuando me plazca” -dijo “Y sin devolver el millón”. Me miró intencionalmente. “Hemos expulsado a los judíos. Bien vale un millón para Santángel, la ventura de poder permanecer en estos reinos donde tiene tan buenos negocios. Y ahora: ¡a enfardelar lo tuvo!. Buena suerte. Y consigue todo el oro que puedas para que con el podamos llevar la guerra al África “ -”Y hasta reconquistar la ciudad de Jerusalem como se reconquistó el Reino de Granada” -dije – “Acaso” -dijo ella -”Pero a nadie debes confiar mi Gran Secreto” -dije, repentinamente alarmado al pensar que Santángel pudiese estar enterado de que -”¡No soy tan necia!” -dijo ella. “En ese secreto hay gloria para ambos “ -”Te inspira el Espíritu Santo” -dije, besándole las manos -”Acaso será dicho esto en libros futuros” -dijo ella “Libros que solo se escribirán, desde luego, si algo descubres” -”¿Lo pones en duda?” -”Alea ¡acta est”… Afuera, oíase el pregón de un aguador moro que, con sombrero emborlado, casaca de colorines y los cojones al aire, pregonaba el frescor de los odrecillos que le colgaban del cuello, tan metido en su negocio de trasiego de manantiales que seguía en lo de siempre, como si el Reino de Granada no hubiese cambiado de amos.
Partimos 3 días de Agosto de la barra de Saltes a las ocho horas. Anduvimos con fuerte virazón hasta el poner el sol hacia el Sur sesenta millas, que son quince leguas, después al Sudeste y al Sur cuarta del Sudeste, que era el camino para las Canarias… Por la escasa importancia de los sucesos que después ocurrieron, poco interesante fue nuestra navegación hasta el sexto día de Septiembre en que nos hicimos a la vela en la isla de la Gomera. Ahora es cuando se iniciaba la gran empresa. Pero debo decir que aunque por proceder impuesto a mi mismo, me mostraba a todos con el semblante risueño, dando muestras de contento grande en todo momento en horas de la noche, cuando trataba de dormir apaciblemente, no lo podía. Me agarraban las del alba considerando las dificultades que ahora tendría que vencer, en el azaroso viaje a la Vinlandia remota -o a su prolongación meridional- que yo había presentado a mi dueña como provincia, hacia mi avanzada, de un reino señoreado por el Gran Khan o algún otro Principe de Indias, para quienes se me habían dado cartas y, por si mi ficción resultaba cierta, llevaba a bordo a un Luis de Torres que había sido judio (el “había sido” se usaba mucho en aquellos días), y diz que sabía hablar, además de la lengua hebraica, el caldeo y algo de arábigo. Pero la marinería era mala. Más cristianos de muy reciente bautizo, granujas huidos de la justicia, circuncisos amenazados de expulsión, picaros y aventureros, que gente de la iza y de la orza, gente de oficio, bogaban en estas naves. Mal se ejecutaban las maniobras, mal se interpretaban los comandos. Y yo harto me barruntaba que si la navegación se prolongaba mucho mas de lo previsto -lo cual bien podía suceder- los hombres, al saberse cada día mas lejos del continente dejado atrás, al no avistar tierra alguna (y todos estaban ansiosos de descubrirla, pues la corona había ofrecido una renta de diez mil maravedís a quien primero diese el aviso…), serían fácil presa del desgano, el desaliento y el ansia de regresar. Demasiado vivas estaban todavía, en muchos ánimos, las imágenes del Oceáno Teñebroso, de mares sin termino, de corrientes que no podían sino arrastrar las naves a donde las olas se juntan con el cielo, unidas desde hacía siglos a las aguas que ahora surcábamos para que, al cabo de muy larga espera, no volviesen a pintarse en las mentes ablandando voluntades e incitando a la desobediencia. Por ello, me resolví recurrir a la mentira, al embuste, al perenne embuste en que habría de vivir (y esto si lo diré al franciscano confesor a quien ahora espero) desde el domingo 9 de Septiembre en que acorde contar cada día menos leguas de las que andábamos porque si el viaje era luengo no se espantase ni desmayase la gente. Y ya el lunes habiendo andado sesenta leguas, dije que solo habíamos adelantado cuarenta y ocho. Y así el martes -día de poca brisa- conté veinte y dije diez y seis. Al comienzo, rebajaba tres o cuatro por día. Pero a medida que nos adentrábamos en aquel mes y me parecía advertir alguna ansiedad en las caras restaba ya un mayor número de leguas a la cifra real de las que hubiésemos navegado. A 18, cincuenta y cinco se me volvieron cuarenta, y ocho. Y cuando llegamos al primero de Octubre, mi cuenta real era de setecientas veinte leguas, mostrando otra de gran patraña, que solo sumaba quinientas ochenta y cuatro… Era cierto que al encuentro nos venían, como arrancadas de islas que tuviésemos a proa, vegetaciones raras, parecidas a ramitos de pino, otras de un verde amarillento, como racimos de uvas que flotaran -pero unas uvas que mas parecían frutas de lentisco. También pasaban sobre nuestras cabezas unas aves que parecían ser de tierra y eran como alcatraces y también como pardillas, y otras blancas como gaviotas, y otras, de familia rabiforcada, ante las cuales extremaba yo las demostraciones de alborozo. Pero decían muchos que esto nada demostraba; que por sobre el Mediterráneo volaban cada año, cigûeñas las venidas de los reinos alemanes que, por no padecer nieves ni ventiscas buscaban, en invierno, el resol de los alminares moriscos. Además había pájaros que podían dormir sobre las ondas, y hasta se conocían las costumbres del alción, capaz de anidar y sacar sus polluelos en medio de las olas. Y eran insidias y murmuraciones. A medida que corrían los días, la desconfianza cundía, de carabela en carabela. Comentarios alevosos que nacían en esta borda, pasaban a la otra borda, saltaban de nave a nave, como por obra de embeleco -y no dudo que quienes fraguaban tales decires fuesen los mis intruidos que conmigo llevaba, pues triste es reconocer que la crítica malvada, la mezquina apreciación y hasta el infundio, florecen, como planta silvestre, ahí donde los hombres, por tener algunas lecturas y creer que saben algo de algo, muestran especial regocijo en afilarse las lenguas sobre el lomo del prójimo y más si no mandan, sino que son mandados. Sospecho que Rodrigo de Jerez, que se las daba de docto, el cristiano nuevo Luis de Torres, que presumía de hablar el caldeo y el arábigo, y hasta el andaluz harto parlero de Martin Alonso, en quien tanta confianza había puesto pero que me estaba gustando cada vez menos, eran quienes empezaban a propalar que no sabia valerme cabalmente del astrolabio -lo cual acaso era cierto debo reconocerlo, ahora ya que, en años ya lejanos, me había equivocado gravemente al tratar de determinar la latitud de! reino de Mina, en el África. (Pero esto había ocurrido, lo repito. en años lejanos). También contaban, cuando se juntaban en corros maledicentes, que el mapa de Toscanelli que llevaba en mi cámara de nada me servia. objeto de mera ostentación, pues era incapaz de entendérmelas con las matemáticas del engreído magister -lo que tal vez era cierto, pero me había consolado de ello hacia mucho tiempo, pensando que Toscanelli, muy hinchado por su ciencia daba por inválidas las matennt ras de Nicolás de Cusa, amigo del pontífice Pío II cuya Histona rerum con taba entre mis libros de cabecera. (En cuanto a mí -y esto no podían entenderlo los españoles, sabios a medias, que me acompañaban, sabios de la brea y el calafate, sabios de la sal muera y la almadraba-, pensaba que si Nicolás de Cusa era poco versado en matemáticas, como afirmara el pedante de Toscanelli, era defensor en cambio de la docta ignorantia que es la mía: docta ignorantía abridora de las puertas que conducen al infinito, opuesta a la lógica escolástica de palmeta y birrete que pone mordaza, venda y orejerass a los arrojadps, a los videntes, a los Portadores de la Idea, verdaderos cefalóforos, afanosos de violar las fronteras de lo ignoto…) Pero, no contentos con malearme a la marinería con sus chismografías de mentidero, insinuaban esos bellacos que, en mis mediciones, estaba confundiendo las millas árabes de Alfragán con las millas italianas en uso Pero esto ultimo a pesar del enojo que me causaba empezaba a parecerme cierto, para íntima vergüenza mía, pues, fuera de m intencionada falsía en las cuentas de andaduras, me decía que, de haber confundido las millas, como insinuaban esos españoleses de mierda, me estaba menguando yo, gravemente la anchura del mundo, con lo cual este viaje habría de durar bastante más de lo esperado para gran alarma y desasosiego de mis tripulaciones.