Pronto me convenzo de que no será en esta tierra de Cuba donde habré de verle la cara, impasible y magnifica, al Gran Khan. Despaché a dos mensajeros hábiles para ver si aquí se alzaba alguna ciudad o fortaleza importante (Luis de Torres que, como dije, habla el hebreo, el árabe y el caldeo, y Rodrigo de Jerez, que conoce más de un dialecto africano…) y ambos me vuelven con la noticia de sólo haberse topado con una aldehuela de chozas y con indios en todo semejantes a los que hemos visto hasta ahora. No tuvieron indicios de que allí hubiese oro. Enseñaron las pequeñas muestras de canela y de clavo de clavero que les di, y nadie pareció conocer tales especias. Se me alejaba, pues, una vez más, el rutilante reino de Cipango. Pero no me dejaba arredrar por la perspectiva de seguir navegando a ciegas por rumbos desconocidos, fortaleciendo mi ánimo con la idea de que detrás de mí quedaban dos islas por mí bautizadas, por mí inscritas en la geografía del mundo, ya que habían salido de la oscuridad en que las tenían los bárbaros idiomas con cuyas palabras las designaban sus pobladores, al recibir el augusto nombre de Santa María de la Concepción, y el otro nombre, grato, gratísimo para mi, de Isabela. Y pensando acaso en que la relación de mi viaje fuese leída, alguna vez, por mi dueña, me esmeré en describir -como no volví a hacerlo después con lugar alguno- las maravillas de las arboledas, el verdor de sus plantas, que me recordaban (… a buen entendedor) las delicias del mes de abril en Andalucía con sus perfumes deleitosos, sus fragancias de fruta, y (…a buen entendedor, nuevamente) “el canto de los pajaritos”; tan subyugante que “el hombre jamás se querría partir de aquí”… Pero ahora, luego de reconocer un tanto la costa de esta Cuba, había que seguir adelante en busca del Oro. De los siete indios que habíamos capturado en la isla primera, dos se nos habían fugado. Y a los que nos quedaban tenía engañados (seguían los embustes) negando que tuviese intenciones de llevarlos a España para mostrarlos en la Corte, sino asegurándoles que los devolvería a su tierra, con muy buenos regalos, en cuanto hallase alguna cantidad importante de oro. Como nuestra comida les causaba repulsión -ni cecina, ni queso, ni bizcochos querían probar- aceptando tan sólo algunos peces que se sacaban del mar ante sus ojos, a los que tampoco querían comer fritos en nuestro aceite ya más que rancio, sino meramente dorados a la brasa, los había yo acostumbrado a beber del vino que traíamos en tal abundancia que nuestros pertrecheros se habían asombrado de que me empeñara en meter tantísimos toneles en las bodegas. Desconfiados al principio, pues parecían creer que era sangre, los prisioneros se habían aficionado al tintazo, al conocer sus efectos, y ahora, en todo momento, alzaban un gran cántaro que se les había dado, pidiendo más y más. La verdad es que yo los tenia borrachos, de día y de noche, porque así dejaban de gemir y lamentarse, asegurándome, cuando la bebida les soltaba la lengua, que muy cerca estábamos del oro, que pronto llegaríamos al oro-más que al oro en placa, en mascarillas de adomo, en petos labrados, en coronas, en estatuas: a la mina, la gran mina, la magna mina, de donde salía tanto oro que no me bastarían las tres naves para cargar con él. Juan de la Cosa, que había vuelto a rodearse de una camarilla de vizcaínos cuya lengua no entendía yo, y de gallegos cazurros y murmuradores, afirmaba, en sus corros nocturnos-siempre había quien me lo contara- que esos indios me tenían engañado, que me pintaban espejismos de oro para adormecer mis recelos, y, haciéndome descuidar su custodia, hallar la oportunidad de evadirse, como lo habían hecho ya otros dos. Pero seguíamos adelante, siempre adelante, bordeando ahora la magnífica tierra de Aytí, a la que por hermosa puse el nombre de Española -yo me entiendo- pensando que si en ella hubiese de fundar una ciudad, la llamaría Isabela. Pero, por segunda vez, habría de recibir ahí un gran desengaño pues nada de lo visto en la tierra nuevamente hallada me indicaba que nos aproximábamos a Cípango o provincia regida, siquiera, por un príncipe tributario del Gran Khan. Porque ahora sí que encontraba reyes -unos reyes que aquí llaman caciques. Pero eran reyes en cueros (¡quién puede imaginar semejante cosa!), con unas reinas de tetas desnudas y, para taparse lo que con mayor recato se oculta la mujer, un tejido del tamaño de un pañizuelo de encajes, de los que usan las enanas que, en Castilla, se tienen en los castillos y palacios para diversión y cuidado de infantas y niñas de noble linaje (¡Cortes de monarcas en pelotas! ¡Inconcebible cosa para quien la palabra “corte” sugiere, de inmediato, una visión de alcázares, heraldos, mitras y terciopelos, con púrpuras evocadoras de las romanas: Mira Nero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía…) Y ante tales reyes, si es que rey se puede llamar a quien anda poco menos que con las vergüenzas de fuera, hacía yo mis ceremonias acostumbradas: alzaba la bandera de mis monarcas cristianos, cortaba algunas ramas y hojas con mi espada, proclamaba por tres veces que tomaba posesión de la tierra en nombre de sus Altezas, estando dispuesto -añadia- a responder con mi acero a quien me lo demandare, y testimoniaba y daba fe por escrito Rodríguez de Escobedo; pero lo exasperante, en el fondo, era que, después de mis genuflexiones, proclamas y arrogantes retos a demandantes que nunca aparecían por ninguna parte, todo quedaba igual que antes. Y es que, para tomar posesión de alguna comarca del mundo, hace falta vencer a un enemigo, humillar a un soberano, sojuzgar un pueblo, recibir las llaves de una ciudad, aceptar un juramento de obediencia. Pero aquí no ocurría nada de eso. Nada cambiaba. Nadie combatía. Nadie parecía hacer gran caso de nuestras ceremonias, actas y proclamas. Parecían decirse, unos a otros -y a veces con alguna enojosa risa-: “Que sí, que si; que no hay inconveniente. Por nosotros… ¡que sigan!” Nos regalaban papagayos -¡y estábamos ya hartos de tantos papagayos verdes, pequeños, de ojillos socarrones, que jamás aprendían a articular una palabra en nuestro idioma!-, tantos ovillos de lana que no sabíamos ya dónde guardarlos, algún ramarillo de muy tosca hechura, y luego se ponían nuestros bonetes rojos, sacudían los cencerros y cascabeles, y, pareciéndoles todo muy gracioso prorrumpían en carcajadas dándose palmadas en las barrigas. Y quedaba yo en posesión de sus tierras sin que ellos se enteraran de nada, y, sobre todo, sin que aquella toma de posesión, en nombre de etc., etc., etc. (¡lo de siempre!…), me reportara mayores beneficios. (Y regresaba a mi nave, en bote que lentamente pasaba sobre bancos de coral que, bajo el cambiante sol de aquí, se me hacían un espejismo inmerso, donde todo parecía otra cosa, y podía creerse, viendo tales juegos de colores, que en ellos entraban los destellos mágicos de la esmeralda y el adamas, del astrión y el crisopacio de las Indias, de la selenita de Persia, y hasta del lincurio que, como es sabido, nace de la orina del lince, y la dracontita que se extrae del cerebro del dragón… Pero sólo “podía creerse”, porque si metías la mano y agarrabas algo te ensangrentabas los dedos sin más beneficio que el de sacar algo que, al secarse, se te volvía algo como un trocito de rama podrida… Y lo que tenían por magnífica crisocolla, que es de tierras asiáticas donde las hormigas, solas, sacan el oro del suelo, se te quedaba, para gran despecho tuyo, en crisopolla -y que se me perdone el mal chiste.)
Cinco, seis, siete reyes de esta isla habían venido a rendirme pleitesía (o al menos, asi lo interpretaba yo, aunque los malditos vizcaínos de Juan de la Cosa dijeran que sólo venían para verme la cara…): reyes de los de siempre; reyes que, en vez de lucir púrpuras imperiales, traían, por toda gala, un exiguo tapa-cojones. Y ese desfile de “majestades” desnudas me hacía columbrar que bien lejos estábamos aún de la fabulosa Cipango de las crónicas italianas. Porque allá tenían tejados de oro los palacios y, en cortes deslumbrantes de oro y pedrerías, los embajadores cristianos eran recibidos por Señores acorazados de oro, rodeados de ministros y consejeros vestidos de túnicas doradas, y durante sus banquetes servidos sobre manteles dorados acudían pavorreales que bailaban la paduana al son de melodiosos instrumentos, iconos mansos -tomo el que fuese falderillo de San Jerónimo- que hacían la reverencia de graciosa manera, monos titiriteros, aves canoras que gorjeaban a la orden de su amo, en tanto que -prodigio descrito por Marco Polo y Oderico de Pordenone- las copas de vino volaban como palomas, de las manos del Sumiller Mayor a la mesa del festín, sin que se derramara una gota del brebaje -y eran copas de oro, por supuesto. De oro, porque todo era de oro en el país de maravillas que ahora buscaba con la desalentadora impresión de alejarme de él en cada singladura. Tal vez, si de Cuba hubiese navegado más al sur; o, acaso, más al norte de la Isabela… Y ahora, estos cabrones indios que no hacían sino desorientarme: los de la Española, acaso por alejarme de sus minas de oro. me decían siempre que más allá, que más lejos, que lejos pero no tan lejos, que -”caliente, caliente, caliente”, como en el juego de la candelita…- casi estaba a punto de llegar, incitándome a proseguir la navegación; los indios que llevábamos presos, en cambio, seguramente por temor de alejarse demasiado de sus isletas, me decían que siguiendo tales consejos llegaría a tierras pobladas de caníbales que tenían un ojo solo en cabeza de perros -monstruos que se sustentaban de sangre y carne humana. Pero, con todas esas, quedábame yo sin saber del inmenso tesoro que buscaba. Porque, si bien en esta Española parecía haber mucho más oro que en Cuba, a juzgar por los adornos de sus caciques y por el que en trocitos nos regalaban, la veta, la Veta Madre, la mina, la Gran Mina -mina mentada y rementada por los viajeros venecianos- no aparecía por ninguna parte. Y esa mina, gran mina, Magna Mina, había llegado a ser, para mí, como una diabólica obsesión… Ahora que, ya rondado por la muerte, en espera de un confesor que harto tarda en llegar, repaso las hojas amarillas, todavía olientes a rematos salitres, del borrador de la Relación de mi Primer Viaje, me causa grima, remordimiento, vergüenza, ver la palabra oro tantas veces en él escrito. Y más ahora que, para esperar la muerte, he revestido el hábito menor de los franciscanos, pobres por asentimiento de pobreza, deber de ser pobres, casados, como el santo de Asís, con la Donna Povertá… Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría. Llego a indignarme ante mí mismo al ver, por ejemplo, que en día 24 de diciembre, en que hubiese debido meditar franciscanamente acerca del Divino Acontecimiento de la Natividad, estampo cinco veces la palabra oso, en diez líneas que parecen sacadas de un grimorio de alquimista. Dos días después, día de San Esteban, en vez de pensar en la bienaventurada muerte -por piedras y guijarros más preciosos que cualquier oro- del primer mártir de la religión cuya cruz se ostenta en nuestras velas, escribo doce veces la palabra oro, en relato donde se menciona una sola vez al Señor -y esto, como por cumplir con un rutinario giro de lenguaje. Porque utinario giro de lenguaje viene a ser el hecho de mencionar sólo catorce veces el nombre del todopoderoso en una relación general donde las menciones del oro pasan de doscientas. Y aun así, el “Nuestro Señor” es usado casi -lo reconozco ahora con horror- como fórmula de cortesía, acompañando el nombre de Sus Altezas en habla de adulación, como conjuro propiciatorio-”gracias a Dios”, “mediante la gracia de Dios”…- cuando no digo, con falsa devoción maloliente a azufre, a pezuña del Diablo, que “Nuestro Señor habría de mostrarme dónde nacía el oro.” Y, con todas éstas, sólo una vez -un 12 de diciembre- estampo cabalmente en mi texto el nombre de Jesucristo. Fuera de ese día, cuando muy rara vez me acuerdo de que soy cristiano, invoco a Dios y a Nuestro Señor de un modo que revela el verdadero fondo de una mente más nutrida del Antiguo Testamento que de los Evangelios, más próxima de las iras y perdones del Señor de las Batallas que de las parábolas samaritanas, en un viaje donde, para confesar la verdad, ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan, estuvieron con nosotros. Dejados en España, los Santos Libros no habían cruzado la mar océana, no habían arribado a las tierras nuevas, donde no se hizo el intento de bautizar a nadie ni salvar almas tristemente condenadas, por ignorancia, a morir sin conocimiento del significado de una Cruz que, hecha de dos maderos alisados y juntados por los carpinteros, habían plantado los españoles en distintos lugares de las costas reconocidas. Los Evangelios, lo repito, se habían quedado en casa, sin ser lanzados, en ejército de sagrados versículos, contra religiones aquí presentes -aunque me cuidé mucho de hablar de ellas- cuya presencia advierto en toscas esculturas, de forma humana, que, por ser de mera piedra tallada, he dejado donde estaban, sin mucho preguntar… Y aquí, en estos papeles, había hablado solamente -salvo una vez- de un Señor que bien pudo ser el de Abraham y Jacob, el que habló a Moisés por voz de zarza ardiente -de un Señor, anterior a su propia Encarnación, con absoluto olvido del Espíritu Santo, más ausente de mis escritos que el nombre de Mahoma… Al darme cuenta de ello, en esta hora en que un tenue rumor de lluvia asordina el paso de las recuas que en la calle acarrean el aceite y el vinagre, me estremezco de espanto… Doblo las páginas de mi borrador, buscando, buscando, buscando. Pero no, no, no. Todo no fue olvido de la Encarna ción en estas páginas, porque, después de haber llamado la primera isla descubierta por mí -15 de octubre- “Isla Santa María de la Con cepción”; después de haber celebrado con disparos de lombardas -18 de diciembre- el día de Santamaría de la O. un día 14 de febrero, ya en el camino del regreso, di muestras de reconocer el Divino Poder de la Virgen, universalmente venerada por los marineros cristianos. Casi me aterra recordar aquella noche en que creció el viento y las olas eran espantables, contraria una de la otra, “que cruzaban y embarazaban el navio que no podía pasar adelante ni salir de entremedias de ellas”. En el fragor de la tormenta, se nos perdió la carabela de Martín Alonso -lo cual, lo confesaré, sí, debo confesarlo, no me causó mayor pesar en el momento, pues hacía tiempo ya que el harto engreído capitán se me había soliviantado, desobedeciendo mis órdenes, en tal desacato de autoridad, que, poco antes, perlongando las costas de la Española, se me habia perdido durante varios días, buscando el oro por su cuenta, con la complicidad de otros bellacos de su caterva levantisca y murmuradora, siempre azuzada contra mí por Juan de la Cosa y el otro zángano malvado de Vicente Yáñez… (Ay, los españoles, los españoles, los españoles… ¡qué jodido me tenían ya con su propensión a fraccionarse, dividirse, formar grupos en perenne desacuerdo…!) Asi, pues, aquella noche eramos envueltos en tan horrible tormenta que, creyendo que las naves serian engullidas por el mar, atribuí tal desastre -y aquí lo digo- “a mi poca fe y desfallecimiento de confianza en la Providencia Divina ”. Fue entonces -¡y sólo entonces!- cuando acudí al supremo amparo de la Virgen en cuyas entrañas, como dijo Agustin, “Dios se hizo Hijo en la figura de un Hombre”. Sacando a suerte quiénes habrían de cumplir en romería, se prometió a Santa María de Guadalupe llevarle un cirio de cinco libras de cera; se prometió otro tanto a Santa María de Loreto, que está en la marca de Ancona, cerca del Papa; a Santa Clara de Moguer se prometió velar una noche entera y decir una misa. Y todos hicimos voto, a una, de que, en llegando a la primera tierra, iríamos en camisa, en procesión, a orar en una iglesia que fuese de la invocación de Nuestra Señora… Hecho esto, escribí una brevísima relación de mi viaje, destinada a Sus Altezas, y la hice echar al mar en un barril, por si las naves naufragaban. Y para más angustia y disgusto mío, en medio de aquella espantosa tempestad llegaron algunos bellacos a decir que si nos hundíamos era porque, con mi poca pericia en las cosas del mar, había olvidado lastrar las naves de modo conveniente, sin pensar que ahora volvían vacíos los toneles que en el viaje de ida contuvieran la cecina, la salmuera, la harina, los vinos, de mucho tiempo comidos y bebidos. Y como esto ultimo era tristemente cierto, acepte la humillación de admitirio como un castigo mas infligido a mi poca fe -malvadámente contento sin embargo y no podía remediarlo de que el cabrón de Martin Alonso se hubiese extraviado en la terrible noche, no pudiendo levantar testimonio contra mi si es que nos salvábamos de las espantables furias de los elementos… (Martin Alonso, arrastrado por los vientos, fue a dar a las costas de Galicia de donde escribió a los Reyes una carta colmada de infamias; pero plugo a la Divina Providencia que dejara de existir cuando se encaminaba a la Corte para agobiarme bajo el peso de sus calumnias ¡Que se consuma en llamas infernales el alma de tamaño hideputa!…) En cuanto a mi -y es nuevo cargo de conciencia que me agobia en hora de prueba postrera-, no recuerdo, no; no recuerdo -pero es acaso por oscurecimiento de mi memoria desfalleciente- haber cumplido la promesa hecha a Santa María de Guadalupe, pues muchas ocupaciones, tareas y sorpresas desviaron mis pasos, distrayendo mi ánimo a poco de llegar… Y pienso ahora que a esa imperdonable falta se deben los muchos padecimientos que habría de sufrir en el futuro