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Broncas, mugientes, tenidas en larga nota caída de la cofa, casi lúgubres, suenan las trompas de la nave que boga despacio, en tal cendal de neblina que del castillo de popa no se le divisa la proa. El mar, en derredor, parece un lago de agua plomiza, cuyas quietas olas se dibujan en diminutas crestas que ablandan el filo sin nervarse de espumas. Lanza su aviso el vigía y no le responden. Vuelve a preguntar, y su interrogación se pierde en el mecido silencio de una bruma que se me cierra a veinte varas de los ojos, dejándome a solas -a solas entre fantasmas de marineros- con mi tensa espera. Porque la emoción de lo anunciado, la ansiedad de ver, me tienen asomado a las bordas desde que sonó la campana de la sexta. Y es que si bastante he navegado hasta ahora, hoy me hallo fuera de todo rumbo conocido en viaje que todavía acarrea perfume de hazaña -no pudiendo decirse lo mismo, cuando se piensa en las trajinadas singladuras mediterráneas. Estoy impaciente por divisar la extraña tierra -¡y bien extraña dicen que es!…- que marca el límite de la Tierra. Desde que salimos de Brístol tuvimos viento bueno y buena mar, y no pareció que hubiese de repetirse para mí la enojosa tribulación del Cabo San Vicente donde, por divino amparo del Señor, me salvé, asido de un remo, del espantable naufragio de una urca incendiada. En Gallway recogimos al Maestre Jacobo, experto como nadie en llevar por estos caminos azarosos las naves de Spínola y Di Negro, con sus cargamentos de maderas y de vinos. Porque parece que, no habiendo bosques ni viñas en esta isla que pronto avistaremos, la madera y el vino son las cosas que en mayor estima tienen sus habitantes: la madera para levantar sus viviendas; el vino, para alegrar sus ánimos en el inacabable invierno donde el océano endurecido, las olas esculpidas en hielo, las montañas a la deriva que viera Piteas el marsellés, los tiene aislados del mundo. Al menos, así me contaron, aunque el Maestre Jacobo afirma, en buen conocedor de estos cielos, que este año no habría de endurecerse el mar -y ocurre otras veces- porque ciertas corrientes, venidas del Oeste, suelen atemperar los rigores de la estación…Jovial y de buena compañía es este Maestre Jacobo que ha venido a parar a la remota Gallway, donde se amancebó con una garrida escocesa, moza de muchas pecas y grandes tetas, poco preocupada por las cuestiones de limpieza de sangre que, en estos días, tienen envenenados los reinos de Castilla. Se rumora allí, desde largo tiempo, que pronto -el mes próximo, un día de éstos, no se sabe cuándo- empezarán los Tribunales de la Inquisición a remover y registrar el pasado, la prosapia, la ascendencia, de los cristianos nuevos. Que no bastará ya con la abjuración, sino que a cada converso se llevará cuenta de observancias, con carácter retroactivo, lo cual expone al sospechoso de fraude, disimulo, desapego o fingimiento, a la delación de cualquier deudor, de cualquier codicioso de bienes ajenos, de cualquier enemigo solapado -de cualquiera cosedora de virgos o echadora de mal de ojo, interesada en desviar las miradas de su propio negocio de ensalmos y medicinas de buen querer. Pero hay más: nacida no se sabe dónde, una changoneta corre de boca en boca, como anuncio de días aciagos. Aquella -la he oído- que dice:

“Ea, judíos, a enfardelar…”, entonada acaso en son de burla, pero burla que, de endurecerse, podría ser el anuncio de la proximidad de un nuevo éxodo -que el Señor no quiera, porque mucha riqueza mana de las juderías, y los Santángel, grandes financistas, pasaron a la real hacienda, a título de préstamo, millares y millares de monedas marcadas al troquel de sus circuncisiones. Por ello, el Maestre Jacobo piensa que hombre precavido vale por dos, que mal se vive en diáspora, y, por lo mismo, ha querido poner casa en Gallway, al amparo de la firma Spínola y Di Negro, cuyas mercancías almacena al lado de su moza rolliza, pecosa y de grandes tetas, que le hace grata la vida aunque demasiado huela, a veces, a sobaquina de pelirroja. Además, sabe que algo lo hace indispensable: su prodigiosa inteligencia para aprender lenguas en pocos días, Tanto se maneja con el portugués como con el provenzal, con el habla de Génova o el picardo, entendiéndose igualmente con el inglés de Londres, la jerga de Britania, y hasta con el abrupto idioma, erizado de consonantes, rocalloso y roncador -”idioma de estornudar para dentro”, lo llama- que se usa en la tenebrosa isla a donde vamos -isla que, entre brumas que se pintan, ahora, de un raro color de tierra de alfarero, empieza e dibujarse en el horizonte, en este día, a poco de pasada la hora nona. ¡Hemos llegado al límite de la Tierra!…