Y no sé por qué el Maestre Jacobo me ha mirado con sorna cada vez que he dicho eso de “límite de la Tierra ”. Y ahora que en tierra estamos, en casa hecha con tablas de buen pino conquense, pasándonos la bota de vino resinado, se mofa el Maestre Jacobo, algo alzado de tono por lo bebido, de que alguien crea que aquí se ha llegado a los confines de lo conocido. Dice que hasta los infantes, ésos, que con caperuzas de piel y los culeros meados, andan por las calles de este puerto cuyo nombre jamás llegaré a pronunciar, se reirían de mí si dijera que la tierra que aquí pisamos es el término o fin de algo. Y, llevándome de asombro en asombro, me dice que estos hombres del Norte (normáns parece que por eso se llaman), antes de que nosotros empezáramos a salir del ámbito natal, buscando, a tientas, nuevos caminos por donde andar, habían llegado, por el Este, a las comarcas de los rus, y, llevando sus asaetadas y ligeras naves a los ríos del Sur, alcanzado los reinos de Gog y Magog y los sultanatos de la Arabia, de donde se habían traído monedas que aquí se mostraban con orgullo, cual trofeos conseguidos en algún Quersoneso… Y para demostrarme que no miente, me muestra el Maestre Jacobo unos denarios y dirames que, por venir de comarcas por donde anduvieron sus remotos antepasados de las Tribus, conserva como talismanes en su pañuelo marinero -aunque su religión, que bien conozco, prohíbe la práctica de tales supersticiones. Traga el Maestre un largo hilo de vino que le baja de la bota al gaznate, y vuelve ahora los ojos hacia el Oeste. Me dice que, hace ya tantos años que suman varios siglos, un hidalgo pelirrojo, de aquí, al ser condenado a destierro por delito de homicidio, había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamó “Tierra Verde” por lo verdes que allí estaban los árboles. -”No puede ser” -dije al Maestre Jacobo, apoyándome en la autoridad de los más grandes cartógrafos de la época, ignorantes de esa verde tierra jamás montada por nuestros mejores naucheros. El Maestre Jacobo me mira socarronamente, haciéndome saber que hace ya más de doscientos años había ciento noventa granjas en la “Tierra Verde”, dos conventos de monjes, y hasta doce iglesias -una de ellas casi tan grande como la mayor que, en sus reinos, hubiesen edificado los
normáns. Pero eso no era todo. Perdidos en la bruma, llevando sus naves fantasmales a las noches sin albas de les mundos hiperbóreos, estos hombres cubiertos de pieles, rompiendo las nieblas a toque de buxines, habían navegado más al Oeste y más al Oeste aún, descubriendo islas, tierras ignoradas, mencionadas ya en un tratado que desconozco, titulado Inventio fortunata, que mucho parece haber compulsado el Maestre Jacobo. Pero eso no es todo. Yendo siempre al Oeste, más al Oeste, y aún más al Oeste, un hijo del marino pelirrojo, llamado Leif-el-de-la-buena-suerte, alcanza una inmensa tierra a la que pone el nombre de “Tierra de Selvas”. Allí, abunda el salmón; crecen la baya y la mora; inmensos son los árboles, y -portento increíble en tal latitud- la yerba no desverdece en el invierno. Además, la costa no es resquebrajada ni adusta, ni socavada por grutas donde muge el océano y viven terribles dragones… Leif-el-de-la-buena-suerte se interna en aquel ignorado paraíso, donde se le extravía un marinero alemán, llamado Tyrk. Transcurren varios días, y cuando sus compañeros creen que jamás habrán de volverlo a ver, o que ha sido devorado por alguna fiera de desconocida traza, reaparece el Tyrk, más borracho que truhán de almadraba, anunciando que ha encontrado enormes viñedos silvestres y que las uvas, puestas a fermentar, dan un vino que, bueno, con verme basta, y aquí no me tose nadie, y que me dejen dormir la mona, que esto es Jauja, y que de aquí no me voy más, y que no se me acerque nadie, porque le desmocho la cabeza como la desmochó el Rey Beovulfo al dragón de los colmillos envenenados, y aquí el rey soy yo, y quien pretenda desafiarme… Y se desploma, y vomita, y grita que todos los