normáns son unos hijos de puta… Pero hoy, para los normáns ha nacido, después de la Tierra Verde, la Tierradel Vino… “Y si crees que miento” -dice el Maestre Jacobo- “consígnete los escritos de Adán de Bremen y de Oderico Vital”. Pero no sabría dónde hallar esos textos, redactados de seguro, además, en lengua que ignoro. Lo que quiero es que me cuenten, que me digan lo que todavía -aquí, en esta isla que se saca como surtidores de agua hirviente de las entrañas de rocas negras- cuentan, tañendo el arpa, unos memoriosos de cosas antiguas que llaman escaldas. Y me narra el marrano amigo que, al saberse aquí de la Tierradel Vino, pronto van a ella, en nuevo viaje, ciento sesenta hombres, al mando de un Torvaldo, otro hijo del Pelirrojo desterrado, y de un Torvardo, cuñado suyo, casado con una hembra de espada al cinto y cuchilla entre pechos, llamada Feydis. Y es, de nuevo, el salmón abundante, el vino ácido que embriaga gratamente, las yerbas que jamás desverdecen, el pino alerce, y hasta se descubren, tierras adentro, enormes llanuras de trigo silvestre. Y todo se anuncia próspero y feliz, cuando aparecen, bogando en barcas que parecen hechas con cueros de ármales de agua, unos hombrecitos de tez cobriza, pómulos salientes, ojos algo almendrados, pelos como crines de caballos, que los membrudos y recios varones rubios de aquí hallan muy feos y malformados. Al principio se hacen buenos negocios con ellos. Magníficos negocios de trueques ventajosos. Se consiguen ricas pieles a cambio de cualquier cosa que resulte nueva para quienes se dan a entender por señas: fíbulas de poco precio, cuentas de ámbar, collares de abalorios, pero, sobre todo, paños encarnados -pues parece que les atrae sobremanera el color encarnado, tan gustado también por los normáns. Y todo marcha a lo mejor hasta el día en que un toro, traído en una de las naves, se huye del establo y se pone a bramar en la costa. No se sabe lo que ocurre con los hombrecitos: como enloquecidos por algo que debe relacionarse, en su bárbara religión, con alguna estampa del mal, comienzan por huir; pero vuelven más tarde, en horda pululante, trepadores, ágiles, arrojando piedras, lluvias de guijarros, aludes de gravas, sobre los gigantes rubios cuyas hachas y espadas, en tal suerte de guerra, resultan inútiles. De nada vale que la hembra Freydis se saque los pechos para avergonzar con ellos a los que, faltos de cojones, tratan de resguardarse en sus naves. Y, tomando el mandoble de un guerrero caído, se arroja sobre los lanzadores de piedras que, repentinamente aterrados por los clamores de la tremebunda mujer, huyen a su vez… Pero aquella noche, reunidos en consejo, los vikingos -también se les llama así- toman el acuerdo de volverse a esta isla para reunir una nueva expedición más numerosa en hombres bien armados. Pero el proyecto despertará poco entusiasmo en gente que, de año en año, trabajando sobre lo seguro, ha llevado sus naves hasta París, Sicilia y Constantinopla. Nadie, ahora, se atreverá a arrostrar los peligros de una instalación azarosa en un mundo donde menos asustan los enemigos -hombres, bestias-, de índole conocida, que los misterios de montañas abruptas, apenas entrevistas; de cavernas que pueden ser espeluncas de monstruos; del infinito de las extensiones desiertas; de breñales donde, en las noches, se oyen ululares, lamentos y gritos, que afirman la presencia de genios de la tierra -de una tierra tan vasta, tan prolongada hacia el sur, que se necesitarían millares y millares de hombres y de mujeres para explorarla y poblarla. No se regresará, pues, a la Gran Tierra del Oeste, y la estampa de la Vinlandia se esfumará en la lejanía, como un espejismo, quedando su recuerdo maravilloso en boca de los escaldas, en tanto que su existencia real es consignada en el gran libro de Adán de Bremen, historiador de los Arzobispos de Hamburgo, encargado de llevar la Cruz de Cristo a las tierras hiperbóreas conocidas o por conocer, donde la palabra de los Evangelios no hubiese sonado aún. Y buena falta haría que sonara allá el Verbo, puesto que había hombres, muchos hombres, ignorantes de que alguien hubiese muerto para ellos -y otros hombres como aquellos, esto se sabía de oídas, que montaban en carros tirados por perros para viajar al País de la Perenne Noche… Pregunto al Maestre Jacobo por el nombre de esos seres, entregados seguramente a deleznables idolatrías, que habían tenido el coraje de arrojar de sus reinos a los gigantes rubios de acá. -”Ignoro bajo qué palabra se designan ellos mismos” -me responde el nauchero: “En el idioma de sus descubridores, se les dice skraelings, que es -¿cómo dinamos nosotros?…- algo así como malformados, contrahechos, patizambos. Sí. Eso es: patizambos. Porque, claro, los normáns son robustos y de muy buena estampa. Y aquella gente, por pequeña, chata, de piernas cortas, les pareció como malformada. Skraelings. Eso es: patizambos”… “Yo diría mejor: monicongos.” -”¡Eso! ¡Eso!” -exclama el Maestre Jacobo: “Monicongos… ¡Bien hallada la palabra!”… Es tal de cuando me recojo a mi habitación del almacén de Spínola y Di Negro, que en esta tierra remota, con tantas maderas amontonadas, con tantos toneles que se compran aquí para guardar una bebida llamada biorr, huele a resinas de Castilla. Pero no puedo dormir. Pienso en esos navegantes extraviados entre témpanos y brumas, con sus naves fantasmales señoreadas por una cabeza de drago, viendo surgir montañas verdes sobre el desdibujo de sus horizontes inciertos, topándose con troncos flotantes, olfateando brisas cargadas de efluvios nuevos, pescando hojas de formas distintas a las conocidas, mandrágoras viajeras, criadas en ensenadas nunca vistas; veo esos hombres de la niebla, apenas hombres en el difumino de la niebla, interrogando el sabor de las corrientes, probando el punto de sal de las espumas, descifrando el idioma de las olas, atentos al vuelo de aves inesperadas, al paso de un cardumen, a la deriva de las algas. Todo lo aprendido a lo largo de mis viajes, toda mi Imago Mundi, todo mi Speculum Mundi, se me vienen abajo… ¿Así que, navegando hacia el Oeste, se encuentra una inmensa Tierra Firme, poblada de monicongos, que se prolonga hacia el Sur como si no tuviese término? Y digo que posible es que se alargue hasta tierras tórridas, en latitud de Malagueta, acaso, puesto que los normáns estos hallaron salmón y hallaron vides. Y el salmón -salvo en los Pirineos, y es gran rareza, como rareza es todo lo que se cría en tierras vascongadas- termina donde empieza la uva. Y la uva baja hasta las tierras de Andalucía, hasta las islas griegas que conozco, hasta las Madeiras, y hasta parece que se da en tierra de moros, aunque a estas no sacan vino porque es cosa prohibida por los mandamientos del Alcorán. Pero, de acuerdo a lo que sé, donde termina la uva empieza el dátil. Y acaso se da también el dátil, en el mundo aquel, al Sur, más al Sur de la uva… En tal caso… Se me barajan, se me revuelven, se me trastruecan, desdibujan y redibujan, todos los mapas conocidos. Mejor olvidar los mapas, pues se me hacen, de pronto, petulantes y engreídos con su jactanciosa pretensión de abarcarlo todo. Mejor me vuelvo hacia los poetas que, a veces, en bien medidos versos, pronunciaron verdaderas profecías. Abro el libro de las Tragedias de Séneca que me acompaña en este viaje. Me detengo en la tragedia de Medea, que tanto me agrada por lo mucho que se habla en ella del Ponto y de la Escitia, de rumbos, de soles y estrellas, de la Constelación de la Cabra de Olena, y hasta de Osas que se habían bañado en mares prohibidos, y me detengo en la estrofa final del sublime coro que canta las hazañas de Jasón: