Tomo una pluma y traduzco, según mi entender, en el castellano que aún manejo con alguna torpeza, esos versos que muchas veces habré de citar en el futuro: “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra, y un nuevo marino como aquel que fue guía de Jason, que hubo nombre Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras.” Esta noche vibran en mi mente las cuerdas del arpa de los escaldas narradores de hazañas, como vibraban en el viento las cuerdas de esa alta arpa que era la nave de los argonautas.
Vivo como ensalmado por lo oído de boca del Maestre Jacobo. Me vuelven y revuelven a la mente los menores episodios de aquella portentosa descubierta, hecha por los Hombres del Norte, cuyo relato nos viene a través de las sagas -que sagas llaman ellos a sus romances que, como el de los Infantes de Lara, o el otro, del Mío Cid, nos conservan grandes y fidedignas verdades tras del zalamero artificio del decir juglaresco o la floreada retórica de la clerecía. Y pienso, sobre todo, en una cuestión de distancias. Largo debió de parecer a los navegantes el viaje de ida -como largo nos parece siempre el camino desconocido que no sabemos en cuanto tiempo habremos de recorrer-; pero, en verdad, no debe estar tan lejos de la Tierra del Hielo (ice-landia, como se dice en su lengua, que es la Thile o Thule de los antiguos) esa otra tierra del salmón y de la vid, de donde fueron arrojados -y me resulta increíble que hubiesen tenido tan poco valor- por un puñado de monicongos sin espadas ni venablos. Porque, en fin, cuentan también los romances de su isla que, cierta vez, Leif-el-de-la-buena-suerte fue de Nidaros a Vinlandia sin parar en parte alguna; otro, se vino de Vinlandia a Ice-landia navegando a rumbo recto, de una sola ventada. Y sus naves son de magnífica factura, ciertamente, ligeras, espigadas, de buena eslora y muy marineras. Pero también es verdad que son harto angostas y de poco aforo. Y si hubiese que hacer un viaje prolongado, pronto carecerían los tripulantes del bastimento necesario a su mantenencia. Así que cerca, bastante cerca, debe estar la Vinlandia, y milagro es que otros no hubiesen arribado a ella, tras de los Hombres del Norte. Y si se ha ignorado lo que ahora sé, es, acaso, porque los escasísimos marinos de Génova, Lisboa o Sevilla que fueron a la Islandia, además de tenerla, de hecho, por el confín de la Tierra, desconocían el idioma de estornudar para adentro -de gruñidos y garrasperas parece- que tan bien maneja el Maestre Jacobo y no tuvieron la suerte mía de oír sus relatos porque, para decir verdad, el Maestre es poco amigo de beber con la chusma portuaria, escandalosa y grosera, que suele venirle en nuestras naves, y, en cuanto a nuestra breve pero cordial amistad, ésta se debe a una cofradía -diríamos- que es de cintura para abajo… El hecho es que ahora los años me desfilan ante los ojos, como raudos y desaforados. Sé a ciencia cierta que hay grande, poblada y rica tierra al Oeste; sé que navegando hacia el Oeste iría a lo seguro. Pero si viene a saberse de mi certeza de que navegando hacia el Oeste iré a lo seguro por lo sabido en la Tierra del Hielo, quedaría muy menguado el mérito de mi empresa. Peor aún: no faltaría el familiar, el favorecido, el confidente, el brillante capitán de un soberano, que consiguiera las naves en mi lugar, y me birlara la gloria de Descubridor que tengo en mayor precio que cualquier otra honra. Mi ambición ha de aliarse al secreto. De ahí que deba callar la verdad. Y, por la necesidad de callarla, me enredo en tal red de patrañas que sólo vendrá a desenredarla mi confesión general, revelando al asombrado franciscano que habrá de escucharme que, al caldeárseme la mente por pensar siempre en lo mismo; al verme acosado, día y noche, por la misma idea; al no poder abrir ya un libro sin tratar de hallar, en el trasfondo de un verso, un anuncio de mi misión; en buscar presagios, en aplicar la oniromancia a la interpretación de mis propios sueños, llegando, para ello, a consultar los textos del Pseudo-José y las Claves Alfabéticas del Pseudo-Daniel, y, desde luego, el tratado de Artemidoro de Éfeso; en vivir febril o desasosegado, trazando proyectos más o menos fantasiosos, me fui volviendo grande e intrépido embustero -ésa es la palabra. Diré, sí, diré que mirándome a mí mismo en hora postrera, hallo que otros, menos embusteros, mucho menos embusteros que yo, fueron llevados a enrojecer sus pálidos embustes en tablado mayor de Santo Oficio. Porque bien poco pesan los embustes de quienes engañan al mozo enamorado vendiéndole filtros de amor, aconsejan manejos de menuda hechicería para propiciar tratos deshonestos, recetan untos de oso, de culebra, de erizo, polvo de cementerio, cocimientos de corteza de espantalobos, de pico de oro y hoja tinta, recitados de la Clavícula de Salomón; bien poco pesan las intrigas de trotaconventos y alcahueterías de quienes invocan a un Príncipe de las Tinieblas demasiado atareado en trabajos mayores para atender semejantes necedades -poco pesan, muy poco pesan, digo, juntos a los embustes e intrigas con que durante años y años traté de ganarme el favor de los Príncipes de la Tierra, ocultando la verdad verdadera tras de verdades fingidas, dando autoridad a mis decires con citas habilidosamente entresacadas de las Escrituras, sin dejar nunca de esbozar, en lucido remate de párrafos, los proféticos versos de Séneca:
Y así fui de corte en corte, sin importarme para quién iría a navegar. Lo que necesitaba eran naves para navegar, viniesen de donde viniesen. Naves sólidas, de ancho aforo, con pilotos de buen colmillo y gente de pelo en pecho -no importándome, para el caso, que salieran de galeras. Capellán no llevaría. Bastábame con llegar allá -¡y ya sería hazaña!- sin embarazarme con obligaciones de adoctrinamiento ni de teologías, sin saber si los monicongos aquellos no tendrían alguna bárbara religión difícil de desarraigar, que requiriese los oficios de sabios varones experimentados en predicar a los gentiles y convertir a los idólatras. Lo primero era cruzar al Mar Océano: después vendrían los Evangelios -que ésos caminaban solos. En cuanto a la gloria lograda por mi empresa, lo mismo me daba que ante el mundo con ella se adornara este u otro reino, con tal de que se me cumpliese en cuanto a honores personales y cabal participación en los beneficios logrados. Por lo mismo, me hice de un tinglado de maravillas, como los pasean los goliardos por las ferias de Italia. Armaba mi teatro ante duques y altezas, financistas, frailes y ricoshombres, clérigos y banqueros, grandes de aquí, grandes de allá, alzaba una cortina de palabras, y al punto aparecía, en deslumbrante desfile, el gran antruejo del Oro, el Diamante, las Perlas, y, sobre todo, de las Especias. Doña Canela, Doña Moscada, Doña Pimienta y Doña Cardamoma entraban del brazo de Don Zafiro, Don Topacio, Doña Esmeralda y Doña Toda Plata seguidos de Don Gengibre y Don Clavo del Clamero a compás de un himno color de azafrán y aromas, malabares donde resonaban con musicales armonías los nombres de Cipango, Catay, las Colquidas de Oro y las Indias todas -que como se sabe son varias- Indias numerosas, proliferantes, epícenas y especiosas, indefinidas pero adelantadas hacia nosotros deseosas de tendernos las manos, de acogerse a nuestras leyes, cercanas -más cercanas de lo que creíamos aunque todavía nos pareciesen lejanas- que ahora podríamos alcanzar por despeada vía navegando a mano izquierda de los mapas, desdeñando el azaroso camino de la Mano Derecha, infestado de tiempos acá por piratas mahometanos forbantes llevados por velas de junco cuando viniéndose por tierra no se exijan escandalosos derechos de peaje, trasiego, contrastación de pesas y medidas en loa territorios señoreados por el Gran Turco… Mano Izquierda, Mano Derecha. Las abría, las mostraba, las movía con destreza de juglar, con delicadezas de orfebre, o bien, dramatizando el tono, las alzaba como profeta, citaba a Isaías, invocaba los Salmos, encendía luces hierosolomitanas, magnificado el antebrazo por el vuelo de la manga, mostrando lo invisible, señalando a lo ignoto tremolando la riqueza, sopesando tesoros tan cuantiosos como las imaginarias perlas que ya parecían escapárseme por entre los dedos cayendo al suelo y rebotando con orientales destellos en el amaranto de las alfombras. Las nobles y sabias gentes aplaudían, me celebraban las cosmogónicas ocurrencias soñaban un momento con mis promesas de orífice visionario, de alquimista sin retortas, pero en fin de cuentas me dejaban en puerto -que era como decir: en puertas- sin naves y sin esperanzas… Y así anduve durante años y años con mi tinglado de antruejo, sin que el verbo de Séneca se hiciese carne en la carne de quien aquí yace ahora, sudoroso y destemplado, de cuerpo vencido, esperando al franciscano confesor para decirlo todo, todo…