Y asi fue como por real disposición se me obsequio inesperadamente con una muía torda, muy bien enjaezada, para que, trotando trotando, sin empolvarme demásiado, el único traje de buen ver que poseía, fuese al enorme campamento de Santa Fe, vasto caravanserrallo militar hecho ciudad y corte por las Reales Presencias, desde donde entre tiendas de suntuoso paño y tiendas de colchas remendadas, fuegos de vivaques, parrilladas en carros entoldados, odres de tintazo cargados en burro, rasgueos de vihuela y taconeo de putas puestas en tablado de baile, llamadas de trompetas y granizos de tejoleta, partirían las tropas que, rompiendo los cercos de un largo asedio, darían el asalto final al último baluarte de Mahoma en esta tierra donde -para decir verdad harto sabida-, no faltaban renegados de toda laya agarenas que, de madres a hijas se habían ayuntado con cristianos agarrados por donde yo se, como lo estuvo el Rey Alfonso el Sexto, quien, antes de fornicarse a su hermana, Doña Urraca -, ¡qué familias, Señor!- tuvo de concubina por largo tiempo a la famosa Zaida, mora sevillana de las de fornido regazo, altos pechos y carnes que huelen a mazapan toledano, el que se presenta como serpiente del Paraíso, enroscado en caja redonda, toda escamada de oro, con verdes ojos de confite y lengua de melcocha colorida.
Transcurría el mes de julio. Acababa yo de cumplir cuarenta años. Sin presumir de hombre hermoso, me sabía de apuesta figura, nobles facciones y nariz aguileña, recta la mirada, fácil la palabra y viril el gesto, y sin arrugas el rostro de piel curtida por los aires marinos y los soles del África, aunque mi cabeza estuviese ya canosa -lo cual me daba una cierta majestad, unida a la idea de experiencia y buen criterio que se atribuye, aunque equivocadamente a veces a cuando denota, en nosotros, el paso de los años. Hacia calor cuando llegué a Santa Fe.
También ella acababa de cumplir cuarenta años. Y, excusando la ausencia de su esposo, atareado en menesteres de mayor cuantía -que eran, en realidad, menesteres de cetrería, buen vino y mozas -me recibió sola, en estancia privada, entre muebles moriscos, incrustados de nácar, que le habían quedado en el repliegue de los infieles sobre Granada. Hacía cinco años que no la veía, tras de una ingrata entrevista donde, por displicente y poco atenta a mis palabras, me había parecido poco menos que odiosa. Pero, aquella vez, su tocado, con el velo que le envolvía la cabeza no me había dejado notar que era mujer rubia, muy rubia, a semejanza de ciertas venecianas, sus ojos verdiazules eran de gran belleza, en un semblante tan terso y sonrosado cual el de una doncella, agraciado por un mohín irónico e intencionado, debido acaso a las muchas victorias que su aguda inteligencia le había valido en días de desacuerdos políticos y horas de grandes decisiones. No era ya -esto lo sabían muchos-la reina enamorada de quien, inmerecedor de tal sentimiento la engañaba, a vistas y sabidas de sus fámulos, con cualquiera dama de honor, señora de corte, guapa camarera o garrida fregona, que le salieran al paso -cuando no se dejaba trabar por el trato de alguna mora conversa, judia de las calientes, o hembra soldadera, si no hubiese mejor carne donde incar el diente. Ahora la persona a quien hablaba de mi gran proyecto era -y esto si que lo sabían todos- quien aquí gobernaba de verdad. La que en Segovia, el día de su proclamación, hubiese entrado en la catedral, tras del chanciller que llevaba una espada enhiesta como natura de varón, cogida por la punta, en símbolo de soberanía y de justicia -¡y cómo le habían criticado tal alarde de macheza!-, era quien, en estos años, manejaba enérgicamente los asuntos del estado. Nada hacia el aragonés -salvo en sus perrerías, desde luego- sin el consentimiento de ella. A ella tenía que someter sus disposiciones y decretos y a ella también sus propias cartas, leídas con tal autoridad que si a ella desagradaba alguna, al punto la hacía rasgar por un secretario en presencia de su marido, cuyas ordenes -era cosa muy sabida- no eran tenidas en mucho, aun en Aragón y en Cataluña en tanto que todos temblaban ante las de quien se tenia, en todo el reino, por persona de cuerpo mas entero, ingenio mas despierto, y de más grande corazón y sapiencia… En esta mi primera entrevista con la que (y sobradas razones tendría yo mis tarde para amar el nombre de ese pueblo) hubiese nacido en Madrigal de las Altas Torres, hablé de lo que siempre hablaba ante los grandes y los poderosos, desplegué, una vez más, mi Retablo de Maravillas, mi aleluya de geografías deslumbrantes, pero al oficiar de anunciador de portentos posibles, desarrollé una nueva idea, madurada por lecturas recíentes, que pareció agradar en mucho a mi oyente. Fundándome en las ideas sobre la historia universal concebidas por Pablo Osono, exponía yo que así como el movímiento de los cielos y de los astros es de Oriente a Occidente, asi también la monarquía del mundo había pasado de los asinos a tos medos, de los medos a los persas, y después a los macedonios, y después a los romanos y después a los galos y germanos, y finalmente a los godos, fundadores de estos reinos. Era justo, pues, que luego de que arrojáramos a los moros de Granada -cosa que no tardaría en suceder- mirasemos hacia el Occidente, prosiguiendo la tradicional expansión de los reinos, regida por el movimiento de los astros, alcanzámdose los grandes y verdaderos imperios del Asia -pues eran meras migajas de reinos los que hasta ahora hubiesen entrevisto los portugueses en sus navegaciones, tomándose los rumbos del Levante. Desde luego que invoque la profecía de Séneca, y con tan buena fortuna que mi regia oyente se mostró ufana de interrumpirme, para citar, de memoria, unos versos de la tragedia