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Haec cum femineo constitit in choro, Unius facies praenitet omnibus.

Arrodillándome ante ella repetí aquellos versos afirmando que en ella parecía haber pensado el gran poeta al decir que “cuando se erguía en medio del coro de mujeres” -de todas las mujeres del mundo- “los rostros de las demás se apagaban ante el esplendor del suyo”. Tuvo como un leve y deleitoso parpadeo al escucharme, me alzó del suelo y me sentó a su lado, y a retazos, empezamos a reconstruir, memorizando, la hermosa tragedia… Y aquel día, movido por una audacia de la que me hubiese creído incapaz, pronuncie palabras, como dichas por otro -palabras que no repetiré en mi confesión- que me lucieron salir de las estancias reales cuando empezaban a sonar las dianas de los campamentos. Y, desde esa noche venturosa, sólo una mujer existió para mi en el mundo que aún esperaba por mí para acabar de redondearse.

Pero el mundo estaba impaciente por redondearse. Y más impaciente estaba yo aún, nuevamente enredado en líos, controversias cogitaciones, demostraciones, argucias, discusiones -¡todo mierda!-, de cosmógrafos geógrafos, teólogos, a quienes trataba yo de convencer de que mi empresa era válida y altamente provechosa, aunque como siempre, como siempre, como siempre, sin poder revelar mi Gran Secreto aquel que me hubiese revelado el Maestre Jacobo, allá en las diurnas noches de la Tierra del Hielo. De haber hablado -y más de una vez de pura rabia estuve a punto de hacerlo- habría confundido a mis ergotantes objetores. Pero entonces el aspirante a Gigante Atlas hubiese quedado al nivel de un marino cualquiera, mas tabernero que estudiante de Pavia, más quesero que piloto de Coulon el Mozo -¡y váyase a saber si, a la postre, no se hubiese entregado a otro el mando de la flota que para mi quería!. Transcurrieron varios meses al fin cayó Granada, los judíos fueron expulsados de España -”¡Ea, judíos a enjardelar!”- y todo era gloria para la doble corona, pero yo estaba en las mismas. En las noches de su intimidad Columba -asi la llamaba yo cuando estábamos a solas- me prometía tres carabelas, diez carabelas, cincuenta carabelas, cien carabelas, todas las carabelas que quisiera, pero en cuanto amanecía se esfumaban las carabelas y quedaba yo solo, andando con las luces del alba, camino de mi casa, viendo raer los mástiles y velámenes que se hubiesen erguido triunfalmente en mis visiones de grandeza, vueltas, en la claridad del día, a la vaporosa irrealidad de los sueños que jamas se fijan en imágenes tangibles… Y llegaba yo a preguntarme si mi destino no acabaría siendo el de tantos enamorados de su soberana que, como Don Martin Vázquez de Arce, el tierno y hermoso Doncel de Siguenza, hubiese perecido en bizarro combate contra los moros por extremarse en pruebas de valentía ante su Dama -inspiradora de sus afanes, guiadora de sus empeños (¡Y cuantos celos tenia yo, a veces, de ese joven guerrero poeta a quien en mis enamoradas cavilaciones atribuía yo, acaso, mayores fortunas que las conseguidas, en realidad, de Quien eludía siempre su recuerdo, tal vez porque le fuera tan grato, tan enormemente grato, que temía leyere yo en sus ojos esa predilección!). ¡Grande tormento padece quien, siendo de la raza común del vidrio leble, se arrima a los filos del diamante!…

Ya yo había visto izar los estandartes reales sobre las torres de la Alhambra, había asistido a la humillación del rey moro, saliendo de su ciudad vencida para besar las manos de mis monarcas. Y ya se maduraban propósitos mayores: ya se hablaba de llevar la guerra al Africa. Pero, en cuanto a mi, todo era cosa de veremos, consideraremos discutiremos, mejor sería esperar un poco, pues nada es tan socorrido como un día tras de otro día y la pacienicia es grandísima virtud, y mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer… Yo ya había conseguido un millón de maravedíes con los genoveses de Sevilla y el banquero Berardi. Pero me hacia falta otro millón para hacerme a la mar. Y ese otro milloncejo era el que Columba me prometía, cada tarde, para retirármelo de madrugada -no tenía ni que decirlo- en el “vete ya” de la despedida. Pero una noche estallé. Repentinamente montado en iracundia, desde lo alto de mi boca le clamé que aunque cortés y Sumiso en mi comportamiento para con ella, atento a que una púrpura aún invsible, envuelve siempre un cuerpo de una reina, me sentía igual que cualquier monarca y tanto montaba yo sin tiara enjoyada, pero aureolado por el nimbo de mi Gran Idea, como montaban las coronas de Castilla y de Aragón -”Marrano” -me gritó ella: “¡No eres sino marrano!” -”¡Marrano soy!” -grité a mi vez “¡y nadie puede saberlo mejor que tú que me conoces en lo que soy y en lo que fui!”. Y esta vez sin poder guardar ya el secreto que durante tantos años llevaba en mí le revele lo sabido, allá en la Tierra del Hielo acerca de las navegaciones del Pelirrojo, de su lujo Leif, y de la descubierta, por ellos realizada, de la Tierra Verde, y de la Tierra de Selvas y de los Tierras de la Viña le mostré el maravilloso paisaje de los abe tos de los trigales silvestres con sus torrentes plateados de salmones; le pinte los monicongos, alhajándolos con collares de oro, pulseras de oro, petos de oro cascos de oro y le dije que también adoraban ídolos de oro, y que el oro, en sus ríos, era cosa tan abundante como el guijarro en la meseta castellana. Y ante el asombro que había enmudecido a Columba, le grité que me iba para nunca volver y que ahora ofrecería mi gran empresa al Rey de Francia, muy dispuesto a costearla pues ése si que tenía mujer inteligente, muy atraída por el mar como buena bretona digna descendiente de Elena-la-de-Armórica, hija del Rey Clohel, esposa de Constantino el Viejo, elegida por el Señor para exhumar la Cruz que descansaba, a veinte palmos bajo tierra, en ei Monte Golgota de Jerusalem. ¡A gente asi podía uno fiarse, y por ello, me iba con mi tinglado a otra paite! Esto que dije pareció enfurecer Columba -¡Marrano! ¡Cochino marrano! ¡Venderías a Cristo por treinta denarios! -me gritó, mientras yo salía de la estancia con un gran portazo. Abajo, arrendada bajo los árboles, me esperaba mi buena mula torda. Enfurecido como nunca recuerdo haberlo estado -y más aún por haber largado el Gran Secreto que debí guardarme- cabalgue dos leguas cabales y me apeé en una posada con el animo de beber tanto vino como pudiese caberme en el cuerpo. Se entraba en abril. El verdor de los campos resaltaba bajo la luz algo anaranjada, única en su matiz que es tan propia del vergel granadino. Cantaban los jilgueros. Todo era alegría en aquel parador lleno ya, en hora tan temprana, de labriegos endomingados. Las campanas de una iglesia llamaban a misa. Pero yo estaba sombrío, cada copa, en vez de aligerarme el ánimo, me hundía en la desesperanza de quien ha cometido una falta irreparable. Lo había perdido todo. Todo. El regio favor, y una esperanza que, aunque nunca satisfecha, estuviese en pie, todavía, pocas horas antes. Y ya había vaciado una jarra de vino, cuando ví entrar un alguacil que, a juzgar por lo sudado y polvoriento del traje, debía haber alcanzado este pueblo a matacaballos. Al verme vino rectamente hacia mi: Su Majestad me mandaba a llamar a toda prisa, rogándome que no prosiguiera mi camino. Poco después de mediodía, después de haberme refrescado el rostro y refrescado el atuendo, estaba ante mi real dueña