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La noche del 9 de Octubre, tuve noticias de que se estaba urdiendo una conjura a bordo de las naves. Al día siguiente me vinieron los marinos -en tono suplicante, primero; luego más subidos de palabras, y más, y más, y mas hasta alzarse en insolencia- para decirme que ya no podían sufrir tan larga navegación, que eran muchas las angustias, que se engusanaban los bizcochos y la cecina, que eran numerosos les enfermos, que tenian el ánimo caído y sin voluntad de seguir adelante, y que era tiempo ya de renunciar a esta empresa sin término que a nada bueno había de conducir. Usando de toda mi energía y usando de la misma elocuencia demostrada en controversias con soberanos, teólogos y hombres doctos, amenazando en algo con la horca -sin insistir mucho, aunque indirectamente, metafóricamente- a los más irrespetuosos y levantiscos pinte un tal cuadro de riquezas y provecho, pronto a mostrarse en el horizonte, pidiendo sólo tres, cuatro días más, para mostrarlo, que logre capear el temporal de voces que se me echaba encima, bajo la mirada socarrona del Martin Alonso -cada día me gusta menos -que me decia “cuélguelos”… “cuélguelos”, a sabiendas de que si me resolvía a ordenar que ahorcaran a alguno, nadie me hubiese obedecido -y menos los malditos gallegos y vizcaínos que para desgracia mía llevaba conmigo- perdiendo yo al punto, toda autoridad, mando y vergûenza (y esto era, acaso, lo que queríaa el Martín Alonso…)…Yo sabia, de todos modos, que ahora mis días de navegación estaban contados. Si algo extraordinario no ocurría mañana, pasado mañana, o al día siguiente, habría que regresar a Castilla, en tal misena de ilusiones rotas, que no me atrevía a pensar con que ceño me acogería y, con razón, la de Madrigal de las Altas Torres que cuando se enfurecía, sabia hacerlo con regio vocabulario de arrieros, remedando a los moros en lo de afear y mancillar, hasta quintas generaciones, la ascendencia materna del culpable… Pero lo extraordinario se produjo el jueves 11, con la pesca por mi gente, de una maderilla curiosamente labrada por mano humana. Los de la Niña , por su lado hallaron flotando un palillo cubierto de escaramujos. Estábamos todos en espera, ansiosos, expectantes. Algunos decían que la brisa olía a tierra. A las diez de la noche, me pareció divisar unas lumbres en la lejanía. Y por estar más seguro, llamé al veedor Rodrigo Sánchez, y al repostero de estrados del Rey, que fueron de mi parecer… Y a las dos de la madrugada del viernes lanzó Rodrigo de Triana su grito de “¡Tierra! ¡Tierra!” que a todos nos sonó a música de Tedeum… Al punto amainamos todas las velas, quedando solo con el treo, y nos pusimos a la corda, esperando el día. Pero, ahora a nuestra alegría, pues no sabíamos lo que íbamos a hallar se añadían preguntas curiosas. ¿Insula? ¿Tierra firme? ¿Habíamos alcanzado, de verdad, las Indias? Además, todo marino sabe que las Indias son tres las de Catay y Cipango, además de la grande -¿el Quersoneso Áureo de los antiguos?- con las muchas tierras menores que es de donde se traen las especias (Por mi parte, pensaba también el peligro que entrañaba la fiereza y acometividad de los monicongos de Vinlandia…) Nadie podía dormir, pensando que, ahora que habíamos llegado tantas venturas como fatales tribulaciones podían aguardarnos allí donde, en la costa, seguían rebrillando unas hogueras. En eso me vino Rodrigo de Triana a reclamar el jubón de seda, prometido como premio a quien avistase la tierra Díselo en el acto, con gran contento pero el marino quedaba ahí, como esperando algo más. Luego de un silencio, me recordó la renta de diez mil maravedís, acordada por los Reyes, ademas del jubón – “Eso lo verás cuando hayas regresado”-dije -”Es que…” -”¿Qué?…”-”¿No podría Vuestra Merced, señor Almirante adelantarme alguna monedilla a cuenta?-”¿Para que?”- “Para irme de putas, y con perdón… Hace más de cincuenta días que no obro” -”¿Y quien te dijo que hay putas en estas tierras? “-”A donde llegan marineros siempre hay putas” -”Aquí no valen monedas; que, en estas tierras, según tengo entendido por los relatos del veneciano Marco Polo, todo se paga en pedazos de papel del tamaño de una mano, donde se estampa el cuño del Gran Khan”… Rodrigo se fue, contrito, con su jubón echado sobre un hombro… En cuanto a su renta de diez mil maravedís {y esto si habré de decirlo al confesor) podrá anotarla en hielo – ¡y cuidado no ande reclamando mucho o alborotando más de la cuenta, ya que le sé cosas que no le conviene que se sepan!-, porque esa renta me la he apropiado ya en beneficio de mi Beatriz, la guapa vizcaína de quien tengo un hijo sin haberla llevado al altar, y que, desde hace tiempo, en lágrimas padecía mi desapego y mi olvido -desapego y olvido debidos al Real Favor que sobre mi hubiera derramado, cual brotada de cornucopia romana, la fortuna de tres naves prestas a zarpar, con la confusión de mis enemigos, la embriaguez de nuevos rumbos, la gloria de estar aquí esta noche, esperando la salida de un sol que tarda, que tarda -¡y como tarda, coño!- en asomar y acaso la inmortalidad, en la memoria de los hombres, de Quien, salido de donde salí, podía aspirar ya al título de Ensanchador del Mundo… ¡No, Rodrigo! ¡Te jodiste! ¡Me quedo con tus diez mil maravedís de renta!… Yo también pude gritar “¡Tierra! cuando vi las candelillas, y no lo hice Podía haber gritado antes que tu y no lo hice. Y no lo hice porque, en habiendo divisado tierra, al haber puesto un termino a mis angustias, no podía sonar mi voz como la de un simple vigía anasioso de ganarse una recompensa que resultaba pequeña para mi repentina grandeza. Estrecho hubiese quedado el jubón que te llevas Rodrigo, a quien desde hace un momento se hadesde hace un momento se ha crecido a la talla de Gigante Atlas, estrecha me queda una renta de diez mil maravedís, que ahora, desdeñada por mi incipiente fortuna, irán a parar a las manos de quien yo disponga, mujer engrosada, empreñada, con vástago al cabo, de Quien acaba de cobrar dimensión de Anunciador, de Vidente, de Descubridor. Soy quien soy, como el Señor de las Batallas. y a partir de este minuto se me habrá de llamar Don, pues a partir de este minuto -ténganlo todos presente y que se diga…- soy Almirante Mayor de la Mar Océana y Virrey y Gobernador Perpetuo de Todas las Islas y Tierra Firme que yo descubra y que de ahora en adelante, bajo mi mando, se descubran y tomen en la Mar Océana.

Horas de grande desasosiego y perplejidad. Interminable se me hace esta noche que pronto, sin embargo, habrá de alcanzar un alba -para mi ánimo, extrañamente demorada. Me he vestido con mis mejores galas, e igual están haciendo los españoles todos a bordo de las naves. Del arca grande he sacado la bandera real, montándola en asta, e igual hice para las dos banderas de la Cruz Verde que habrán de llevar mis dos capitanes -tremendos hijos de puta me resultaron a la postre-, y que ostentaban vistosamente bajo sus correspondientes coronas bordadas en el raso, las iniciales