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F e Y -esta ultima, especialmente grata a mi entendimiento ya que, asociándola a las cinco letras que completan el nombre, se me vuelven imagen casi presente de la Persona a quien debo mi elección e investidura. Pero ahora hay gran movimiento de españoles en la cubierta; bronces que ruedan y se arrastran, hierros que se entrechocan. Y es que he mandado a tener hastas las lombardas y espíngolas, por lo que pudiese suceder. Todos además, bajaremos a tierra armados, porque en esta espera que termina, cualquier suposición es válida- Hay gente a poca distincia -pues, donde no hay gente, no hay hoguera. Pero me resulta imposible hacerme una idea de!a naturaleza de esas gentes. No puede ser la misma de Vinlandia porque estamos mucho más al Sur -aunque debo confesar que, entre las brújulas que se nos volvieron locas a media travesía, mi enredo entre millas arabigas y millas genovesas, mi poca pericia (lo he comprobado yo mismo) en el manejo del astrolabio, y los embustes con los cuales vine engañando a los demás en cuanto a las distancias recorridas em un mar mucho más ancho delo que creía, no tengo idea de donde vinimos a parar. Puede ser ésta una tierra de monicongos valientes y agerridos, como los que pusieron en fuga a los colosos rubios de la Ice-landia, puede ser nación de monstruos, como los descritos por San Isidoro, puede ser alguna provincia avanzada del reino del Gran Khan, y, en tal caso, si sus soldados se nos muestran hostiles, habremos de vérnosla con guerreros acorazados, cascos relumbrantes, tremebundos jinetes, de los que por bandera enarbolan colas de caballos en el cuello de una lanza… Pero poco temor tengo a esto, en fin de cuentas ante una amenaza contra mi dirigida que bien puede definírseme, de terrible manera, en cuanto salga el sol. Lo que mas temo en esta espera (¡va a ser terrible confesarlo al confesor!) es que en la ribera ignota que ya siento tan presente y consustanciada con mi destino, la luz del día me ofrezca la visión, la inequívoca visión, en forma y obra, de un campanario. Porque allí, en aquellas tinieblas que interrogan mis ojos, puede haber una capilla cristiana, un santuario cristiano, una catedral cristiana. No solo he leído atentamente a Marco Polo, cuyos relatos de viaje he anotado de mi puño y letra, pero mucho he leído también a Juan de Monte Corvino -pero nunca lo cite, por conveniencia, en mis discursos-, quien, también salido de Venecia, llegó a la grandísima ciudad de Cambaluc, capital del Gran Khan, donde no sólo edificó una iglesia cristiana de tres campanas, sino que procedió a unos seis mil bautizos, tradujo los Salmos a la lengua tártara, y hasta fundo una canturía infantil de niños consagrados a entonar, con sus tiernas voces, alabanzas al Señor. Allí lo encontró Oderico de Pordenone -otro a quien bien conozco- hecho todo un arzobispo, con iglesia pasada a catedral, con acólitos y sufragáneos, deseosos de que se le mandaran misioneros en gran numero, pues había encontrado en el país -y se regocijaba de ello- una magnífica tolerancia en gente que admitía cualquier religión que no afectara los intereses del Estado -tolerancia que, por cierto, había propiciado una enojosa propagación de la herejía nestoriana, cuyos abominables yerros hubiese denunciado ya, en su tiempo, el Egregio Doctor de Sevilla, en sus Etimologías… No sería improbable, pues que la catequizacion de Juan de Monte Corvino se hubiese extendido hasta aquí -¡y por obra de franciscanos, gente que muchísimo camina! En ese caso, Cristóbal, Cnstobalillo, tú que te inventaste, durante el viaje, el nombre de
Christo-phoros, pasador de Cristo, cargador de Cristo, San Cristóbal, metiéndote, de a bragas en los textos más insignes e inamovibles de la Fe, asignándote una misión de Predestinado, de Hombre Ünico y Necesario -una misión sagrada-, tú, que ofreciste tu empresa al mejor postor, acabando por venderte por un millón de maravedís, en ese caso, embaucador embaucado, no tendrías mas remedio que izar nuevamente las velas, orzar de regreso, e irte al carajo, con Niña, Pinta, Santa María y todo, a morirte de vergüenza a los pies de tu dueña de las Altas Torres. En esta hora menguada -hora tercia- considera, marino desnortado, pues la misma brújula que se te fue del Norte, que lo peor que pudiese ocurrir es que te salgan los Evangelios al encuentro. Es cierto que por voluntad de tu dueña de prisa te fueron concedidas las órdenes menores franciscanas y que autorizado estás a usar el sayal m capucha de los mendicantes. Pero… ¿qué harás tu, pobre ostiario, mediocre lector, exorcista y acólito aun improbado, ante un diácono, un obispo que, levantando la mano te dijera: “Vuélvete, que estás de más aquí” En esta espera deseo, si, deseo, que los Evangelios no hayan viajado comoo mis carabelas. Es conflicto del Verbo contra el Verbo. Verbo viajando por el Oriente que debo madrugar yendo hacia el Poniente. Absurda porfía que puede matarme en cuerpo y obra. Batalla desigual pues no llevo los Evangelios a bordo -ni capellán que, al menos, pudiera narrarlos ¡Fuego de lombardas y espingolas ordenaría yo contra los Evangelios, puestos frente a mí si me fuese posible hacerlo!… Pero no bajo sus tapas de oro incrustadas de pedrerías, ellos se mofaran de los disparos. Si la Roma de los Césares no pudo con ellos, menos puede ahora este misero marinero que, en alba ansiosamente esperada, aguarda la hora en que la luz del cielo le revele si fue inútil su empresa o si habrá de levantarse en gloria y perdurabilidad. Si Mateo y Marcos y Lucas y Juan me aguardan en la playa cercana, estoy jodido. Dejo, ante la posteridad de ser Christo-phoros para regresar a la taberna de Savona. A menos de que hallara muchas, muchas especias. Rico baile de Doña Canela con Don Clavo del Clavero Pero es que aquí dije que reinaba el Gran Khan. Y sus gentes, ya maleadas por e! comercio nuestro, no regalan el pimiento ni el aroma, sino que los hacen pagar a buen precio, que no es el de las baratijas, compradas a ultima hora, que traigo, para trueques, en estas naves. Y en cuanto al oro y las perlas menos se regalan que el gengibre, tan bien descrito y comparado, por Juan de Monte Corvino, con una raíz del gladiolo. Mis españoles dicen y cantan una Salve, a la vez impacientes e inquietos -aunque por otros motivos que yo- pues ahora termina la aventura de mar y empieza la aventura de tierra. Y, de pronto, es el alba; un alba que se nos viene encima, tan rápida en su ascenso de claridades que jamás vi semejante portento de luz en los muchos reinos conocidos por mi hasta ahora. Miro intensamente. No hay edificaciones casas, castillos, torres o almenajes a la vista. No asoma una cruz por encima de los árboles. Luego, al parecer, no hay iglesias. No hay iglesias. No escuchan, todavía el temido son de una campana fundida en bronce del bueno… Grato ruido de los remos nuestros moviendo un agua maravillosamente quieta y transparente, en cuyo fondo de arenas advierto la presencia de grandes caracoles de formas nuevas. Ahora, mi ansiedad se va transformando en júbilo. Y va estamos en tierra, donde crecen arboles de una traza desconocida para nosotros, salvo unas palmeras que en algo se asemejan a las del África. Al punto cumplimos con las formahdades de Toma de Posesión y correspondiente asentamiento de fe y testimonio-lo cual no acaba de hacer el escribano Rodríguez de Escobedo, turulato, porque hay ruido de voces en las malezas, se apartan las hojas y nos vemos de repente, rodeados de gente. Caído el susto primero, muchos de los nuestros se echan a reír, porque lo que se les acerca son hombres desnudos, que apenas si traen algo como un pañizuelo blanco para cubrirse las vergüenzas. ¡Y nosotros que habíamos sacado las corazas, las cotas y los cascos, en previsión de la posible acometida de tremebundos guerreros con las armas en alto!… Estos, en cuanto a armas, sólo traen unas azagayas que parecen aguijadas de boyeros, y me barrunto que deben ser miserables, muy miserables, tremendamente miserables, puesto que andan todos en cueros -o casi- como la madre que los parió, incluso una moza cuyas tetas al desgaire miran mis hombres, ansiosos de tocarlas con una codicia que enciende mi ira, obligándome a dar unos gritos mal avenidos con el porte solemne que ha de guardar quien aba el estandarte de Sus Altezas. Algunos traían papagayos verdes que acaso no hablaban por asustados, y un hilo de algodón en ovillos -menos bueno, por cierto, que el conseguido en otras Indias. Y todo lo cambiaban por cuentecillas de vidrio, cascabeles -cascabeles, sobre todo que se arrimaban a las orejas para sonarlos mejor-, sortijas de latón, cosas que no valían un carajo, que habíamos bajado a la playa en previsión de trueques posibles, sin olvidar los muchos bonetes colorados, comprados por mi en los bazares de Sevilla, recordando, en vísperas de zarpar, que los monicongos de la Vinlandia eran sumamente aficionados a las telas y ropas coloradas. A cambio de esas porquerías nos dieron sus papagayos y algodones, pareciéndonos que eran hombres mansos, inermes, aptos a ser servidores obedientes y humildes -ni negros, ni blancos, sino mas bien de! color de los canarios, los cabellos no crespos, sino corridos y gruesos como sedas de caballos. Aquel día no hicimos misa, atarantados como lo estábamos por la descubierta, la toma de posesión de la isla y el deseo de descansar, tras de una noche sin sueño -”¿A donde hemos llegado, Señor Almirante5” -me pregunta el Martin Alonso, con el veneno oculto bajo la máscara risueña -”La cuestión es haber llegado” -le respondo… Y ya de regreso a bordo de la nao capitana, miraba yo de alto, empinado en mi legitimo orgullo, a los bellacos que, dos días antes, habían alzado la voz -y hasta los puños- ante mi, prestos a amotinarse -y no tanto los parleros andaluces, casi todos, calafanes, carpinteros, toneleros, que venían a bordo, no tanto los judíos que, habiéndose juntado conmigo, se habían salvado de la expulsión, no tanto los cristianos nuevos que demasiado miraban hacia la Meca a la puesta del sol, como los malditos vizcaínos, díscolos, tozudos, irrespetuosos, que formaban la camarilla de Juan de la Cosa, harto empachado de sus conocimientos de cartografía, siempre aupado en su ciencia (lo sabia yo por el otro enredador de Vicente Yañez, tan cabrón como el Martin Alonso, pero mejor capitán…) para afirmar que yo era marino de mera baladronada y ambición, navegante de recámaras palaciegas, enredador de latitudes, trastocador de millas marinas, incapaz de conducir a buen término una empresa como esta.