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…Ahora suenan unas esquilas, quedamente, en la tenue llovizna que moja los techos de la ciudad donde se cobija mi sombra, protagonista de mi propio ocaso. Pasa en la calle un baliente rebaño. Y el confesor que no llega. Y esta luz de otoño, a pesar de que estemos en mayo, que me saca de mis recuerdos de las Islas Resplandecientes donde -acaso por no llevar un capellán en las naves, acaso por no haber pensado jamás en convertir o adoctrinar a quienquiera- me esperaba el Demonio para hacerme caer en sus trampas. Y la constancia de tales trampas esta aquí, en estos borradores de mis relaciones de viajes, que tengo bajo la almohada, y que ahora saco con mano temblorosa -asustada de sí misma- para releer lo que, en estos postreros momentos, tengo por un vasto Repertorio de Embustes -y así lo diré a mi confesor que tanto tarda en aparecer. Repertorio de embustes que se abre en la fecha del 13 de Octubre, con la palabra oro. Porque aquel sábado había vuelto yo a la isla recién descubierta con ánimo de ver que podía sacarse de ella fuera de papagayos -y ya no sabíamos qué hacer con tantos papagayos como cagaban ya, en blanco, en blanco de cagaleche, la madera de las cubiertas- y ovillejos de algodón, cuando observé, con asombrado sobresalto, que unos indios (vamos a llamarlos indios, ya que estamos probablemente en los primeros contrafuertes naturales de unas Indias Occidentales) traían unos pedazuelos de oro colgados de las narices. Dije: oro. Viendo tal maravilla sentí como un arrebato interior. Una codicia, jamás conocida, me germinaba en las entrañas. Me temblaban las manos. Alterado, sudoroso, empecinado, fuera de goznes, atropellando a esos hombres a preguntas gesticuladas, traté de saber de donde venía ese oro, cómo lo conseguían, donde yacía, cómo extraían, como lo labraban, puesto que, al parecer, no tenían herramientas ni conocían el crisol. Y palpaba el metal, lo sopesaba, lo mordía, lo probaba, secándole la saliva con un pañuelo para mirarlo al sol, examinarlo en la luz del sol, hacerlo relumbrar en la luz del sol, tirando del oro, poniéndomelo en la palma de la mano, comprobando que era oro, oro cabal, oro verdadero -oro de ley. Y ellos, que lo traían atónitos agarrados por sus adornos como buey por el narigón. Sacudidos, zarandeados por mi apremio me dieron a entender que yendo hacia el Sur había otra isla donde un gran Rey tenía enormes vasos llenos de oro. Y en su nación no solo había oro, sino también piedras preciosas. Aquello, por la descripción debía ser cosa de Cipango, más que de Vinlandia. Y por lo mismo, movido por un Espíritu Nefando que, de repente, se alojó en mi alma, pasando a la violencia mandé tomar prisioneros a siete de esos hombres que a trallazos metimos en las calas, sin reparar en gritos y lamentos, ni en las protestas de otros a quienes amenace con mi espada -y ellos sabían por haber tocado una de nuestras espadas, que las espadas nuestras cortaban recio y abrían surcos de sangre. Nos hicimos a la mar nuevamente, el Domingo, día del Señor, sin apiadarnos de las lágrimas de los cautivos a quienes habíannos amarrado en la proa para que guiasen nuestra navegación. Y partir de ese día, la palabra oro será la más repetida, como endemoniada obsesión, en mis Diarios, Relaciones y Cartas. Pero poco ORO había en las isletas que ahora descubríamos. siempre pobladas de hombres en cueros y de mujeres que por todo traje llevaban -como lo escribí a Sus Atezas- “cosillas de algodón que escasamente les cobijaba su natura” -natura tras de la cual a veces se me iban los ojos, sea dicho de paso, tanto como se les iban los ojos a mis españoles- tanto, tanto, que hube de amenazarlos de castigo si, con las braguetas hinchadas como las tenían, se dejaban llevar por algún impulso de lascivia. ¡Si me contenía yo que tambicn se contuviesen ellos! Aquí no se venía a joder, sino a buscar oro, el oro que ya empezaba a mostrarse, que ya se asomaba en cada isla; el oro que, en lo adelante, sería nuestro guia, la brújula mayor de nuestras andaduras. Y, para que se nos pusiese mejor sobre el buen rumbo del oro, seguíamos prodigando bonetes rojos, cascabeles de halconería y otras basuras -¡y ufano llegue a jactarme de la desigualdad de los trueques ante los Reyes!- que no valían un maravedí, aunque muchos trocitos del adorable metal que rebrillaba obtuvimos a cambio de ello. Pero yo no me satisfacía ya con el oro colgado de narices y de orejas, pues ahora me hablaban de la gran tierra de Cobla o Cuba, donde si parecía que hubiese oro. y perlas también, y hasta especias y a ella fuimos arribando en domingo, día del Señor.

Fui sincero cuando escribí que aquella tierra me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto. Era recia, alta, diversa, solida, como tallada en profundidad, más rica en verdes-verdes, mas extensa de palmeras más arriba, de arroyos más caudalosos, de altos más altos y hondonadas más hondas que lo visto hasta ahora en islas que eran para mí, lo confieso, como islas locas, ambulantes, sonámbulas, ajenas a los mapas y nociones que me habían nutrido. Había que describir esa tierra nueva. Pero, al tratar de hacerlo, me hallé ante la perplejidad de quien tiene que nombrar cosas totalmente distintas de todas las conocidas -cosas que deben tener nombres, pues nada que no tenga nombre puede ser imaginado, mas esos nombres me eran ignorados y no era yo un nuevo Adán escogido por su Criador, para poner nombres a las cosas. Podía inventar palabras, ciertamente, pero la palabra sola no muestra la cosa, si la cosa no es de antes conocida. Para ver una mesa, cuando alguien dice mesa, menester es que haya en quien escucha, una idea-mesa, con sus consiguientes atributos de mesidad. Pero aquí, ante el admirable paisaje que contemplaba, sólo la palabra palma tenía un valor de figuración, pues palmas hay en el África palmas -aunque distintas de las de aquí- hay en muchas partes, y, por lo tanto, la palabra palma se acompaña con una imagen -y más para quienes saben por su religión, lo que significa un Domingo de Ramos. En día domingo habíamos llegado aquí y la pluma memorialista se me quedaba en suspenso al tratar de pasar de las cinco letras de la palma. Un retorico, acaso, que manejara el castellano con mayor soltura que yo, un poeta, acaso, usando de símiles y metáforas hubiesen ido mas allí, logrando describir lo que no podía yo describir: esos árboles, muy enmarañados, cuyas trazas me eran ignoradas, aquel, de hojas grises en el lomo, verdes en las caras, que al caer y secarse se crispaban sobre sí mismas, como manos que buscaran un asidero; aquel otro, rojizo, de tronco que largaba los pellejos transparentes como escamas de serpientes en muda, el de mas alia, solitario y monumental, en medio de una pequeña llanura, con sus ramas que le salían, horizontales, como de un collar, en lo alto de un grueso tronco erizado de púas, con empaque de columna rostral… Y las frutas: ésa, de cascara parda y carne roja, con semilla como tallada en caoba; la otra de pulpa violácea, con los huesos encerrados en obleas de gelatina; la otra, mas grande, más pequeña, nunca semejante a la vecina, de entraña blanca, olorosa y agridulce, siempre fresca y jugosa en el gran calor del mediodía… Todo nuevo, raro, grato a pesar de su rareza; pero nada muy útil hasta ahora. Ni Doña Moscada, ni Doña Pimienta, ni Doña Canela, ni Doña Cardamoma, asomaban aquí por ninguna parte. En cuanto al oro decían que lo había en cantidad. Y yo pensaba que era tiempo ya de que apareciese el divino metal, pues ahora que demostrada era su existencia en estas islas, un problema nuevo se me echaba encima: las tres carabelas significaban una deuda de dos millones. No mucho me preocupaba el millón del banquero Santángel, pues los reyes saldan sus deudas como pueden y cuando pueden, y en cuanto a las joyas de Columba eran joyas de fondo de joyelero y harto lista era ella, varona como era cuando lo quería, para no haberlas recuperado a estas horas, y más en días de enfardelamientos de judíos. Pero quedaba el otro millón: el de los genoveses de Sevilla que me harían la vida imposible si regresaba de acá con las manos vacias… Por lo tanto, dar tiempo al tiempo: “Es esta la tierra mas hermosa que ojos humanos hayan visto…”, y por ahí seguimos, con afinación de epitalamio. En cuanto al paisaje, no he de romperme la cabeza: digo que las montañitas azules que se divisan a lo lejos son como las de Sicilia, aunque en nada se parecen a las de Sicilia. Digo que la hierba es tan grande como la de Andalucía en abril y mayo, aunque nada se parece, aqui, a nada andaluz. Digo que cantan ruiseñores donde silban unos pajaritos grises, de pico largo y negro, que mas parecen gorriones Hablo de campos de Castilla, aquí donde nada pero nada, recuerda los campos de Castilla. No he visto árboles de especias, y auguro que aquí debe haber especias. Hablo de minas de oro donde no sé de ninguna. Hablo de perlas, muchas perlas, tan solo porque vi algunas almejas que son señal de ellas. Solo he dicho algo cierto: que aquí les perros parece que no ladran. Pero con perros que ni siquiera saben ladrar no voy a pagar el millón que debo a los malditos genoveses de Sevilla, capaces de mandar su madre a galeras por una deuda de cincuenta maravedís. Y lo peor de todo es que no tengo la menor idea de donde estamos, esta tierra de Colba o Cuba lo mismo puede ser el extremo meridional de la Vinlandia, que una costa occidental de Cipango-sin olvidar que las Indias son tres. Yo digo que esto es continente, tierra firme, de infinita extensión Juan de la Cosa, siempre encontrado conmigo, pues basta que yo diga algo para que me contradiga, afirma que es isla. No sé qué pensar. Pero digo que es continente, y basta -que soy el Almirante y se lo que digo. El otro habla de bojeo, y yo le digo que en no habiendo isla no hay bojeo. Y coño… ¡se acabó!… Vuelvo a tomar la pluma y sigo redactando mi Repertorio de Buenas Nuevas mi Catalogo de Relucientes Pronósticos. Y aseguro -me aseguro a mi mismo- que muy pronto le veré, la cara al Gran Khan (Eso del Gran Khan suena a oro, oro en polvo, oro en barras, oro en arcas, oro en toneles: dulce música del oro acuñado cayendo, rebrincando, sobre mesa de banquero: música celestial…)