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“Venient annis saecula seris quibus Oceanus unicula rerum laxet

Aquí corté el verso, pues tuve la impresión algo molesta -acaso me haya equivocado- de que Columba parpadeando casi imperceptiblemente me miraba con cara de: Quosque tandem, Christoforo? Por lo mismo, engolando el tono, me pase a un registro superior. Y era yo, por la gracia de Sus Majestades, el Abridor y Ujier de los Horizontes Insospechados, acabándose de redondear, como pera, como teta de mujer con pezón arriba -y rápidos encontraron mis ojos los de mi dueña- un mundo que Pedro Aliaco, ilustre canciller de la Sorbona y de Notre Dame de París, hubiese visto como casi redondo, casi esférico, tendiendo un puente entre Aristótile y yo. Conmigo confirmábase lo escrito en el Libro de las Profecías de Isaías. Era ya realidad “el país lleno de plata y de oro, y de inmensos tesoros, en las riberas de anchos ríos donde circulaban espléndidos barcos de remo y mástil” Y advino la hora “de la repartición del Enorme Botín, en país cuyos pueblos serán absueltos de sus culpas” Así habló Isaías ¿Y por qué boca escuchábase, ahora, la voz de Isaías?…

Cuando hube terminado me arrodillé con nobleza de ademanes muy estudiada la víspera, se arrodillaron los monarcas, se arrodillaron todos los presentes, ahogados por el llanto, mientras los chantres y sochantres, los seises de la Capilla Real se abrieron en el más solemne Tedeum que se hubiese escuchado bajo este cielo. Y cuando las voces celestiales volvieron a la tierra, se dispuso que mis siete indios fuesen instruidos en la fe cristiana, debiendo procederse, apenas tuviesen las nociones suficientes, a su bautizo -”Que no se les tenga por esclavos” -dijo la Reina “Y que sean devueltos a su tierra en la primera nave que hacia ella haya de zarpar” Y, aquella noche, volví a ver a mi dueña en la intimidad de sus estancias privadas, donde conocimos los gozos del reencuentro tras de la larga y azarosa ausencia -y maldito si, durante horas, me acordé de carabelas ni de Indias. Pero, poco antes de la madrugada, momento en que los colmados yacentes, de ojos abiertos en noche que empieza a aclararse, suelen hablar de si para si creí advertir que Columba, reconsiderando los acontecimentos, vuelta al sentido de las realidades que yo bien le conocía, no se mostraba tan enteramente conquistada por las palabras de mi discurso como pude creerlo. Alabo mis retóricas, la oportunidad de mis citas, la habilidad con que había manejado las imágenes, pero yo la hallaba escurridiza, esquiva, reticente en cuanto a formular un generoso y abierto juicio sobre la importancia de mi empresa – Pero, en resumen ¿que se dice de lo de hoy'“ -pregunte para hacerla hablar un poco más -”Para serte franca, se dice, se dice que para traer siete hombrecitos llorosos legañosos y enfermos, unas hojas y matas que para nada sirven, como no sea para sahumerio de leprosos, y un oro que se pierde en el hueco de una muela, no valía la pena haber gastado dos millones de maravedís -¡¿Y el prestigio de las Coronas vuestras?! -grité -Prestigio suficiente tuvimos con la expulsión de los judíos y la reconquista del Reino de Granada. Prestigio alto y valedero esta en lo que se ve, en lo que se palpa, en lo que se consigue con leyes que retumban hasta Roma y victorias en armas que pasan a la Gran Historia… Pero lo tuyo, si prestigio habrá de darnos será a largo plazo. Hasta ahora no ha pasado de lo sucedido en tierras que aún no podemos imaginarnos, donde no se ha ganado una batalla, donde no se ha logrado un memorable triunfo -in hoc signo vinces -, todo queda, por ahora, en inspiración para aleluya de ciegos, en conseja que se hincha a gusto del escuchante, como sucedió con las hazañas de un Carlomagno de quien se Cuenta que entró victorioso en Zaragoza, habiendo humillado al Rey de Babilonia, cuando la verdad fue que, después de un asedio sin pena ni gloria vencido regresó a Francia, dejando su retaguardia al mando del paladín Roldan que… ¡bueno!… tu sabes como eso acabó…-”¡Pero yo traje oro!” -clamé 'Todos lo vieron. Allí hay una mina, una enorme mina” – “Si tan grande era la mina son lingotes los que hubiesen debido cargar tus hombres, y no unas menudencias que, según me dijeron mis orfebres, apenas si valen un centenar de maravedís”… Le hablé de himposibilidid, en tan poco tiempo como hubiera estado allá, de emprender un verdadero trabajo de extracción; de la urgencia de regresar cuanto antes para dar cuenta de mi Descubrimiento…

– “Hice reconocer las plantas traídas por un experto en aromas; ahí no hay canela, ni nuez moscada, ni pimienta, ni clavos de clavero; luego no llegaste a las Indias” -dijo ella: “Embustero como siempre” -”¿Y a dónde llegué yo entonces?” -”A un lugar que en nada parece una provincia de Indias” – “En la empresa comprometí mi honor y arriesgue mi vida” -” No tanto. No tanto. Si no llegas a encontrarte con ese Maestre Jacobo en la Isla del Hielo, no hubieses ido a lo seguro. Tú sabias que de todos modo, fuese como fuese, llegarías a una tierra. “ -“¡Tierra de tesoros fabulosos!” -”Por lo mostrado, no lo parece” -”¿Por que demonios me escribieron entonces, apremiándome a que preparara un segundo viaje?” -”Por joder a Portugal” -dijo ella, mordiendo plácidamente un trozo de mazapan toledano; “Si ahora no nos instalamos allá en firme, nos madrugaran los otros -esos a los que, por dos veces importándote muy poco las coronas de Castilla y Aragón, estuviste a punto de vender tu empresa. Ya están mandando mensajes al Papa para reclamar la propiedad de tierras que ni siquiera han divisado sus navegantes” -”¿Asi que mi viaje para nada ha servido? “ -”No diré tanto. Pero, carajo… ¡como nos complicas la vida! Ahora habrá que fletar naves, conseguir dinero, retrasar la guerra del África, para plantar nuestro estándarte -no queda más remedio -en unas tierras que, para mi, no son de Ofir, ni son de Ofar, ni son de Cipango… Trata de traer más oro que el que trajiste, y perlas y piedras preciosas y especias. Entonces creeré en muchas cosas que todavía me huelen a embustes de los tuyos”… Salí bastante resquemado, lo confieso, de las cámaras reales. Ciertas palabras me envenenaban los oídos. Pero mi disgusto no era el de otros tiempos, cuando nada venia a favorecer mi propósito. El Océano estaba nuevamente a la vista. Dentro de pocos meses tornaría a conocer el júbilo de las velas hinchadas, en una orza más cabal y segura que la de antes… Y ahora tendría naves suficientes; ahora era finado el bellaco de Martin Alonso; ahora mandaría marineros de verdad, con título de Almirante, nombramiento de Virrey y tratamiento de Don… Volví a la atarazana donde los indios tiritaban bajo colchas de lana y los papagayos acaban de vomitar el vino tragado, con ojos vidriosos de pescado en trance de podrirse, alicaídos, patas arriba, de plumas revueltas, como corridos a escobazos. Pronto murieron todos. Como murieron, pocos días después de haber sido bautizados -quien del pecho, quien de sarampión, quien de diarreas- seis de los siete indios que ante los Tronos había exhibido. Por Dieguito, el único que me quedaba, supe que esos hombres no nos querían ni nos admirabn. nos tenían por pérfidos, mentirosos, violentos, coléricos, crueles, sucios y malolientes, extrañados de que casi nunca nos bañáramos, ellos que, varias veces al día refrescaban sus cuerpos en los riachuelos, cañadas y cascadas de sus tierras. Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia, a mierda nuestras angostas calles, a sobaquina nuestros más lúcidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifolios y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas -o bien se avergonzaban de sus tetas, tan gordas que siempre parecían prestas a saltarles fuera del escote. Nuestros perfumes y esencias -también el incienso- los hacían estornudar; se ahogaban en nuestros estrechos aposentos y se figuraban que nuestras iglesias, eran lugares de escarmiento y espanto por los muchos tullidos, baldados. Piojosos, enanos y monstruos que en sus entradas se apiñaban. Tampoco entendían por que tanta gente que no era de tropa, andaba armada, ni como tantos señores ricamente ataviados podían contemplar, sin avergonzarse, de lo alto de sus relumbrantes monturas, un perpetuo y gimiente muestrario de miserias, purulencias, muñones y andrajos. Por lo demás, los intentos de inculcarles algo de doctrina, antes de que recibieran las aguas lústrales, habian fracasado. No diré que ponían mala voluntad en entender: diré, sencillamente, que no entendían. Si Dios, al crear el mundo, y las vegetaciones, y los seres que lo poblaban, había pensado que todo aquello era bueno, no veían por que Adán y Eva, personas de divina hechura, hubiesen cometido falta alguna comiendo los buenos frutos de un buen árbol. No pensaban que la total desnudez fuese algo indecente: si los hombres, allá, usaban unos taparrabos, era porque el sexo, frágil, sensible y algo molesto por colgante, debía defenderse de arbustos espinosos, hierbas filosas, hincadas, golpes o picadas de alimañas; en cuanto a las mujeres era mejor que taparan su natura con aquel trocito de algodón que yo les conocía, para que, cuando les bajaran las menstruas no tuviesen que exhibir una desagradable impureza. Tampoco entendían ciertos cuadros del Antiguo Testamento que les mostré: no veían por quñe el Mal era representado por la Serpiente, puesto que las serpientes de sus islas no eran dañinas. Además lo de una serpiente con manzana en la boca les hacía reír enormemente porque -según me explicaba Dieguito -”culebra no come frutas”… Pronto levaré las anclas nuevamente y nuevamente iré a las avanzadas de Cipango que descubrí -aunque Columba insoportable en aquellos días porque acaso se le estuviesen acallando las lunas, diga cien veces que aquello nada tiene que ver con Cipango. Pero en lo que se refiere adoctrinamiento de los indios ¡que de ello se ocupen varones más capaces que yo para desempeñar tamaña misión! Ganar almas no era mi tarea. Y no se pida vocación de apóstol a quien tiene agallas de banquero. Y lo que ahora se me pide -y de modo apremiante -es hallar oro, mucho oro, el más oro que pueda, pues también aquí se ha pintado el cielo -y eso, gracias a mí- el espejismo de la Cólquida y los Quersonesos.