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Para empezar, algo le intriga sobremanera. Quien ha solicitado del Papa Pío VII el envío de una misión apostólica a Chile, es Bernardo O'Higgins, que está al frente de su gobierno, con el título de Director General. Sabe ya cómo O'Higgins liberó a Chile del Coloniaje español, pero lo que se explica menos es que acuda a las luces del Vaticano para reorganizar la Iglesia Chilena. Roma, en estos tiempos tumultuosos y revueltos, es albergue y providencia de intrigantes de toda índole, conspiradores y sacripantes, embozados carbonarios, sacerdotes exclaustrados, renegados y sacerdotes arrepentidos, ex curas voltairianos vueltos al redil, informadores y soplones, y -fácil es hallarlos- tránsfugas de Logias, siempre dispuestos a vender los secretos de la Francmasonería por treinta denarios. Entre éstos, se topa Mastaî con un ex caballero Kadosh de la Logia Lautaro de Cádiz, hija de la Gran Reunión Americana de Londres, fundada por Francisco de Miranda, y que ya tiene filiales en Buenos Aires, Mendoza y Santiago. Y O'Higgins fue muy amigo -dice el informador- del extraordinario venezolano, maestro de Simón Bolívar, general de la Revolución Francesa, cuyas andanzas por el mundo constituyen la más fabulosa novela de aventuras, y hasta se dice -”líbreme Dios de culpables imaginaciones”, piensa Mastaî- que se acostó con Catalina de Rusia porque, “como su amante Potemkine estaba cansado de los excesivos ardores de su soberana, pensó que el guapo criollo, de sangre caliente, podría saciar los desaforados apetitos de la rusa que, aunque más que jamona, usted me entiende, era tremendamente aficionada a que le…-” y basta, basta, basta, dice Mastaî a su informador: “hablemos de cosas más serias y le ofrezco otra botella de vino”. El renegado se refresca el gaznate, alabando la calidad de un pésimo morapio que sólo su perenne sed le hace hallar bueno, y prosigue su relato. En su jerga secreta, los francmasones llamaban a España “Las Columnas de Hércules”. Y la Logia de Cádiz tenía una “Comisión de los Reservados” que se ocupaba, casi exclusivamente, en promover agitaciones políticas en el mundo hispánico. Y en el seno de esa comisión se sabia que en Londres había redactado Miranda un cuaderno de “Consejos de un viejo sudamericano a un joven patriota al regresar de Inglaterra a su país” que contenía frases tales como:

“Desconfiad de todo hombre que haya pasado la edad de cuarenta años a menos de que os conste que sea amigo de la lectura. La juventud es la edad de los ardientes y generosos sentimientos. Entre los de vuestra edad encontraréis pronto muchos a escuchar y fáciles de convencer.” (-”Se ve que ese Miranda, como Gracián, receloso de los horrores y horrores de la Vejecía, ponía su confianza en el palacio encantado de la juventud -piensa Mastaî…). También había escrito el destacado francmasón: “Es un error creer que todo hombre, porque tiene tonsura en la cabeza o se sienta en la poltrona de un canónigo, es un fanático intolerante y un enemigo decidido de los derechos de los hombres.” -”Ya estoy entendiendo mejor a ese Bernardo O'Higgins” -dijo Mastaï, haciendo repetir el párrafo tres veces al tránsfuga de la Logia gaditana. Estaba claro: fuesen cuales fuesen sus ideas, O'Higgins sabía que España soñaba con restablecer en América la autoridad de su ya muy menguado imperio Colónial, luchando denodadamente por ganar batallas decisivas en la banda occidental del continente, antes de ahogar en otras partes, mediante una auténtica guerra de reconquista -y para ello no escatimaría los medios- las recién conseguidas independencias. Y sabiendo que la fe no puede extirparse de súbito como se acaba, en una mañana, con un gobierno virreinal o una capitanía general, y que las iglesias hispanoamericanas dependían, hasta ahora, del episcopado español, sin tener que rendir obediencia a Roma, el libertador de Chile quería sustraer sus iglesias a la influencia de la ex metrópoli -cada cura español sería mañana un aliado de posibles invasores-, encomendándolas a la autoridad suprema del Vaticano, más débil que nunca en lo político, y que bien poco podía hacer en tierras de ultramar fuera de lo que correspondería a una jurisdicción de tipo meramente eclesiástico. Así se neutralizaba un clero adverso, conservador y revanchista, poniéndosele sin embargo -¡y no podría quejarse de ello!- bajo la custodia directa del Vicario del Señor sobre la Tierra. ¡Jugada maestra, que era posible aprovechar en todos sentidos!… Al joven Mastaî se le hacía simpático, ahora, Bernardo O'Higgins. Estaba impaciente ya por cruzar el Océano, a pesar de los temores de su santa madre la Condesa que, desde su descalabrada mansión de Senigallia, lo instaba a que buscase excusas en su precaria salud para ser eximido de una agotante travesía por el proceloso mar de los muy frecuentes naufragios -”el mismo mar de Cristóbal Colón”, pensaba el canónigo, añorando, en vísperas del gran viaje, la quietud del ámbito familiar, y recordando con especial ternura a María Tecla, su hermana preferida, a quien había sorprendido cierta vez, en ausencia de sus padres, cantando a media voz, como en sueños (¡oh levísimo, inocentísimo pecado!) una romanza francesa del Padre Martini, que había aparecido en un álbum de obras del gran franciscano, autor de tantas misas y oratorios: