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Por puerta derecha y puerta izquierda fueron entrando las estiradas figuras del Auto Sacramental, instalándose, en orden observante de jerarquías, dignidades y funciones, tras de una larguísima mesa cubierta por un paño moaré encarnado, cobrando cada cual, por gestos y actitudes que recordaban los de muy viejas ceremonias, una medieval estampa de gente del Santo Oficio. Al centro se sentaron el Presidente y los dos jueces que constituían el tribunal colegial; en un extremo de la mesa, el Promotor Fidei, fiscal de la causa, Abogado del Diablo, y, en el otro, el Postulador -que no era aquí Roselly de Lorgues muerto pocos años antes, sino el erudito comerciante genovés José Baldi, experto diamantista. muy considerado y bienquisto en el ámbito vaticano por sus muchas obras de caridad. Fl Protonotario civil de la Congregación de Ritos, con su acólito, se situaron en lugares intermedios. Salieron folios y legajos de maletines y portafolios, y, después de una imploración al Espíritu Santo, para que inspirara rectos jicios y atinadas sentencias, se dio por abierto el proceso… El Invisible sintió que sus invisibes orejas se le acrecían y paraban, como las de un lobo en aviso de peligro, atento a todo lo que se dijese en quel tribunal eunido, al cabo de tan larga espera, para examinar el expediente de su beatificación que, con el correr del tiempo, había acumulado los sufragios no ya de seiscientos y tantos obispos, firmantes de la primera postulación, sino ahora de ochocientos sesenta que habian estampado su firma al pie de la tercera -y habría esta de ser muy probablemente la decisiva. El Presidente invito el Postulador a prestar juramento de abstenerse de fraude en todo momento y de expresar las motivaciones que lo erigían en Defensor de la Causa, atendiéndose a verdades sinceramente tenidas por tales en su alma y conciencia. En ritmo pausado, respirando entre las frases, destacando los adjetivos, alzando los remates de párrafos, hizo José Baldi un enfático resumen de lo que el Conde Roselly de Lorgues había expuesto con lujo de apéndices y documentos probatorios en su libro encargado por Pío IX. Al correr del discurso, cada vez más ditirámbico y vocativo, El Invisible se enternecía de gozo. ¿Cómo, ante tal cuadro de excelencias, de virtudes, de varonil piedad, de generosidades, de desprendimiento y