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“Plaisir d'amour ne dure qu'un moment. Chagrin d'amour dure toute la vie”

A pesar de los llamados a la cautela, a la prudencia, el joven canónigo esperaba ansiosamente la fecha de la partida. Y tanto más ahora que todo parecía oponer obstáculos a la empresa: muerte del Papa, ese papa tan humillado por el insolente Corso que lo había obligado a sancionar la bojiganga de su imperial investidura con corona puesta, solemnemente, en la testa de una mulata martiniqueña; elección de León XII, tras de un inacabable cónclave de veintiséis días; intrigas del Cónsul de España, enterado por sus espías del objeto de la misión apostólica; vientos contrarios, intrigas, chismorreos, cartas van, cartas vienen, respuestas que harto se hacen desear. Pero al fin, al fin, el 5 de octubre de 1823, leva las anclas el navío “Eloisa” (“prefiero la de Abelardo a la de Rousseau” -piensa Mastaî) con destino al Nuevo Mundo. Con él navegaban: el Delegado Giovanni Muzi, su secretario particular Don Salustio, el dominico Raimundo Arce, y el archidiácono Cienfuegos, ministro plenipotenciario de Chile -por reciente promoción de O'Higgins- ante la Santa Sede.

De Génova había partido el barco. Genovés había sido quien, un día, emprendiera la prodigiosa empresa que habría de dar al hombre una cabal visión del mundo en que vivía, abriendo a Copérnico las puertas que le dieron acceso a una incipiente exploración del Infinito. Camino de América, Camino de Santiago, Campos Stellae -en realidad camino hacia otras estrellas: inicial acceso del ser humano a la pluralidad de las inmensidades siderales.

Harto prolongada, exasperante a veces, la demora en Génova había sido fructífera en descubrimientos para el joven canónigo, maravillado, a cada paso, por el esplendor de la soberbia ciudad de los Doria, apellido de áurea sonoridad, toda llena del recuerdo de Andrea, el almirante insigne, representado en laudatorias pinturas alegóricas, de torso desnudo, barbas encrespadas, y emblemático tridente en mano, como viva, posible y presente imagen de Poseidón. Largamente había meditado el joven ante la casa de Branca Doria, aquel muy magnífico asesino, de estirpe genovesa, a quien Dante halló en el noveno círculo infernal, padeciendo su castigo en alma mientras su cuerpo, movido por un demonio,

se mostraba aún viviente sobre la tierra. Frente a la iglesia de San Mateo la mansión de Lamba Doria, edificada por Martino Doria, tan sólida como el linaje de sus dueños, resistía el paso de los siglos, como también pervivían, hermosas y altivas, las de Domenicaccio Doria y la de Constantino Doria, habitada finalmente por Andrea -¡todo el mundo aquí parecía llamarse Doria!-, el prodigioso marino de las cien victorias sobre el Turco… Y ahora que el “Heloisa” entraba en las ondas terrosas del Río de la Plata, evocaba aún Mastaï la suntuosa escenografía portuaria dejada atrás, en el fasto de la urbe de palacios rojos y palacios blancos, cristalerías, balaustradas, glorias rostrales y esbeltos campanilos. Una escala en Montevideo le dio, por contraste, la impresión de hallarse en un enorme establo, porque allí no había edificio importante ni hermoso, todo era rústico, como de cortijo, y los caballos y las reses recobraban, en la vida cotidiana, una importancia olvidada en Europa desde los tiempos merovingios. Buenos Aires ni siquiera tenía puerto, sino una mala bahía, de donde había de alcanzarse la ciudad en una carreta tirada por caballos, escoltada por hombres a caballo, en hedor de caballos, olores de cuero bruto y trompetería de relinchos -obsesionante presencia del caballo que habría de imponerse al viajero, mientras permaneciera en el continente cuyo suelo hollaba por vez primera. A la luz de faroles traídos por los vecinos, fue recibida la misión apostólica en la ciudad huérfana de obispo desde hacía mucho tiempo. La primera impresión de Mastaï fue desastrosa. Las calles, ciertamente, eran rectas, como tiradas a cordel, pero demasiado llenas de un barro revuelto, chapaleado, apisonado y vuelto a apisonar, amasado y revuelto otra vez, por los cascos de los muchos caballos que por ellas pasaban y las ruedas de las carretas boyeras de bestias azuzadas por la picana. Había negros, muchos negros, entregados a anulares oficios y modestas artesanías, o bien de vendedores ambulantes, pregoneros de la buena col y la zanahoria nueva, bajo sus toldos esquineros, o bien sirvientes de casas acomodadas, identificables éstos por un decente atuendo que contrastaba con los vestidos salpicados de sangre de las negras que traían achuras del matadero -ese matadero de tal importancia, al parecer, en la vida de Buenos Aires, que llegaba Mastaï a preguntarse si, con el culto del Asado, el Filete, el Lomo, el Solomillo, el Costillar -o lo que algunos, educados a la inglesa, empezaban a llamar el Bife- el Matadero no resultaría, en la vida urbana, un edificio más importante que la misma Catedral, o las parroquias de San Nicolás, La Concepción, Montserrat o La Piedad. Demasiado olía a talabartería, a curtido de pieles, a pellejo de res, a ganado, a saladura de tasajo, de cecina, a sudor de ijares y sudor de jinetes, a boñiga y estiércol, en aquella urbe ultramarina donde, en conventillos, pulperías y quilombos, se bailaba La Refa losa y el ¿Cuándo, mi vida, cuándo?, intencionada danza que sonaba, en aquellos días, a todo lo largo y ancho del continente americano, a no ser que, tras de paredes, se armara la bárbara algarabía de tambores aporreados en “tangos” -como aquí los llamaban- por pardos y morenos. Pero, al lado de esto, florecía una auténtica aristocracia, de vida abundosa y refinada, vestida a la última de París o de Londres, afecta a brillantes saraos donde se escuchaban las más recientes músicas que se hubiesen oído en los bailes europeos, y, en días de festividades religiosas, para halagar al joven canónigo nunca faltaban voces de lindas criollas que le cantaran el Stabat Mater de Pergolesi. Pero, por desgracia, las modas ultramarinas, de adorno, entretenimiento o civilidad, nunca viajan solas. Y con ellas había llegado aquí la “peligrosa manía de pensar” -y sabía Mastaï lo que decía, al calificar de “peligrosa manía” el afán de mucho buscar verdades y certezas, o posibilidades nuevas, donde sólo había cenizas y tinieblas, noche del alma. Ciertas ideas habían cruzado el ancho océano, con los escritos de Voltaire y de Rousseau -a quienes el joven canónigo combatía por caminos oblicuos, calificándolos de escleróticos y rebasados, negando toda vigencia a libros que tenían ya más de medio siglo de edad. Pero esos libros habían marcado muchos espíritus, para quienes la misma Revolución Francesa, contemplada en la distancia, no resultaba un fracaso. Y buena prueba de ello era que Bernardino Rivadavia, Ministro del Gobierno, consideraba con suma antipatía la estancia en Buenos Aires de la misión apostólica. Liberal y seguramente francmasón, hizo saber al Arzobispo Muzi que le estaba prohibido proceder a confirmaciones en la ciudad, invitándosele a proseguir el viaje cuanto antes -viaje que, además, trató de amargarle de antemano, insinuando que acaso los emisarios de la curia romana no serían recibidos en Chile con tantos honores como esperaban.